domingo, 21 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (I), derecho a la autodeterminación de los pueblos

DERECHO DECISORIO[1]

Siempre es reconfortante para cualquier persona contemplar como el catálogo de derechos que se disfrutan puede verse ampliado: por lo que supone de libertad, y de responsabilidad, para los ciudadanos y los poderes públicos. Esto es lo que, en un primer momento, podría pensarse del tan cacareado «derecho a decidir», último descubrimiento de la maquinaria política nacionalista, torpemente secundada por partidos, digamos, «estatales» o «nacionales»; al parecer, el culmen de la democracia, que hasta la aparición de este derecho estaba en tinieblas, como difuminada. El derecho a decidir se va a encargar de que seamos lo que queremos ser, de ser nosotros mismos y no otros, tanto individual como colectivamente; dicho llanamente, de que nos podamos sentir a gusto, como cuando uno estira las piernas sentado en su cómodo sofá después de un día agotador. Ahora bien, tal y como ha sido concebido este «superderecho» desde ciertas fuerzas políticas y sociales, con toda la pompa y la parafernalia mediática y propagandística, ¿se puede asegurar con algo de rigor que suponga una novedad en el universo de lo político y lo jurídico, algo que nadie había inventado antes? Más bien al contrario. Sin embargo, conviene examinar las dos ideas-fuerza que implica este derecho, para ver el alcance de su presunta «novedad».


Openclips. Worldmap. Dominio Público.


A)              En primer lugar, el derecho a decidir como el derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Para apoyar su pretensión, los defensores del derecho a decidir sostienen que con la práctica del referéndum plebiscitario, o consulta, que conlleva este nuevo derecho se podrá conseguir, al fin, el cumplimiento de la ansiada autodeterminación de los pueblos, constreñida por el yugo del Estado. Desde sus filas se suelen citar, con sonoridad y solemnidad[2], los textos de derecho internacional que recogen la autodeterminación de los pueblos como un derecho, a saber:

1)    La Carta de las Naciones Unidas, de 26 de junio de 1945, que en su artículo 1.2, cuando expone los propósitos de las Naciones Unidas, organismo creado por la Carta, menciona el de «Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal». La libre autodeterminación de los pueblos se vuelve a citar en el artículo 55 de este texto, como base de las «relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones».  

2)    Los Pactos Internacionales de 16 de diciembre de 1966, adoptados en el marco de las Naciones Unidas ─de los que España es parte─, que en su común artículo 1 reconocen abiertamente el derecho a la autodeterminación de los pueblos, al decir “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».


Una espinosa cuestión que suscita el texto internacional transcrito es, sin duda, qué se entiende por pueblo. Aquí es preciso ser cautelosos, puesto que la tentación de realizar definiciones que mezclen lo romántico, lo metafísico y lo pseudocientífico, algo totalmente disparatado, es muy grande; no faltan ejemplos irrisorios que abonen el cúmulo de despropósitos que se han cometido al tratar de pergeñar la «esencia» de un pueblo[3]. Se hace perentorio, a mi modo de ver, definir lo que es un pueblo sin recurrir a lo épico, a lo legendario, en definitiva, a identidades colectivas prepolíticas de corte nacionalista fabricadas ad hoc[4]. Sin pretender sentar cátedra, es sumamente interesante lo que Cicerón, en La República, escribe al respecto, cuando sostiene que el pueblo, base de la República (la «cosa del pueblo»), no es «cualquier conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una asociación numerosa de individuos, agrupados en virtud de un derecho por todos aceptado y de una comunidad de intereses»[5]. En las palabras del filósofo y jurista romano, en suma, podemos destacar que el elemento (artificial) que da origen al pueblo es la voluntad de los individuos, de los ciudadanos, de asociarse, de consensuar un derecho común para todos, y no ninguna identidad colectiva previa (esencial) que se superponga a esos mismos individuos o que tenga derechos superiores a los derechos de los ciudadanos[6]. En este sentido, también se puede traer a colación la definición que hace el profesor Espín Templado, que escribe «Por Pueblo se entiende el conjunto de individuos que integra la población de un Estado y que posee derechos políticos. El concepto alude, por tanto, al conjunto de la población como suma de individuos dotados de derechos políticos»[7]. De modo que son los individuos los que tienen derechos y no el pueblo como entidad propia, como esencia pura independiente, que en consecuencia no tiene consistencia más allá de los individuos que lo integran[8].


