domingo, 28 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (III): Conclusiones

Conclusiones.

En primer lugar, presento un pequeño bosquejo de lo que sería, a la luz del ordenamiento jurídico vigente, el «derecho a decidir» en España:

1)    Artículo 1.1 de la Constitución (CE): «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Artículo 1.2 de la CE: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».

2)    Artículo 6 CE: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política».

3)    Artículo 23.1 CE: «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal». Los artículos 68 y 69 establecen que los miembros del Congreso y el Senado serán elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. En este sentido, hay que tener en cuenta la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General.

4)    Artículo 92.1 CE: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Desarrollando esta materia tenemos la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum.

5)    Artículo 149.1.32º), que dispone como competencia exclusiva del Estado la «Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum». El artículo 2.1 de la Ley Orgánica 2/1980 establece que «La autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de sus modalidades, es competencia exclusiva del Estado».

Luego si en España tenemos un derecho a decidir, que no es más que otra manera de decir libertad de elección ─o libertad, a secas─, es un derecho que, obviamente, pertenece a todos los ciudadanos españoles[1], sin excepción y sin que este derecho quede condicionado a que se viva en cierto lugar, se hable cierta lengua o se tengan tales o cuales creencias o costumbres. La libertad de elección es del ciudadano de carne y hueso, al igual que el resto de derechos fundamentales y libertades públicas, y no de las comunidades autónomas o regiones (y mucho menos de los idílicos «pueblos» o «naciones»), cuyas competencias y atribuciones constitucionales o legales deben estar al servicio del ciudadano y de sus derechos, y no a la inversa. Esto es una obviedad. Desde luego, en esta libertad del ciudadano se incluyen las consultas o refrendos sobre cuestiones políticas de relevancia[2], autorizadas siempre por el Estado dentro del marco constitucional y legal[3]. Una consulta que afecte a los límites territoriales de España, y a los derechos y deberes de los ciudadanos españoles, como lo es la planteada por los partidarios del derecho a decidir, es, por su propia lógica, una consulta que debería someterse, en el hipotético caso de celebrarse, al escrutinio de todos los ciudadanos del Estado. Ni más ni menos. Todo intento de limitar el número de ciudadanos que puedan tomar esa decisión, permitiendo que se vote en una región aislando al resto del país, es un torpedo en la línea de flotación de nuestra democracia y del ordenamiento jurídico que le sirve de base; un irresponsable intento de saltarse «a la torera» todas las normas que asientan nuestra democracia, en una populista reivindicación de la «voluntad del pueblo», que no es otra cosa que la voluntad de unos cuantos espabilados.

Nemo. España. Dominio Público.


Porque, no hay que engañarse, todo el embrollo del derecho a decidir no es más que una maniobra política del nacionalismo secesionista o independentista (ahora llamado también «soberanista») para lograr sus objetivos: tener más privilegios y prebendas que el resto de ciudadanos del país, sea en forma de independencia, mayor financiación o más competencias; resumiendo, más poder. Cualquiera de estas cosas les vale. Para ello no se duda en utilizar todas las artimañas a su alcance, siendo la primera de ellas la creación de una identidad colectiva singular que les diferencia de todos los demás ciudadanos, y que justifica políticamente su mayor preponderancia en derechos y en capacidad política. Una identidad insultada, ultrajada, aplastada, por el Estado desde el pasado más remoto, y que de recuperarse mediante la consulta aportará remedios milagrosos a los malsanos problemas actuales: salida de la crisis económica, disminución del paro, fin de la corrupción política, mayor riqueza personal, altas cotas de felicidad, etc. En realidad, una peligrosa ficción que está trayendo graves problemas de convivencia entre los que se amoldan a la identidad colectiva (los nativos) y los que quieren, dentro de las posibilidades del ordenamiento jurídico, ejercer su derecho a ser de otra manera, a seguir siendo ciudadanos[4]. Se trata, cómo no, de una nueva puesta a punto del discurso del odio, del victimismo, de la exaltación y deformación de los sentimientos de pertenencia, de echarle la culpa a los de fuera de los males propios, argumentos tan típicos del nacionalismo; una vez más, de la separación y confrontación entre «los nuestros» (los de aquí, los de siempre, los buenos) y «los otros» (los que amenazan nuestra «esencia de pueblo»).

