Conclusiones.
En primer lugar,
presento un pequeño bosquejo de lo que sería, a la luz del ordenamiento
jurídico vigente, el «derecho a decidir» en España:
1)
Artículo 1.1 de la Constitución (CE): «España se constituye en un Estado social y
democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento
jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Artículo
1.2 de la CE: «La soberanía nacional
reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».
2)
Artículo 6 CE: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la
formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental
para la participación política».
3)
Artículo 23.1 CE: «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos,
directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones
periódicas por sufragio universal». Los artículos 68 y 69 establecen que los
miembros del Congreso y el Senado serán elegidos por sufragio universal, libre,
igual, directo y secreto. En este sentido, hay que tener en cuenta la Ley
Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General.
4)
Artículo 92.1 CE: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas
a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Desarrollando esta
materia tenemos la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las
distintas modalidades de referéndum.
5)
Artículo 149.1.32º), que dispone como
competencia exclusiva del Estado la «Autorización
para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum». El
artículo 2.1 de la Ley Orgánica 2/1980 establece que «La autorización para la convocatoria
de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de sus modalidades,
es competencia exclusiva del Estado».
Luego si en España
tenemos un derecho a decidir, que no es más que otra manera de decir libertad
de elección ─o libertad, a secas─, es un derecho que, obviamente, pertenece a
todos los ciudadanos españoles[1],
sin excepción y sin que este derecho quede condicionado a que se viva en cierto
lugar, se hable cierta lengua o se tengan tales o cuales creencias o costumbres.
La libertad de elección es del ciudadano de carne y hueso, al igual que el
resto de derechos fundamentales y libertades públicas, y no de las comunidades
autónomas o regiones (y mucho menos de los idílicos «pueblos» o «naciones»),
cuyas competencias y atribuciones constitucionales o legales deben estar al
servicio del ciudadano y de sus derechos, y no a la inversa. Esto es una
obviedad. Desde luego, en esta libertad del ciudadano se incluyen las consultas
o refrendos sobre cuestiones políticas de relevancia[2],
autorizadas siempre por el Estado dentro del marco constitucional y legal[3].
Una consulta que afecte a los límites territoriales de España, y a los derechos
y deberes de los ciudadanos españoles, como lo es la planteada por los
partidarios del derecho a decidir, es, por su propia lógica, una consulta que
debería someterse, en el hipotético caso de celebrarse, al escrutinio de todos
los ciudadanos del Estado. Ni más ni menos. Todo intento de limitar el número
de ciudadanos que puedan tomar esa decisión, permitiendo que se vote en una
región aislando al resto del país, es un torpedo en la línea de flotación de nuestra
democracia y del ordenamiento jurídico que le sirve de base; un irresponsable
intento de saltarse «a la torera» todas las normas que asientan nuestra
democracia, en una populista reivindicación de la «voluntad del pueblo», que no
es otra cosa que la voluntad de unos cuantos espabilados.
Nemo. España. Dominio Público. |
Porque, no hay que
engañarse, todo el embrollo del derecho a decidir no es más que una maniobra
política del nacionalismo secesionista o independentista (ahora llamado también
«soberanista») para lograr sus objetivos: tener más privilegios y prebendas que
el resto de ciudadanos del país, sea en forma de independencia, mayor
financiación o más competencias; resumiendo, más poder. Cualquiera de estas
cosas les vale. Para ello no se duda en utilizar todas las artimañas a su
alcance, siendo la primera de ellas la creación de una identidad colectiva
singular que les diferencia de todos los demás ciudadanos, y que justifica
políticamente su mayor preponderancia en derechos y en capacidad política. Una
identidad insultada, ultrajada, aplastada, por el Estado desde el pasado más
remoto, y que de recuperarse mediante la consulta aportará remedios milagrosos
a los malsanos problemas actuales: salida de la crisis económica, disminución
del paro, fin de la corrupción política, mayor riqueza personal, altas cotas de
felicidad, etc. En realidad, una peligrosa ficción que está trayendo graves
problemas de convivencia entre los que se amoldan a la identidad colectiva (los
nativos) y los que quieren, dentro de las posibilidades del ordenamiento
jurídico, ejercer su derecho a ser de otra manera, a seguir siendo ciudadanos[4].
Se trata, cómo no, de una nueva puesta a punto del discurso del odio, del
victimismo, de la exaltación y deformación de los sentimientos de pertenencia,
de echarle la culpa a los de fuera de los males propios, argumentos tan típicos del
nacionalismo; una vez más, de la separación y confrontación entre «los
nuestros» (los de aquí, los de siempre, los buenos) y «los otros» (los que
amenazan nuestra «esencia de pueblo»).
Todo esto, además,
envuelto con un discurso político chabacano y demagógico, en el que unos pocos
abanderan y representan lo que piensa y siente el pueblo en su conjunto, sentimiento
que, por supuesto, está y estará siempre por encima de lo que diga la legalidad
democrática (ordenamiento jurídico), que se ve no ya como una imposición sino
como una invasión. Aquí resuenan las palabras de Aristóteles en relación con
los demagogos: «Ellos son los responsables de que prevalezcan los decretos y no
las leyes, llevándolo todo ante el pueblo, pues se engrandecen porque el pueblo
controla todos los asuntos y ellos la opinión del pueblo, ya que el pueblo les
obedece»[5].