Dicho esto, podemos pasar al meollo de la cuestión: la autodeterminación en sí misma. Así, es clásico distinguir dos proyecciones del derecho a la autodeterminación: una proyección «interna», que consiste en el derecho de los pueblos a establecer su estatuto político; y otra «externa», en la que ese derecho se proyecta en el ámbito internacional[9]. Parece obvio que los valedores del derecho a decidir entienden la autodeterminación como la posibilidad de acometer, respecto al Estado al que se pertenece, una secesión en toda regla y, por pura lógica, crear un Estado de nuevo cuño; es lo que pueden dar a entender, de forma primaria, los Pactos Internacionales de 1966, antes citados, que germinaron en pleno proceso de descolonización que dio lugar al surgimiento de nuevos Estados.

Sin embargo, esta interpretación de la autodeterminación no casa demasiado con la configuración del derecho a la autodeterminación de los Pactos, por lo menos a juicio del filósofo del derecho Luigi Ferrajoli, que considera que «el último legado envenenado de la colonización, contra la cual ese derecho (la autodeterminación) fue reconocido, es precisamente la exportación a todo el mundo de la idea del Estado como única forma de organización política»[10]. Lo que, en ningún caso, se pretende desde la normativa internacional es consagrar un derecho de los pueblos a la formación del Estado propio, puesto que este eventual derecho pondría en serio peligro la paz universal, las «relaciones pacíficas y amistosas» (y los derechos humanos, en general), por medio de una excesiva fragmentación de los Estados; y, en consecuencia, no podría considerarse nunca como un derecho reconocible a todos los pueblos. ¿Por qué? Porque si esto fuera así se iniciaría un camino de difícil retorno: una vez que se identificara un pueblo dentro de un Estado existente y se le reconociera el derecho a constituir un Estado propio, nada impediría que con ese mismo criterio se identificara dentro de ese Estado nuevo otros pueblos, que darían lugar a otros tantos Estados, y así sucesivamente, hasta que prácticamente cada persona sea un Estado[11]. Por eso Ferrajoli entiende que «la pretensión de los pueblos de constituirse en Estados es… una pretensión insostenible»[12], añadiendo que «El derecho de los pueblos a la autodeterminación externa no quiere por tanto decir derecho a convertirse en Estado, ni mucho menos derecho a la secesión»[13]. Efectivamente, ese camino de difícil retorno, al que antes aludía, bien puede ser aprovechado por movimientos, partidos o tendencias de corte nacionalista y populista, de carácter excluyente ─cuando no otras cosas peores─, que amparados en pasados míticos, genes irrepetibles, lenguas ancestrales o agravios insoportables, aspiren a la desfiguración de la ciudadanía compartida en la igualdad de derechos y a la creación de Estados inspirados en una sacrosanta identidad nacional o colectiva, lo que justificaría cualquier atropello a los derechos humanos más básicos. El ejemplo de la antigua Yugoslavia, en la que las veleidades nacionalistas produjeron una guerra de consecuencias calamitosas (genocidios, «limpiezas étnicas»), puede servir para ilustrar este argumento[14].

¿En qué consiste, entonces, el derecho de autodeterminación de los pueblos, según la normativa internacional? Pues nada más, y también nada menos, que «derecho a la autonomía»[15], entendido, por supuesto, como derecho al autogobierno, con posibilidad de tener instituciones políticas con capacidad de elaborar normas jurídicas; al mismo tiempo, el derecho a disponer libremente de sus riquezas y recursos naturales, tal y como recoge el punto 2 del artículo 1 común de los Pactos de 1966. Todo esto, claro, sin menoscabo de lo dispuesto por la Constitución del Estado y del respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos, que deben prevalecer en caso de conflicto.

En España el artículo 2 de la Constitución de 1978 dispone que «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Luego, en nuestra Constitución todavía vigente, lo que se reconoce es el derecho a la autonomía ─además, con un alto grado de descentralización[16]─ de los pueblos (nacionalidades o regiones que integran España), quedando excluido de forma tajante, como señala el profesor Espín Templado, «el derecho a la autodeterminación en toda su plenitud, esto es, incluyendo el derecho a la secesión»[17] de esos mismos pueblos. Esta eventual posibilidad requeriría, de conformidad con el artículo 1.2 de la Constitución, una decisión del pueblo español, «titular de la soberanía»[18]. Volveremos sobre esto más adelante.