Todo esto, además, envuelto con un discurso político chabacano y demagógico, en el que unos pocos abanderan y representan lo que piensa y siente el pueblo en su conjunto, sentimiento que, por supuesto, está y estará siempre por encima de lo que diga la legalidad democrática (ordenamiento jurídico), que se ve no ya como una imposición sino como una invasión. Aquí resuenan las palabras de Aristóteles en relación con los demagogos: «Ellos son los responsables de que prevalezcan los decretos y no las leyes, llevándolo todo ante el pueblo, pues se engrandecen porque el pueblo controla todos los asuntos y ellos la opinión del pueblo, ya que el pueblo les obedece»[5]. Esta situación en la que la ley no gobierna, no manda, sino los demagogos con sus decretos, que proclaman aquellas cosas que el pueblo quiere escuchar, aunque sean desastrosas para todos, se traduce en una situación caótica, desastrosa. «Pues donde no gobiernan las leyes, no hay sistema; ya que es preciso que la ley gobierne todo…»[6]; esto es, sin ley no hay democracia ni sistema político alguno, sino, como se dice coloquialmente, la «ley de la selva». Lo que puede agravarse todavía más con el empleo viciado del referéndum tipo plebiscito para la toma de decisiones políticas, puesto que estas consultas son, como apunta Eduardo Espín, «los refrendos más fácilmente orientables por la propaganda o por sentimientos poco racionalizables»[7]; dicho de otro modo, la carne más jugosa donde el demagogo hinca el diente para saltarse la ley, convertir la democracia en una farsa y conseguir su premio: obtener más poder a costa de todos los demás y, de paso, lograr la impunidad para sus frecuentes corruptelas.

De modo que es totalmente rechazable el derecho a decidir que se quiere hacer del dominio común desde algunos discursos (nacionalistas y no nacionalistas), pasándolo por más democrático que la democracia misma; la situación es más bien la contraria: es una amenaza para nuestra democracia. Igualmente, es rechazable el discurso de las identidades colectivas prepolíticas como base de los derechos y deberes del ciudadano, que sirve de fundamento al derecho a decidir, por lo que tiene de excluyente y de ruptura de la igualdad. Todos (los ciudadanos) hemos nacido en algún sitio, vivimos en algún pueblo o ciudad, hablamos una lengua, tenemos nuestros antepasados, familiares, amigos, y compartimos unas tradiciones o disfrutamos de unas aficiones (tenemos las personas muchas identidades), pero no es sobre estos rasgos sobre los que forjamos nuestro estatus jurídico y político, sino sobre la ciudadanía basada en la participación de todos y en la aceptación de un derecho común e igual para todos, que diría Cicerón. De ahí surge el derecho de todos los ciudadanos a forjarse una o muchas identidades, esto es, la pluralidad, respetando ese derecho común (legalidad democrática); derecho que, como se ha visto, no pertenece a ninguna región o territorio. Como se puede comprobar, el camino es el contrario al que nos indican los defensores del derecho a decidir. Por eso quiero acabar esta entrada con unas palabras de Luigi Ferrajoli, que me parecen muy lúcidas:

«… Es también cierto que la efectividad de cualquier Constitución supone un mínimo de homogeneidad cultural y prepolítica. Pero es todavía más cierto lo contrario: que es sobre la igualdad en los derechos, como garantía de la tutela de todas las diferencias de identidad personal y de la reducción de las desigualdades materiales, como maduran la percepción de los otros como iguales y, por ello, el sentido común de pertenencia y la identidad colectiva de una comunidad política. Se puede, más aun, afirmar que la igualdad y la garantía de los derechos son condiciones no sólo necesarias, sino también suficientes para la formación de la única «identidad colectiva» que vale la pena perseguir: la que se funda en el respeto recíproco, antes que en la recíprocas exclusiones e intolerancias generadas por las identidades étnicas, nacionales, religiosas o lingüísticas»[8].




[1] Fernando Savater escribe sobre este punto «que los ciudadanos reivindiquen en democracia el derecho a decidir es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de sus regiones o territorios». ¿Ciudadanos o nativos?
[2] El profesor Espín define referéndum como «votación popular sobre la aprobación o abrogación de un texto normativo o sobre cualquier decisión política». El segundo tipo es el que se conoce como plebiscito, que es el contemplado en el artículo 92 de la Constitución, cuyas características son su carácter discrecional (no preceptivo) y consultivo (no vinculante). Ver Lecciones de derecho político, páginas 55-59, citado p. 55.
[3] Así, Eduardo Espín señala que en España son posibles las consultas al electorado en ámbitos territoriales más reducidos, como el regional o local, con la autorización del Estado, que ostenta la competencia exclusiva en esta materia. Ver Lecciones de derecho político, página 57.
[4] En la pasada Diada del 11 de septiembre, el político Albert Rivera, de Ciutadans, que participaba en un programa televisivo, celebrado en plena Plaza de Cataluña, tuvo que sufrir las increpaciones e insultos de muchos viandantes concentrados por la independencia. Entre otras cosas le llamaron «español», como si fuera un insulto (ver vídeo). Ese es el clima de confrontación y enfrentamiento que está fraguando el nacionalismo excluyente de corte secesionista.
[5] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a. Edición de Alianza Editorial, Madrid, 1998, introducción, traducción y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.
[6] Idem, libro IV, 4, 1292a.
[7] Ver Lecciones de derecho político, citado página 58. El profesor Espín apunta a tres factores que favorecen la manipulación de los plebiscitos: 1) influencia de los medios de comunicación y de su propaganda; 2) tendencia sociológica a apoyar las propuestas de la autoridad; y 3) posibilidad de vincular la consulta con sentimientos o emociones del electorado.
[8] Luigi Ferrajoli, Pasado y futuro del Estado de derecho, traducción de Pilar Allegue, en Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, segunda edición, 2005, edición de Miguel Carbonell, páginas 13-29, citado página 29.

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