B)
En segundo lugar, el derecho a decidir
como la quintaesencia de la democracia.
Es frecuente escuchar, desde las huestes de los
partidarios del derecho a decidir, que la democracia se sustenta en este
derecho imprescindible, en este superderecho, más que en ningún otro. «Lo
importante es votar»[1],
sentencian, haciendo gala de una visión reduccionista de la democracia. Se
resalta el positivo valor de los referéndums, los plebiscitos o las consultas,
por ser mecanismos de democracia directa[2];
por canalizar la voluntad personal con la manifestación de la identidad común
de un «pueblo». Lo demás (la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico,
las instituciones y los derechos fundamentales de los ciudadanos), es
secundario. Con estas argumentaciones, da la impresión de que la única elección
válida, la única decisión válida, en cuanto democrática, que vamos a conocer en
España es la derivada de este derecho a decidir creado ex novo; todas las demás elecciones realizadas previamente carecen
de valor en comparación con ésta. Las elecciones anteriores son, más bien,
imposiciones carentes de legitimidad.
Lo que quisiera destacar, a este respecto, es la
interesada, y falsa, contraposición que se ha establecido entre derecho a
decidir (democracia) y la legalidad (ordenamiento jurídico). Hay que votar, hay
que decidir, hacer la consulta, comprobar la voluntad del «pueblo», que «éste»
decida su futuro, aunque eso contradiga la Constitución y el resto del
ordenamiento jurídico. Nuestras normas no pueden ir en contra de nuestra
voluntad (del «pueblo», claro), por lo que las primeras deben ceder el paso a
la segunda en caso de colisión. Esta supuesta oposición ya se trató en la
entrada de este blog titulada Constitución
y democracia: una armonía aparente, cuando se analizó la objeción
democrática a la presencia en las constituciones de normas cuya reforma, por la
vía democrática, requiere condiciones muy gravosas[3].
La objeción se planteaba de esta manera: si nuestro ordenamiento
jurídico-político es democrático, con una Constitución de origen democrático,
¿por qué hay materias, como los derechos fundamentales, que se superprotegen
(atrincheran) en la Constitución, especialmente frente a eventuales mayorías
democráticas? Entonces se dijo que tanto
la democracia como los derechos fundamentales reposaban en la «consideración
del individuo como un sujeto reflexivo, racional, dotado de capacidad para
elaborar una concepción propia de la justicia y de velar por el interés
general, de modo imparcial»[4].
Si la Constitución impone gravámenes, obstáculos, a la decisión democrática es
precisamente para salvaguardar los derechos básicos de los ciudadanos[5],
pero también el propio proceso democrático, que sin esa instancia, esos
límites, puede derogar o dejar sin contenido esos derechos fundamentales,
básicos, en los que se apoya, y acabar autodestruyéndose. Y esto era así porque
el procedimiento democrático dejaba varias cosas sin resolver: primero,
determinar con carácter previo al propio proceso quiénes pueden votar y sobre
qué[6];
y segundo, llevado hasta el extremo, el procedimiento democrático exigiría
mantenerse constantemente abierto, lo que resultaría absurdo desde un punto de
vista práctico[7]. Debe
haber una instancia que zanje estas cuestiones, y no es otra que la
Constitución (o como dirían los defensores del derecho a decidir, la legalidad),
que también es democrática. Así remataba este razonamiento en ese texto: «la
Constitución debe verse, no como una entidad malintencionada que se impone por
la fuerza a los poderes constituidos, sino como una garantía de esos poderes,
en especial de aquel que se expresa mediante la democracia; la Constitución, en
suma, posibilita el inicio del procedimiento democrático, con el elenco de
derechos sustantivos en los que reposa, y lo garantiza incluso frente a sí
mismo». Por lo tanto, no hay una contradicción insuperable entre democracia
(derecho a decidir) y legalidad (ordenamiento jurídico constitucional
democrático) ─como quieren hacernos entender los promotores del derecho a
decidir─ sino todo lo contrario[8].
Geralt. Protecciónlasmanos. Dominio Público. |
En este sentido, un filósofo del derecho de la talla
de Norberto Bobbio, cuando analiza un concepto tan complejo como es la
democracia, en contraste con la autocracia, dejó escrito «se entiende por
«democracia» un conjunto de reglas ─las llamadas «reglas del juego»─ que
permiten la más amplia y más segura participación de la mayoría de los
ciudadanos, ya en forma directa, ya en forma indirecta, en las decisiones políticas,
o sea, en las decisiones que interesan a toda la colectividad»[9].
Citaba un total de tres reglas básicas: primera, «la que establece quiénes
tienen derecho a votar»; segunda, «la que establece que todos tienen derecho a
un voto igual»; y tercera, la que instaura un principio, como por ejemplo, el
de la mayoría[10].