Concluyendo, una vez que la autodeterminación de los pueblos ha quedado configurada como un derecho a la autonomía, y no a la independencia o secesión o a la creación de un Estado propio, lo que debería buscarse en el plano internacional son mecanismos que potencien las uniones entre los Estados existentes, sobre todo en materia de cooperación internacional, defensa de la democracia y los derechos humanos e implementación de instituciones internacionales con mayor peso político, entre otras. Como señala Ferrajoli, el proceso no debe pasar «por el nacimiento de nuevos Estados sino, por el contrario, por la reducción de los existentes»[19] mediante una fórmula federal. Proyectos como la Unión Europea, en definitiva, cuyo mayor enemigo será siempre el nacionalismo de los Estados, tanto el estatal como el separatista o regional[20]. Vamos, todo lo contrario de lo que pretenden los proponentes del derecho a decidir, que es aumentar las fronteras y los enfrentamientos.





[1] El título es una pequeña broma, que espero se pueda comprender: al igual que el derecho de sucesiones, el derecho a suceder, recibe el nombre de «derecho sucesorio» entre los civilistas, yo he querido rebautizar el derecho a decidir, en correspondencia, como «derecho decisorio».
[2] En marzo de este año hemos podido ver un vídeo protagonizado por figuras del deporte, la cultura y la política, en el que se pedía el reconocimiento del derecho a la autodeterminación de Cataluña, dentro de este movimiento por el derecho a decidir. Para ello todos los participantes leían el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos en distintas lenguas, homenajeando, con redundancia, su carácter internacional. No deja de ser paradójico que se utilice un texto internacional para un propósito estrictamente nacionalista.
[3] No es imprescindible remitirse al famoso episodio de Hitler y su mítica raza aria como expresión genuina del «pueblo alemán». En España, por ejemplo, hemos visto a políticos como Xabier Arzalluz, del PNV, sacar a relucir el famoso argumento del RH negativo del «pueblo vasco»; así lo expresó hace unos años: «La cuestión de la sangre con el RH negativo confirma sólo que este pueblo antiguo tiene raíces propias, identificables desde la prehistoria como sostienen investigaciones de célebres genetistas». En los últimos años, ha cobrado fuerza lo que se domina «Países Catalanes», constructo levantado a partir no ya de la genética sino de la lengua, y que englobaría a todos los territorios en los que se habla catalán: Cataluña, Comunidad Valenciana, Islas Baleares, La Franja de Aragón, El Carche de Murcia, Andorra, Rosellón (Francia) y la ciudad de Alguer, en Cerdeña (Italia).    
[4] Fernando Savater menciona como los nacionalistas utilizan el término «pueblo» «para nombrar a una entidad superior y eterna que se opone a cada uno de los ciudadanos de carne y hueso, una especie de diosecillo político que siempre tiene razón por encima de ellos y contra ellos: lo importante es lo que quiera el pueblo (es decir, lo que dicen que quiere los que hablan en su nombre), más allá de lo que efectivamente quiere cada cual», ver Política para Amador (1992), Ariel, Barcelona, 1ª edición 2007, Anexo Diccionario del ciudadano sin miedo a saber, citado página 188.
[5] Marco Tulio Cicerón, La República, I, XXV, 39, citado de la edición de Akal, Madrid, 1989, a cargo de Juan María Núñez González. «Res publica res populi, populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus». En ese mismo texto Cicerón dice que la asociación es una «tendencia natural» en los hombres. «No es el humano un género aislado, errante y solitario», apostilla. Aquí hay ecos de Aristóteles y su «zoon politikon».
[6] El pensamiento nacionalista opera más bien al contrario: existe un pueblo o nación como esencia, lo que agruparía historia, lengua, religión, costumbres, etc, que debe ser el fundamento de la unión política, teniendo, por esto mismo, derechos que prevalecen sobre los derechos individuales de los ciudadanos. Así, Fernando Savater escribe: «La doctrina nacionalista pretende que el Estado es la consagración institucional de una realidad «espiritual» anterior y más sublime, la Nación», ver Política para Amador,  citado página 86.
[7] Eduardo Espín Templado, Lecciones de Derecho Político, Tirant lo Blanch, Valencia, 1994, citado página 39.