Esta situación en la que la ley no gobierna, no manda, sino los demagogos con
sus decretos, que proclaman aquellas cosas que el pueblo quiere escuchar,
aunque sean desastrosas para todos, se traduce en una situación caótica,
desastrosa. «Pues donde no gobiernan las leyes, no hay sistema; ya que es
preciso que la ley gobierne todo…»[6];
esto es, sin ley no hay democracia ni sistema político alguno, sino, como se
dice coloquialmente, la «ley de la selva». Lo que puede agravarse todavía más
con el empleo viciado del referéndum tipo plebiscito para la toma de decisiones
políticas, puesto que estas consultas son, como apunta Eduardo Espín, «los
refrendos más fácilmente orientables por la propaganda o por sentimientos poco
racionalizables»[7];
dicho de otro modo, la carne más jugosa donde el demagogo hinca el diente para
saltarse la ley, convertir la democracia en una farsa y conseguir su premio:
obtener más poder a costa de todos los demás y, de paso, lograr la impunidad
para sus frecuentes corruptelas.
De modo que es
totalmente rechazable el derecho a decidir que se quiere hacer del dominio
común desde algunos discursos (nacionalistas y no nacionalistas), pasándolo por
más democrático que la democracia misma; la situación es más bien la contraria:
es una amenaza para nuestra democracia. Igualmente, es rechazable el discurso
de las identidades colectivas prepolíticas como base de los derechos y deberes
del ciudadano, que sirve de fundamento al derecho a decidir, por lo que tiene
de excluyente y de ruptura de la igualdad. Todos (los ciudadanos) hemos nacido
en algún sitio, vivimos en algún pueblo o ciudad, hablamos una lengua, tenemos
nuestros antepasados, familiares, amigos, y compartimos unas tradiciones o
disfrutamos de unas aficiones (tenemos las personas muchas identidades), pero
no es sobre estos rasgos sobre los que forjamos nuestro estatus jurídico y
político, sino sobre la ciudadanía basada en la participación de todos y en la
aceptación de un derecho común e igual para todos, que diría Cicerón. De ahí
surge el derecho de todos los ciudadanos a forjarse una o muchas identidades, esto es, la pluralidad, respetando ese derecho común (legalidad democrática);
derecho que, como se ha visto, no pertenece a ninguna región o territorio. Como
se puede comprobar, el camino es el contrario al que nos indican los defensores
del derecho a decidir. Por eso quiero acabar esta entrada con unas palabras de
Luigi Ferrajoli, que me parecen muy lúcidas:
«… Es también cierto
que la efectividad de cualquier Constitución supone un mínimo de homogeneidad
cultural y prepolítica. Pero es todavía más cierto lo contrario: que es sobre
la igualdad en los derechos, como garantía de la tutela de todas las
diferencias de identidad personal y de la reducción de las desigualdades
materiales, como maduran la percepción de los otros como iguales y, por ello,
el sentido común de pertenencia y la identidad colectiva de una comunidad
política. Se puede, más aun, afirmar que la igualdad y la garantía de los
derechos son condiciones no sólo necesarias, sino también suficientes para la
formación de la única «identidad colectiva» que vale la pena perseguir: la que
se funda en el respeto recíproco, antes que en la recíprocas exclusiones e
intolerancias generadas por las identidades étnicas, nacionales, religiosas o
lingüísticas»[8].
[1] Fernando Savater escribe sobre
este punto «que los ciudadanos reivindiquen en democracia el derecho a decidir
es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo
tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que
son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El
derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de
sus regiones o territorios». ¿Ciudadanos
o nativos?
[2] El profesor Espín define
referéndum como «votación popular sobre la aprobación o abrogación de un texto
normativo o sobre cualquier decisión política». El segundo tipo es el que se
conoce como plebiscito, que es el contemplado en el artículo 92 de la Constitución,
cuyas características son su carácter discrecional (no preceptivo) y consultivo
(no vinculante). Ver Lecciones de derecho
político, páginas 55-59, citado p. 55.
[3] Así, Eduardo Espín señala que en
España son posibles las consultas al electorado en ámbitos territoriales más
reducidos, como el regional o local, con la autorización del Estado, que
ostenta la competencia exclusiva en esta materia. Ver Lecciones de derecho político, página 57.
[4] En la pasada Diada del 11 de
septiembre, el político Albert Rivera, de Ciutadans, que participaba en un
programa televisivo, celebrado en plena Plaza de Cataluña, tuvo que sufrir las
increpaciones e insultos de muchos viandantes concentrados por la
independencia. Entre otras cosas le llamaron «español», como si fuera un
insulto (ver vídeo). Ese es el clima de confrontación
y enfrentamiento que está fraguando el nacionalismo excluyente de corte
secesionista.
[5] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a. Edición de
Alianza Editorial, Madrid, 1998, introducción, traducción y notas de Carlos
García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.
[6] Idem, libro IV, 4, 1292a.
[7] Ver Lecciones de derecho político, citado página 58. El profesor Espín
apunta a tres factores que favorecen la manipulación de los plebiscitos: 1)
influencia de los medios de comunicación y de su propaganda; 2) tendencia
sociológica a apoyar las propuestas de la autoridad; y 3) posibilidad de
vincular la consulta con sentimientos o emociones del electorado.
[8] Luigi Ferrajoli, Pasado y futuro del Estado de derecho,
traducción de Pilar Allegue, en Neoconstitucionalismo(s),
Trotta, Madrid, segunda edición, 2005, edición de Miguel Carbonell, páginas
13-29, citado página 29.
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