Con ello se resalta la importancia que tienen esas reglas ─legalidad,
Constitución o como lo queramos llamar─ en el devenir de la democracia[11].
El profesor Bobbio no lo puede dejar más claro: «Lo que es indiscutible es que
se necesitan reglas… de procedimiento… a fin de que se pueda llegar a una
deliberación cuando los deliberantes son más de uno»[12].
Y si esto está justificado en lo relativo al procedimiento en sí, mucho más
justificado está en relación con los derechos básicos, fundamentales, en los
que descansa dicho procedimiento. Porque si esos derechos (pensemos en la
libertad de expresión y en la libertad de información, pero también en el
derecho de todos a participar en las decisiones políticas) se alteran o sufren
algún tipo de menoscabo, para todos o para algunos ciudadanos, sólo de manera
eufemística podremos hablar de democracia. Esto, la ruptura de la igualdad
política en derechos de la democracia (resumiendo, ciudadanía), por mucho que
lo quieran enmascarar con una retórica sobre la esencia de la democracia y de
la libertad, es lo que finalmente persiguen los defensores del derecho a
decidir, tanto nacionalistas como no nacionalistas.
La democracia, como han defendido autores como
Norberto Bobbio o Fernando Savater, tiene un carácter subversivo,
revolucionario. Con la constitución del régimen democrático ─gracias a nuestros
padres griegos─ los hombres dejan claro que lo que origina la comunidad
política (polis, Estado) no es la
voluntad divina ni los ancestros de una familia privilegiada, ni la perspicacia
de los sabios, sino el acuerdo de los ciudadanos, libres e iguales; que las
instituciones políticas y las normas jurídicas tienen un origen convencional,
artificial (una obra de arte, al fin y al cabo), y no natural o teológico. El
filósofo turinés dejó escrito que la democracia es subversiva «porque allá
donde llega, subvierte la tradicional concepción del poder, tan tradicional
como para ser considerada natural,
según la cual el poder ─ya se trate de poder político o económico, de poder
paterno o sacerdotal─ va de arriba abajo»[13].
Algo totalmente opuesto a lo que parecería normal o más sensato, acorde con lo
tradicional, antes de la llegada de la democracia, que no sería otra cosa sino que
el poder lo ostentaran los más inteligentes, los más fuertes o aquellos a los
que la divinidad beneficiara, sin importar lo que pensaran los demás. El
profesor Savater sostiene, refiriéndose a los críticos de la democracia, que
«la invención democrática es algo demasiado revolucionario para que sea
aceptado sin escándalo… Lo natural es
que manden los más fuertes, los más listos, los más ricos, los de mejor
familia, los que piensan más profundamente o han estudiado más, los más santos,
los generosos, los que tienen ideas geniales para salvar a los demás, los
justos, los puros, los astutos, los… los que quieras, ¡pero no todos!»[14].
Como se puede observar, la democracia, al situar el origen del poder en la
voluntad de todos los ciudadanos, sin distinción alguna, adquiere un carácter poco
pacífico o acorde con lo tradicional o lo natural; la democracia es, por eso
mismo, un régimen conflictivo, el más conflictivo de todos[15].
Producto de esta igualdad política y jurídica que la democracia preconiza es el
principio de isonomía, por el que
todos los ciudadanos están sometidos a las mismas leyes, de las que son autores
y no solamente sufridos destinatarios[16],
por lo que será la voluntad de esos ciudadanos (y ninguna otra) la que pueda sustituir,
modificar o derogar esas normas; eso sí, no de cualquier manera, sino de
acuerdo al procedimiento establecido para ello por el ordenamiento jurídico,
con las mayorías necesarias. No hace falta traer otra vez a colación lo dicho
sobre la presunta oposición democracia-ley.
Mauriciokell. Puestaenescena. Domino Público. |
Consecuentemente, los promotores del derecho a
decidir, al hacer descansar el protagonismo político en los territorios o en
las regiones[17],
y no en los ciudadanos iguales en derechos y deberes, asumen una posición, en
lo relativo a la democracia, reaccionaria. Sus posiciones suponen una vuelta a
las viejas esencias, naturales o metafísicas, más allá de lo humano, como
fundamento del orden político y jurídico. Donde antes se erigía la voluntad de
los dioses o la primacía de un grupo de hombres, sabios o fuertes, ahora se
sitúa la identidad prepolítica colectiva de un territorio, pueblo o nación (reconocida
en la sangre, la lengua, la religión, la cultura, un pasado glorioso o lo que
sea, o en una mixtura de todo), cocinada al gusto de unos cuantos visionarios[18],
como basamento de la comunidad política, haciendo que la libertad y la igualdad
en derechos y deberes de todas las personas salten por los aires[19].
Y con ello, naturalmente, la propia democracia. Los ciudadanos, en puridad,
desaparecerán y sólo habrá nativos, indígenas[20];
eso sí, debidamente contorneados según el molde de la identidad colectiva
previa. Una posición, la de las identidades colectivas entendidas como esencias
puras, muy del gusto del nacionalismo, una ideología política estrictamente
reaccionaria, negadora del carácter «revolucionario» de la democracia. Volviendo
a Savater, en este debate sobre la democracia, abierto por el «novedoso» derecho
a decidir, asistimos a la pugna entre la «reacción, que
considera la raigambre genealógica como el fundamento de la jerarquía de los
derechos, y el progresismo, cuyas raíces están en el futuro y no en el pasado,
por lo que parten del radicalismo de la igualdad ciudadana ante la ley»[21]. Identidad colectiva
predeterminada frente a ciudadanía participativa basada en la igualdad de
derechos y deberes. Todo un desafío, en el que el progresismo, entendido como
esa igualdad que renuncia a rasgos prefijados de antemano (sexo, lengua,
cultura, religión, etc) como fundamento de los derechos y libertades, se la
juega[22]. Y no está claro que
pueda ganar la partida a la reacción, porque como advierte el filósofo Ramón
Rodríguez «El
discurso político de la identidad ha ganado hoy la batalla y adopta los aires de ser el
“horizonte insuperable de nuestro tiempo”, como hace sesenta años decía Sartre del marxismo»[23]. Los tribalismos
atacan fuerte.
En este triunfo del discurso identitario
nacionalista, que complementa a la perfección al renombrado y «descubierto»
derecho a decidir, han contribuido de manera especial los partidos políticos
denominados «de izquierdas». Lejos han quedado los tiempos en los que Marx y
Engels proclamaron aquello de que «los obreros no tienen patria»[24]
o de que el proletariado no tenía carácter nacional debido al trabajo
industrial[25].
Ahora, en cambio, parece que lo único que va a poder tener el proletariado es,
en sentido estricto, el carácter nacional, la pertenencia a la tribu o pueblo,
el apego al terruño. Estos partidos, en respuesta a la dictadura franquista y
su cursi «España es una unidad de destino en lo universal»[26],
han creído que, conquistada la democracia y la libertad, de lo que se trataba
con el nuevo régimen era de fomentar, promover, casi consagrar, el mayor número
posible de diferencias entre las regiones de España. Contra la homogeneidad
obligatoria y avasalladora de antaño, la diversidad liberadora de la democracia
recuperada. Había que remarcar las diferencias culturales entre los territorios
o regiones al precio que fuera; todo menos que se sospechara que compartimos
algo o que nos parecemos mucho más de lo que parece.
¿Cuáles han sido las consecuencias de todo esto? La primera, que hemos presenciado una complicidad o alianza sin remilgos entre partidos «de izquierdas» y el nacionalismo llamado periférico, una asociación poco fecunda o estéril, como diría Félix Ovejero[27]. Abandonando sus clásicos ideales de republicanismo, de ciudadanía, de progresismo y de igualdad, esta izquierda ha confundido el respeto a las tradiciones, culturas y lenguas (a lo étnico) de los territorios o regiones con su defensa a ultranza o mantenimiento a toda costa, aun en contra de los derechos de los ciudadanos de esos territorios[28], y se ha unido a lo reaccionario, a su opuesto, defendiendo tratos privilegiados para ciertas comunidades autónomas, compartiendo en definitiva tesis nacionalistas. Lo impensable. Por eso este pacto o alianza, además de estéril, de infecundo, es, cabalmente, un sinsentido. «La verdad es que una persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose», ha apuntado con agudeza, en este punto, Fernando Savater[29]. Supuestamente la izquierda siempre ha defendido la igualdad (política y jurídica) de las personas[30], independientemente de su origen, raza, sexo, riqueza o cualquier otra condición personal o social, y no los privilegios o idiosincrasias de los pueblos tomados metafísicamente como entes con personalidad propia e independiente de las personas de carne y hueso. Supuestamente. Y segundo, y derivado de lo anterior, se está fraccionando la ciudadanía política en España en multitud de localismos y tribalismos, que hacen que los ciudadanos se sientan con orgullo miembros de su región o localidad[31], pero no ciudadanos españoles (entendido lo de españoles como ciudadanos iguales en derechos y obligaciones, no como algo históricamente determinado o como una esencia), categoría que pasa a tener un tufillo «facha» (ahora se llama «españolista» a cualquiera que defienda el marco común que es España[32]). Se ha confundido, interesadamente, unidad en lo jurídico con uniformidad en lo cultural. El reforzamiento de las identidades colectivas de las comunidades autónomas o regiones (o nacionalidades), basadas en los aspectos culturales que sean, llevará al reconocimiento de un estatus político (y jurídico) diferenciado para cada una de ellas, que no consentirán que la comunidad vecina ostente los mismos (o más) derechos. ¡Faltaría más! Distinción esencial de territorios y desigualdad práctica y efectiva en derechos y libertades de las personas que habitan esos territorios.
¿Cuáles han sido las consecuencias de todo esto? La primera, que hemos presenciado una complicidad o alianza sin remilgos entre partidos «de izquierdas» y el nacionalismo llamado periférico, una asociación poco fecunda o estéril, como diría Félix Ovejero[27]. Abandonando sus clásicos ideales de republicanismo, de ciudadanía, de progresismo y de igualdad, esta izquierda ha confundido el respeto a las tradiciones, culturas y lenguas (a lo étnico) de los territorios o regiones con su defensa a ultranza o mantenimiento a toda costa, aun en contra de los derechos de los ciudadanos de esos territorios[28], y se ha unido a lo reaccionario, a su opuesto, defendiendo tratos privilegiados para ciertas comunidades autónomas, compartiendo en definitiva tesis nacionalistas. Lo impensable. Por eso este pacto o alianza, además de estéril, de infecundo, es, cabalmente, un sinsentido. «La verdad es que una persona de izquierdas puede simpatizar con el nacionalismo, desde luego, pero sólo como un cura puede ser ateo: contradiciéndose», ha apuntado con agudeza, en este punto, Fernando Savater[29]. Supuestamente la izquierda siempre ha defendido la igualdad (política y jurídica) de las personas[30], independientemente de su origen, raza, sexo, riqueza o cualquier otra condición personal o social, y no los privilegios o idiosincrasias de los pueblos tomados metafísicamente como entes con personalidad propia e independiente de las personas de carne y hueso. Supuestamente. Y segundo, y derivado de lo anterior, se está fraccionando la ciudadanía política en España en multitud de localismos y tribalismos, que hacen que los ciudadanos se sientan con orgullo miembros de su región o localidad[31], pero no ciudadanos españoles (entendido lo de españoles como ciudadanos iguales en derechos y obligaciones, no como algo históricamente determinado o como una esencia), categoría que pasa a tener un tufillo «facha» (ahora se llama «españolista» a cualquiera que defienda el marco común que es España[32]). Se ha confundido, interesadamente, unidad en lo jurídico con uniformidad en lo cultural. El reforzamiento de las identidades colectivas de las comunidades autónomas o regiones (o nacionalidades), basadas en los aspectos culturales que sean, llevará al reconocimiento de un estatus político (y jurídico) diferenciado para cada una de ellas, que no consentirán que la comunidad vecina ostente los mismos (o más) derechos. ¡Faltaría más! Distinción esencial de territorios y desigualdad práctica y efectiva en derechos y libertades de las personas que habitan esos territorios.
Nemo. Personasgrupo. Dominio Público. |
De ahí que no sorprendan las dos tibias respuestas
que desde la izquierda política se da al planteamiento del derecho a decidir, o
derecho a realizar consultas al «pueblo», desde los nacionalismos
secesionistas:
1)
Asumiendo abiertamente el derecho a
decidir como derecho a la autodeterminación, en el sentido de derecho a la
secesión o creación de un nuevo Estado, de esos pueblos por medio de consultas.
Aquí se sitúan fuerzas como IU, ICV, Compromís o la reciente Podemos[33].
No deja de ser contradictorio, por no decir ridículo, la aseveración que hacen
algunas de estas fuerzas políticas, como IU, de que, en caso de que la consulta
o el derecho a decidir tuviera lugar, su opción se decantaría por el «no» a la
secesión. Quieren dar a entender, quizá ingenuamente o por cálculo electoral,
que la pretensión del reclamado derecho a decidir para una comunidad autónoma
es la plasmación de la genuina democracia, obviando su verdadera e indiscutible
finalidad: lograr apartar al resto de ciudadanos de España de una elección que
también les pertenece, al margen de que gane el «sí» o el «no»[34]
sobre la ansiada independencia o secesión. Es más, lo que se decida en la eventual
consulta ni siquiera interesa a los partidarios del derecho a decidir, como
prueba la creación de órganos asesores cuyas funciones son, claramente, diseñar
las instituciones de un futuro Estado independiente[35].
La decisión, por tanto, ya está tomada desde hace tiempo; algo muy respetuoso
con la «voluntad soberana del pueblo», dicho con ironía.
2)
Negando el derecho a decidir tal y como
está planteado, pero proponiendo como alternativa una reforma «federal» de la
Constitución de 1978 que logre el encaje de todos los territorios en España. Se
argumenta que, a pesar de que todos los territorios están (o deberían estar) en
la misma posición política, hay algunas comunidades o regiones con
«singularidades» que deben ser recogidas en el texto constitucional para que no
haya problemas de convivencia[36].
Esta es la posición del PSOE, que abandera, en teoría, un modelo federal para
España. Sin embargo, esta propuesta es, desde la perspectiva de lo que es el
Estado federal y en términos coloquiales, un «engañabobos». En un Estado federal
lo que prima es la unión (la Federación) de todos los miembros que forman parte
del Estado, y no las reclamaciones o exigencias de cualquiera de ellos[37].
El Estado federal no es como esas almohadas maravillosas que se adaptan a la anatomía
de cada persona; al contrario, en este caso son los miembros los que, uniéndose
federalmente, deciden sujetarse a un ordenamiento jurídico común, sobre la base
de una igualdad política y jurídica, al que dan prioridad frente a lo
particular. Es más, en el Estado federal se tiende a una igualación entre los
que forman parte del mismo (sean Estados o comunidades), a pesar de que eso pueda
suponer que los miembros de más entidad (económica, demográfica, etc) vean
rebajado su peso político[38].
Aludir, en este contexto, a «singularidades» de comunidades autónomas o
regiones no es otra cosa que volver a traer a colación el tema de las identidades
colectivas predeterminadas y a exigir derechos sólo para algunos (los nativos);
en pocas palabras, plasmar constitucionalmente una radical desigualdad según se
viva en un sitio o en otro. Porque, ¿cómo se compatibiliza el principio de que
«todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier
parte del territorio del Estado» (artículo 139.1 de la Constitución), principio
muy federal, con el trato diferenciado o singularizado en cuanto a competencias
hacia una comunidad autónoma? Como se puede ver, esta posible reforma es todo
lo contrario de lo que sería un Estado federal, por muy «políticamente correcto»
que sea en estos tiempos hablar de federalismo[39]
y de singularidades o identidades. Y, en suma, todo lo contrario a una
democracia que establezca la igualdad de todos ante la ley[40].
[2] Un famoso entrenador de futbol
ha protagonizado recientemente un spot publicitario en el que, textualmente, dice que la máxima
expresión de la democracia es un referéndum. El profesor Espín define
referéndum como «votación popular sobre la aprobación o abrogación de un texto
normativo o sobre cualquier decisión política». El segundo tipo es el que se
conoce como plebiscito, que es el contemplado en el artículo 92 de la
Constitución, cuyas características son su carácter discrecional (no es
obligatoria su convocatoria) y consultivo (no es vinculante su resultado). Ver Lecciones de derecho político, páginas
55-59, citado p. 55.
[3] El nuevo «derecho a decidir»
ocuparía el lugar de la objeción democrática, mientras que la Constitución
sería sustituida por la genérica «legalidad». Así se mantendría la
contraposición.
[4] Ver Constitución y democracia: una armonía aparente, en este blog.
[5] Para Juan Carlos Bayón uno de
los rasgos de la idea de derechos básicos en la filosofía moral y política
contemporánea es que «los derechos básicos constituyen límites infranqueables
al procedimiento de toma de decisiones por mayoría». Estos derechos básicos son
lo que Ronald Dworkin denominó «cartas de triunfo» del ciudadano frente a las
eventuales mayorías, o en España ha sido calificado por Ernesto Garzón como
«coto vedado». Ver Juan Carlos Bayón, Derechos,
Democracia y Constitución, en Neoconstitucionalismo(s),
edición de Miguel Carbonell, Trotta, Madrid, 2005, citado página 211.
[6] A este respecto, en Constitución y democracia: una armonía
aparente se puede leer: «Estas cuestiones son, como dice Laporta,
anteriores al propio proceso y no pueden ser resueltas satisfactoriamente por
este mismo proceso. Intentar resolver estos problemas desde una perspectiva
democrática llevaría a un absurdo: deberíamos votar para saber sobre qué
debemos votar y para saber quién debe votar. Este no es el camino idóneo. Si
algo sabemos es que vota aquella persona que tiene derecho al voto, lo que
equivale a tomar en consideración un texto, una instancia, que determina
previamente al proceso democrático estas cuestiones. Y ese texto o instancia no
es otro que la Constitución, que debe prevalecer por encima de la democracia
precisamente para desechar cualquier duda de este género sobre la participación
en las decisiones colectivas».