[8] Por otro lado, tampoco debe sorprendernos que en los textos internacionales se atribuyan derechos a los pueblos. Sin ir más lejos, en el marco de las Naciones Unidas se aprobó una Declaración Universal de los Derechos del Animal, que establece en su artículo 1 que «Todos los animales nacen iguales ante la vida y tienen los mismos derechos a la existencia», algo contra lo que ya argumenté en otra entrada de este blog (ver Los excesos de una ética animal). Otro tanto ocurre con la tendencia de nuestros días que pretende dar derechos a las lenguas. Ni mucho menos está claro que sean los seres humanos los únicos que pueden tener derechos.     
[9] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, en Teoría del neoconstitucionalismo, edición de Miguel Carbonell, Trotta, Madrid, 2007, página 76.
[10] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, citado página 77. El paréntesis es mío. Para el profesor italiano la noción de Estado está hoy en día atravesando una crisis, debido fundamentalmente a que los Estados, dentro de la era de la globalización, han perdido dos de los cometidos que justificaron su aparición en la Edad Moderna: la unificación nacional y la pacificación interna. Según Ferrajoli estas dos funciones ineludibles del Estado «se han vuelto irrealizables a través de la fundación de nuevos Estados»; la globalización, en este sentido, está poniendo de relieve las identidades, peligrosas identidades colectivas, y está recalcando el «carácter artificial de los Estados». Ver Sobre los derechos…, página 77.
[11] Fenómeno que ha sido bautizado como «tribalismo postmoderno». Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, página 78. Esta reducción al absurdo es predicable totalmente en relación a la manera de entender el derecho a decidir: se dice que el derecho a decidir pertenece a un territorio (región o comunidad autónoma, por ejemplo), pero ¿qué obsta para que ese mismo derecho se entienda respecto a mi provincia, mi comarca, mi pueblo (localidad), mi barrio o mi calle?
[12] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, citado página 77.
[13] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, citado página 78. La Resolución 2625 (XXV), de la Asamblea General de las Naciones Unidas, de 24 de octubre de 1970, contempla el derecho de autodeterminación en su vertiente externa únicamente para el caso de colonias o territorios no autónomos. Al mismo tiempo esta Resolución establece que ninguna de sus disposiciones podrá entenderse en el sentido de autorizar o fomentar «cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes».
[14] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, páginas 77-78.
[15] Ver Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, página 78.
[16] Aquí podemos señalar el marco competencial de los artículos 148 y 149 de la Constitución, los Estatutos de Autonomía de las Comunidades Autónomas y la Ley Orgánica 8/1980, de 22 de septiembre, de Financiación de las Comunidades Autónomas (LOFCA), cuyo artículo 1 dispone «Las Comunidades Autónomas gozarán de autonomía financiera para el desarrollo y ejecución de las competencias que, de acuerdo con la Constitución, les atribuyan las Leyes y sus respectivos Estatutos» (ver artículo 156.1 CE).
[17] Eduardo Espín Templado, Lecciones de derecho político, citado página 44.
[18] Idem, citado página 44. El artículo 1.2 de la Constitución deja claro que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». El profesor Espín destaca que nuestro texto constitucional usa de forma algo ambigua las nociones de soberanía nacional y soberanía popular, que no son lo mismo. No obstante, desde la Constitución se da a entender que el pueblo español constituye una nación, lo que haría que su soberanía, pese a estar caracterizada por los rasgos de la soberanía popular, es al mismo tiempo una soberanía nacional. Para las diferencias entre soberanía nacional y soberanía popular, ver Eduardo Espín Templado, Lecciones de derecho político, páginas 41-44.  
[19] Luigi Ferrajoli, Sobre los derechos fundamentales, citado página 78. En el mismo sentido se manifiesta Fernando Savater cuando escribe que los Estados «deberían tender a uniones supranacionales que hagan imposibles los enfrentamientos entre países y resuelvan los grandes problemas comunes de la humanidad», Política para Amador, citado página 87.
[20] La adhesión de los Estados a estas uniones supraestatales suponen, en la práctica, una pérdida de la soberanía, que se cede a la organización internacional. Las pulsiones nacionalistas aprovecharán ese marco para reforzar la defensa a ultranza de «lo nuestro» (identidad, cultura, lengua, etc), amenazado por el «influjo externo». En las últimas elecciones europeas hemos asistido a un auge de los populismos nacionalistas que predican el antieuropeísmo y las manidas identidades, algo preocupante. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario