domingo, 31 de agosto de 2014

Dos tramos de escalera

En esta entrada presento un cuento de un amigo, José Antonio Rodríguez-Tembleco (por supuesto, con su permiso), que ganó una de las ediciones del desaparecido concurso "Cuéntame un cuento", la de 2004, que organizaba la concejalía de cultura del Ayuntamiento de Yepes. Aficionado a la literatura, ha recibido la llamada de las musas en muchas ocasiones. Una muestra de lo que podríamos llamar "literatura yepera", dicho sin maldad. 


Jodylehigh. Escaleras. Dominio Público.

DOS TRAMOS DE ESCALERA

Fue la curiosidad, sí. Ella fue la culpable de esto como lo ha sido de tantas y tantas desgracias. Mi madre siempre me recordaba que fue esa misma curiosidad la que llevó a mi padre a marcharse de casa. Curiosidad por otros lugares, por otras mujeres…

Esa curiosidad me empujó a pensar qué es lo que mamá guardaba en el desván para que me estuviera prohibido acercarme a él. Siempre, de pequeño, imaginaba que en ese desván habitaban todos los seres de leyenda que mi madre nombraba con la intención de que el miedo pudiera con esa curiosidad tan extendida en mi familia.

Pero cuando creces esos seres se desvanecen de tu memoria como una tormenta veraniega, pero la curiosidad sigue ahí. Varias veces había necesitado hacer acopio de voluntad para no romper la promesa que le hice a mi madre de no subir esos dos tramos de escalera, para vencer esa curiosidad tan singular en los hombres y acentuada en mi familia.

Pero ya no podía soportarlo. Esa curiosidad me comía por dentro, no podía dormir, apenas si prestaba atención a mis tareas rutinarias y lo que es peor, iba en aumento. Llegué a la conclusión de que mi salud dependía única y exclusivamente de averiguar que escondía mi madre en el desván, detrás de una puerta que nunca había visto.

Fue hace un momento, pero parece que han pasado días. Me levanté en medio de la noche, impulsado por un mal sueño. Fui hacia el baño para despejarme un poco y, sin saber cómo, me encontré enfrente de los dos tramos de escalera que tantas vueltas daban en mi cabeza.

No entendía por qué, ya que para ir al baño había otros caminos más cortos, pero creo que fue esa curiosidad que me estaba destrozando la que me llevó allí. La entrada hacia las escaleras era fría, tanto que daba la sensación de que el calor que traía consigo el verano en curso se había desvanecido dando paso a un increíble frío, un frío que te llegaba desde los rincones más ocultos de la antigua casa y que penetraba en el cuerpo como cuchillas afiladas, llegando hasta el mismo alma.

Supuse que esto sería suficiente para apaciguar mi curiosidad, pero esa sensación de ahogo se hacía más intensa ahora que tenía tan cerca lo que mi subconsciente deseaba desde hacía mucho tiempo. Resuelto a continuar, alargué el brazo hasta la llave de la luz y la accioné. No se encendió, aunque no me sorprendió, ya que esta parte de la casa era al menos de la época victoriana, y nadie se había molestado en hacer unos cuantos arreglos, tales como pulir las viejas escaleras de madera o arreglar el sistema eléctrico.

Aún así, me di cuenta que con el mismo brillo de la Luna podía ver lo suficiente para subir sin tropezar; además, la luz eléctrica podría alertar a mi madre, que supuestamente dormía tranquila en su dormitorio.

Decidido a acabar ya con el suplicio, subí el primer escalón. Cuando apoyé el peso de mi cuerpo un chasquido salió de la madera, como si se quejara de dolor por tener que volver a trabajar después de años sin hacerlo. El sonido era apagado, pero con el silencio que reinaba alrededor llegué a temer que mi madre lo hubiera oído. Esperé, temeroso, oír una fuerte reprimenda desde la habitación de mi madre, pero no ocurrió nada. Aliviado, y con un renovado valor al creer, iluso de mí, que la suerte estaba de mi lado, seguí subiendo. La escalera se quejaba a cada peldaño que subía. La poca luz que entraba desde un ventanal dejaba ver claramente la capa de polvo que cubría los escalones. Eso me asustó un poco, ya que deduje que mis huellas habían quedado impresas en la susodicha capa, de manera que a la mañana siguiente me delatarían. Volví la cabeza lentamente, asustado como un niño que rompe un jarrón y no sabe como arreglarlo… pero para mi sorpresa mis huellas no estaban allí: la capa de polvo estaba inalterada, como si nadie la hubiera pisado. Eso me tranquilizó en cierto modo; si bien no dejaba de inquietarme que ninguna huella hubiera quedado impresa.

Entonces el miedo empezó atacarme, el verdadero miedo, ese que poca gente siente verdaderamente; el que te ataca desde lo mas recóndito de tu ser y se expande a una velocidad tan vertiginosa que crees que vas a perder la razón.

Comencé a sentir nauseas, y un mareo tremendo acudió a mi cabeza de tal forma que a punto estuve de caer escaleras abajo. Logré agarrarme a la barandilla y aguanté mi peso con la otra mano sobre la pared. El contacto con ésta era húmedo, frío, como si algo estuviera fluyendo de ella, pero la poca luminosidad con que contaba no me dejó ver de que se trataba.

Pero al final la curiosidad venció al miedo, y reemprendí la marcha. Llegué al rellano entre las dos escaleras, e intenté inhalar una bocanada de aire limpio para tranquilizarme. El aire que inhalé me hizo tambalearme de nuevo, ya que estaba viciado; olía a podredumbre, olía a muerte…

Me di cuenta que el segundo tramo no contaba con luz alguna, de manera que si quería seguir adelante debía ser en la oscuridad, en una total y desesperante oscuridad.

Pero ya había llegado hasta allí y no podía ir marcha atrás. Empecé a subir, palpando la pared y la barandilla al mismo tiempo. Para mi sorpresa los escalones no crujían en este tramo, quizás porque la madera no se había secado al no llegar ningún tipo de luz, o quizás porque no eran de madera, o tal vez…

Mi cabeza empezó a divagar entre pensamientos terribles. Es increíble cómo el miedo te hace recordar todo aquello que puede servir a sus propósitos. Empecé a temblar violentamente, tanto por el frío como por el pánico que empezaba a anteponerse a la curiosidad. Intenté girar hacia atrás, con la lección aprendida y con ganas de que la tibieza de la noche veraniega rozara mi piel para así calentarme tanto física como espiritualmente; pero la oscuridad era total, ya no se veía el primer tramo de escalera, ni se veía el rellano donde casi tropecé por segunda vez; sólo me quedaba seguir adelante, encontrar el final de la escalera, y en este lugar, tratar de encontrar un atisbo de luz para orientarme.

Intenté subir los peldaños que me quedaban lo más rápido posible, pero mi cuerpo ya no respondía como me hubiera gustado. Empecé a subir lentamente, ahogado por la falta de aire puro y por un miedo que ya cubría todo mi ser. Maldije el momento en que se me ocurrió subir a este antro, maldije mi temeridad al no haber obedecido a alguien que seguro sólo intentaba evitarme esto, maldije a esa estúpida curiosidad…

Cuando me hallaba casi sin sentido por el miedo y pensaba que perdería la razón de un momento a otro, mi mano tocó el final de la escalera. El sonido de unos goznes chirriando me devolvió a la realidad. Había llegado a una puerta, y para mi sorpresa estaba abierta…

De la pequeña abertura que había, debido al pequeño empujón que propiné a la puerta, salía algo de luz, no lo bastante para alumbrar los tramos de escaleras, pero sí para poder orientarme lo suficiente en mi regreso escaleras abajo. Pero en ese momento el miedo cedió terreno, y la curiosidad volvió a apretarme el cuerpo. Ya había llegado hasta allí, y no sería en vano. No había sentido tanto miedo y locura como para volver sobre mis pasos sin mi ansiada recompensa; de forma que empujé la puerta poco a poco. Los goznes chirriaron como gritos de terror en la oscuridad; la puerta se abrió.

Sólo tenía que asomarme para ver qué había dentro, sólo tenía que reunir las últimas fuerzas que me quedaban y atravesar ese pequeño quicio, de forma que intenté relajarme y atravesé el umbral…
  
¡Maldita curiosidad, maldita sea! ¡Cuántas veces la curiosidad humana había acabado en tragedia!¡Cuántas veces me dijeron que no subiera esos dos tramos de escalera por nada del mundo!

Al menos en ese momento algo de felicidad se impuso al miedo. Me di cuenta de que mi madre sabía el motivo por el cual me avisaba continuamente que la curiosidad debida a mi procedencia por parte paterna me podía traer problemas. La exigua luz que había en el entorno no era natural, e incluso asustaba más que la propia oscuridad. Con la poca cordura que me quedaba alcancé a divisar el reloj que le había regalado en uno de sus cumpleaños. Entonces supe con certeza lo que mi interior ya me decía desde el quicio de la puerta.

Un tremendo ruido estalló detrás de mí, las escaleras se quejaban más que nunca con un crujido que helaba la sangre. Cientos de lamentos empezaron a atormentarme la cabeza, lamentos y sollozos que nunca sabré si fueron reales o productos de mi destrozada mente.

Una sacudida recorrió todo mi cuerpo de una manera violenta. El ruido que venía de la escalera era más intenso, y se acercaba cada vez más. Los lamentos y sollozos eran cada vez más espeluznantes, de forma que casi no podía oír otra cosa. Sabía que lo que subía por las escaleras llegaría en cualquier momento, y que ya no había marcha atrás.

Al final, la curiosidad ganó, y a un alto precio. Supongo que era preferible así que no haber seguido con ese sufrimiento que cada día me impedía ser yo mismo.

La curiosidad pudo conmigo, igual que pudo con mi padre, igual que lo devoró a él…

Al menos comprendí que mi padre nunca me abandonó, que él nunca se fue. Al menos no yacería sólo, sino que mi cadáver y el de mi padre se harían compañía por siempre…  y para siempre…

JOSÉ ANTONIO RODRÍGUEZ-TEMBLECO GÁLVEZ

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