[7] Francisco Laporta sostiene que
la objeción democrática puede ir «demasiado lejos» y ser «presa de su propia
lógica»: «si la objeción democrática, al fin y al cabo, lo que reclama es la
plena participación en todas las decisiones colectivas (sea la Constitución o
las propias leyes) de todos aquellos que se van a ver involucrados, entonces
nos encontraremos con que cada día alguien accede a ese derecho a decidir, y,
en consecuencia, si no queremos ser injustos con él deberemos reabrir el
proceso para que su voz sea tenida en cuenta, con lo que el proceso nunca
concluiría y esas decisiones nunca se podrían tomar». Ver la entrada Constitución y democracia: una armonía
aparente. Como curiosidad, en ese trabajo yo citaba el «derecho a decidir»,
pero, obviamente, como un derecho del individuo y no como el derecho de una
comunidad autónoma, un territorio o un «pueblo».
[8] En Constitución y democracia… citaba las palabras de Luis Prieto y
Francisco Laporta, en apoyo de esta tesis (notas 29 y 35). Juan Carlos Bayón
destaca que «… si se maneja un concepto más rico y matizado de democracia ─de manera que ésta
incluya o presuponga ya derechos básicos─, no sólo no habría un conflicto
esencial entre ella y el constitucionalismo, sino que éste sería la forma
institucional de la genuina democracia». Ver Juan Carlos Bayón, Derechos, Democracia… citado página 214. Con todo, hay que dejar
constancia de que Bayón se muestra crítico en dicho trabajo con estas argumentaciones
habituales que, desde el constitucionalismo, se realizan a la objeción
democrática para justificar la primacía de la Constitución.
[9] Ver Norberto Bobbio, ¿Qué alternativas a la democracia
representativa?, recogido en el volumen ¿Qué
socialismo?, Plaza y Janés, Barcelona, 1986, citado página 84.
[10] Ver Norberto Bobbio, ¿Por qué democracia?, en el volumen ¿Qué socialismo?, citado página 126.
[11] Bobbio señala otras tres reglas
complementarias: existencia de una pluralidad de opciones políticas; capacidad
de los ciudadanos de poder elegir entre distintas alternativas; y, por último,
respeto a las minorías, para que puedan confrontar con la mayoría y ser, en un
futuro, una nueva mayoría. Ver ¿Por qué
democracia?, página 127, y ¿Qué alternativas a la democracia
representativa?, página 84.
[12] Ver Norberto Bobbio, ¿Por qué democracia?, en el volumen ¿Qué socialismo?, citado página 126. Para
Juan Carlos Bayón, siguiendo a Jeremy Waldron, «toda regla de decisión
colectiva última, so pena de incurrir en regreso a infinito, tiene que ser estrictamente procedimental», puesto
que, si se pone algún límite sustantivo, esta regla terminaría reproduciendo
«en su interior el desacuerdo mismo que hizo necesario recurrir a ella y
reclamaría inevitablemente un procedimiento
suplementario para tomar decisiones en lo concerniente a dicho desacuerdo».
Así llegaríamos al infinito. Ver Juan Carlos Bayón, Derechos, Democracia… citado páginas 217-218. Cursivas del
autor.
[13] Ver Norberto Bobbio, ¿Qué alternativas a la democracia
representativa?, citado páginas 97-98. Cursiva mía.
[14] Ver Fernando Savater, Política para Amador, citado página 65.
Cursivas del autor.
[15] Savater muestra como los
adversarios de la democracia hacen la equiparación de que el gobierno de todos
es, a la postre, el gobierno de los peores. Ver Política para Amador, páginas 63 y siguientes. El filósofo español
cita a famosos oponentes de la democracia, como Sócrates o Platón, a los que se
podría sumar muchos más, como Aristóteles, Cicerón, o, ya en la modernidad,
Nietzsche y Carl Schmitt.
[16] En su artículo La recuperación de la política, Santiago
Sastre expone que se ha consolidado la idea de que el valor de la democracia se
asienta en dos principios: el principio de autogobierno, «ya que los ciudadanos
se someten a las leyes que ellos mismos han establecido», y el principio de
igualdad, «pues el voto de cada participante tiene el mismo valor», en Claves de Razón Práctica, nº 153,
octubre 2005, páginas 30-41, citado página 30.
[17] Es curioso verificar como los
que apuestan por el derecho a decidir, expuesto con las connotaciones actuales,
personalizan los territorios: «Generamos debate,
conversamos y explicamos a la gente las razones por las que Catalunya tiene
derecho a decidir su futuro», se puede leer en una reciente noticia («Queremos un Estado, pásalo») en
el diario Público. El derecho a
decidir, en realidad, pertenece a Cataluña (o a cualquier región); de forma
consciente o no, es lo que se da a entender. Los territorios, las regiones o
los «pueblos», entendidos como una entidad distinta y separada de las personas
que los componen, son los sujetos políticos. Los ciudadanos que habitan esos
territorios o forman esos pueblos pasan, lamentablemente, a un segundo nivel,
en el mejor de los casos.
[18] El filósofo Ramón Rodríguez, en
un magnífico artículo, destaca que la identidad es «el
conjunto de rasgos que caracteriza a una persona y que la identifica y, por
tanto, la distingue, frente a las demás». Resumiendo, algo aplicable en rigor a
las personas de carne y hueso, y a nada más. No obstante, la «triquiñuela» de movimientos
como el nacionalismo es atribuir «esa misma identidad a entidades abstractas
como las naciones y, así, cualquiera de ellas es definida por un conjunto de
rasgos (lengua, costumbres, hechos históricos significativos) que las
identificaría y distinguiría de las demás». Ver Ramón Rodríguez ¿Justicia o privilegio? La base filosófica
del discurso nacionalista de la identidad, El Confidencial,
9/2/2014. También ver Fernando Savater, Política
para Amador, páginas 167-170.
[19] Ramón Rodríguez ha señalado que
«el resultado inevitable al que tiende la política nacionalista de la identidad
es a introducir diferencias en ese nivel básico de la ciudadanía, haciendo que
la identidad actúe como un filtro de la condición ciudadana, que establece
requisitos y aporta beneficios en virtud de la pertenencia a ella», en ¿Justicia o privilegio…
[20] Fernando Savater ha escrito un
artículo llamado ¿Ciudadanos o nativos?,
que aparece en la revista Claves de Razón
Práctica, nº 233, marzo/abril 2014.
[21] Fernando Savater, Tribulaciones democráticas, El País, 12/04/2014.
[22] A este respecto, Savater escribe
«intentar un modelo de sociedad que, sin aniquilar ni menospreciar las pertenencias
de las que venimos, facilite al máximo y para la mayoría el juego participativo
ha sido el mejor esfuerzo progresista de la política en la Edad Moderna.» Ver El valor de elegir, Ariel, Barcelona,
2003, citado página 145. En el mismo sentido, Savater cita las palabras de
Michael Ignatieff, de su libro El honor
del guerrero, que escribe «lo que mantiene unida a una sociedad no es la
religión común, la raza, la etnia, la lengua o la cultura, sino un acuerdo
normativo respecto al imperio del derecho y la creencia de que somos individuos
iguales y portadores de los mismos derechos», citado página 147. Esperemos que
no se quede sólo en una creencia.
[23] Ramón Rodríguez, ¿Justicia o privilegio…
[24]Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto Comunista, Alianza Editorial,
2008, introducción y traducción de Pedro Ribas, citado página 65 (Proletarios y comunistas).
[25] Idem, página 55 (Burgueses y
proletarios).
[26] Recogido en el punto I de la Ley
de Principios del Movimiento Nacional, de 17 de mayo de 1958, que textualmente
decía «España es una unidad de destino en lo universal. El servicio a la
unidad, grandeza y libertad de la Patria es deber sagrado y tarea colectiva de
todos los españoles».
[27] Félix Ovejero ha escrito un
libro que lleva por explícito título La
trama estéril: izquierda y nacionalismo, Intervención Cultural, 2011, 384
páginas, en el que aborda esta cuestión de manera detallada y lúcida. Otro
libro de este autor: Contra Cromagnon:
nacionalismo, ciudadanía y democracia, Intervención Cultural, 2006, 284
páginas.
[28] Un ejemplo de ello es la famosa
«inmersión lingüística» que se practica en Cataluña.
[29] Ver Política para Amador, citado página 177.
[30] Para Norberto Bobbio la
distinción fundamental entre derecha e izquierda se sitúa en la diferente
importancia que dan ambas a la idea de igualdad: la primera tiende a considerar
las desigualdades como algo natural y, en consecuencia, dignas de conservarse;
la segunda entiende las desigualdades como algo social y, por tanto, algo
eliminable. Ver Norberto Bobbio, Derecha
e izquierda, (1995) Suma de Letras, 2000, traducción de Alessandra Picone, páginas
133-149.
[31] «No ha sido cosa de un día ni de
un mes, sino de décadas de desidia que han fragmentado la conciencia ciudadana,
reforzando cualquier diferencia del vecino como legítima y deslegitimando en
cambio cualquier reivindicación unitaria como reaccionaria», Fernando Savater, ¿Ciudadanos o nativos?
[32] «En este país ─ ¡ay, Larra! ─ se puede ser vasco, catalán,
andaluz o extremeño sin problemas pero difícilmente español. Los españoles son
en realidad españolistas», Fernando Savater, La selección españolista (El
País, 4/12/2012). Este filósofo destaca como la palabra «españolista»
tiene, para los que la han acuñado, unas connotaciones de «enemigo del pueblo»,
de totalitario.
[33] En IU, Joan Josep Nuet ha dicho
que el derecho a decidir «pertenece a los
demócratas y a la democracia, y por eso lo defendemos los que no somos
nacionalistas e independentistas» (ver noticia),
y José Luis Centella se ha mostrado favorable a una «ley de consultas que permita el derecho a decidir del pueblo catalán»
(ver entrevista). Por ICV, Joan Herrera es uno de
sus más firmes paladines. La formación Podemos también se ha mostrado a favor de
este derecho, en palabras de su mediático líder: «Cataluña deberá ser lo que los
catalanes y las catalanas entiendan que deba ser». Para todos ellos el derecho a
decidir es la esencia de la democracia.
[34] Savater ha definido,
certeramente, el derecho a decidir como el «derecho a prohibir al resto del
país que decida sobre algo que también es políticamente suyo» (Tribulaciones democráticas) o como «el
derecho a exigir que los demás no intervengan en las decisiones sobre lo que
consideran territorio exclusivamente propio» (¿Ciudadanos o nativos?). El resultado, por tanto, da igual, es
indiferente, como dice cierto cántico etílico típico de las fiestas populares: aunque
el nacionalismo no consiga su pretensión de crear su propio Estado
(independencia), si se celebra la consulta en los términos propuestos en la
actualidad, habrán conseguido su principal objetivo, que no es otro que
conseguir su «coto particular», su «parcelita» de la que ellos son únicos
propietarios, con sus derechos exclusivos y excluyentes, orillando al resto de
ciudadanos españoles. Esa desigualdad es lo peor que puede ocurrir en nuestra
sociedad.
[35] Es el
caso del Decreto 113/2013, de 12 de febrero, de creación del Consejo Asesor
para la Transición Nacional, órgano colegiado de apoyo al Gobierno de la
Generalitat de Cataluña, entre cuyas funciones está «Asesorar al Gobierno sobre la identificación de las estructuras
estratégicas para el funcionamiento futuro del Gobierno y de las instituciones
catalanas» y «Proponer actuaciones e impulsar la difusión del proceso de
transición nacional entre la comunidad internacional e identificar apoyos», ver
artículo 2.
[36] El discurso sobre la «singularidad»
de Cataluña ha sido defendido públicamente, entre otros, por José Luis
Rodríguez Zapatero, ex presidente del Gobierno (ver noticia), y por el actual secretario
general del PSOE, Pedro Sánchez, quien ha llegado a decir que «la Constitución
Española que nosotros queremos reformar debe reconocer la singularidad de la
nación catalana, debe reconocer sus competencias exclusivas en materia
económica, en materia cultural, lingüística, y un trato específico, singular,
en materia de financiación autonómica» (ver vídeo).
Después remató la faena diciendo que cree «en las singularidades de todas y
cada una de las comunidades autónomas», apostando por un régimen fiscal
específico para todas las comunidades. ¡Fiscalidad a la carta!
[37] Según Eduardo Espín en el Estado
federal «el peso político decisivo ha pasado ya de los miembros integrantes al
Estado compuesto, a la Federación». Sobre el Estado federal, ver Lecciones de derecho político, páginas
71-74, citado página 71.
[38] «El fundamento de esta
igualación es un tributo al principio de igualdad entre Estados soberanos que
en un momento deciden constituir una Federación, y conserva el objetivo
político de evitar una excesiva desigualdad de peso político interno entre los
Estados de la Federación, aunque ello suponga una ponderación a la baja de la
importancia relativa de los Estados de mayor entidad», ver Eduardo Espín, Lecciones de derecho político, citado
página 72.
[39] Muchas de las propuestas de los
partidos políticos están guiadas por lo «políticamente correcto», lo que hace que ciertas ideas estén cargadas
de un valor positivo y otras de un valor negativo. «Federalismo», por ejemplo,
es una idea positiva (aun cuando los que lo sostienen pretenden, en algunos
casos, lo contrario de lo que es un Estado federal, como se está analizando),
mientras que «centralismo» es una palabra horrible, censurable (aun cuando lo
que se pretenda es un objetivo tan loable como mantener la igualdad entre
ciudadanos). Del mismo modo, por poner otro ejemplo, abogar en estos tiempos
por los derechos de los animales es algo «políticamente correcto», como bien señala
Víctor Gómez Pin en El hombre, un animal
singular: aunque el ciudadano corriente y moliente ignore el significado de
la expresión «derechos de los animales», su ánimo es proclive a aceptar, como
positivo, como éticamente aceptable, todo aquello que redunde en beneficio de
los animales, aunque, a la postre, signifique una disminución de libertad para
los animales humanos.
[40] En este sentido, Eduardo Espín
remarca que «un sistema federal sólo puede funcionar en un contexto
democrático», ver Lecciones de derecho
político, citado página 73.
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