A primera vista, la
expresión “ética animal” puede parecer un oxímoron; esto es, una contradicción
en los términos. Si se considera que la ética es un asunto típicamente humano,
o más bien exclusivamente humano, hablar de ética animal como algo propio de
los animales, propio de su condición, se antoja como una floritura poética, un
préstamo que los humanos hacemos al resto de los animales para que se nos
parezcan más. Sin embargo, la propagación que la ideología animalista, o
movimiento animalista, ha vivido en los últimos años está haciendo más
frecuente escuchar cosas como “derechos de los animales” o “ética animal”; en
su terminología, una ética más allá de la humanidad, más allá de la especie (se
entiende, humana). No en vano este movimiento ha constituido asociaciones y
partidos políticos que llevan la defensa de los derechos de los animales como
programa político a aplicar desde las instituciones.
¿Qué implica aceptar que
realmente existe la “ética animal”, la ética propia de animales? Indudablemente,
que se considere que los animales no humanos son sujetos morales del mismo modo
que los animales humanos. Sujetos, y por tanto no objetos, capaces de ser
portadores de derechos en un plano de igualdad respecto a los demás sujetos.
Junto a esto, sería obligado reconocer que estos sujetos morales, los animales
no humanos, también son aptos para sostener intereses fundamentales como, por
ejemplo, no ser privados de sus vidas, de su libertad o de su integridad. ¿En
qué se apoya la ideología animalista para defender esta postura? De forma
prioritaria, y siguiendo a Peter Singer y su Liberación Animal, en la capacidad de sufrir y disfrutar de los
animales no humanos. Este filósofo utilitarista, partiendo de la obra de Jeremy
Bentham, estableció que a la hora de considerar a los animales no humanos lo
relevante no era si podían pensar o hablar, sino si podían sufrir. Por
consiguiente, es esta capacidad de sufrir (más desarrollada en aquellos
animales con sistema nervioso central), y ninguna otra, la que determina que
los animales no humanos deban tener derechos, puesto que en el plano del
sufrimiento padecen como los animales humanos; al mismo tiempo, debido a su
capacidad de sufrimiento y disfrute, los animales no humanos van a ser sujetos
aptos para tener preferencias, deseos y, claro está, intereses como los
anteriormente indicados (o incluso más). En definitiva, todos los animales nos
igualamos en el sufrimiento; «todos los animales son iguales», que diría
Singer.
Openclips. Rana. Dominio Público. |
No se negará aquí la
coherencia, desde sus premisas, de este planteamiento, mas, ¿es suficiente esta
capacidad para reconocer a los animales no humanos la posibilidad de ser
sujetos éticos? A mi modo de ver, no. Que los animales no humanos pueden sufrir
y disfrutar es algo que está fuera de toda duda, por poco que se haya convivido
con algún animal. Es una constatación que nos viene marcada por nuestra constitución
de seres orgánicos. Pero dicha constatación no nos puede servir para
fundamentar una consideración ética de los animales. ¿Por qué? Porque orilla
precisamente lo que es la dimensión ética, exclusiva del ser humano; esto es, para
establecer una continuidad entre animales humanos y no humanos, se deja de lado
todo lo relacionado con la libertad asociada al uso de la razón, con la
capacidad de elegir propia y exclusiva del ser humano, del animal humano si se
quiere. El ser humano está sometido a condicionamientos naturales, como el
resto de animales, pero a diferencia de los demás es un ser activo, práxico, que puede actuar al margen, y también en contra, de lo indicado por la
necesidad biológica y el instinto; de ahí que sus acciones puedan ser valoradas
como buenas o malas, correctas o incorrectas, justas o injustas; de ahí que
pueda ser responsable de las mismas. «El ser activo no obra sólo a causa de la
realidad sino que activa la realidad misma, la pone en marcha de un modo que
sin él nunca hubiera llegado a ocurrir», escribe Fernando Savater en El valor de elegir. Esta posibilidad racional
de distanciarse de lo marcado por nuestro programa biológico, posibilidad de
ser en parte agentes de nuestras acciones y no sólo pacientes, de ser en cierta
manera libre, es lo que se llama
actitud ética, que únicamente se da entre los humanos. El mismo Savater define
ética como «el reconocimiento de lo humano por lo humano», siendo en definitiva
algo que rige las relaciones entre los seres humanos, algo que establece el
principio humano y, por tanto, la capacidad de ser sujeto de derechos y de
obligaciones. Ningún otro animal tiene esta disposición (salvo si nos
imaginamos historias estilo Disney o El
planeta de los simios, en la que, por cierto, los simios están bastante
humanizados) y es por eso por lo que no tienen la posibilidad ni de ejercer
derechos ni de cumplir obligaciones, ni en resolución, ser sujetos éticos,
sujetos responsables. La ética, por tanto, es la prueba de la especificidad
humana. Lo explica mucho mejor Savater en su ensayo Nuestra actitud moral ante los animales (incluido en el libro Tauroética), cuando dice «la ética no
proviene de nuestras similitudes evolutivas con otros seres vivientes, sino de
la capacidad única y específica de distanciarnos reflexivamente de la finalidad
natural inmediata y poder afirmarla o rechazarla. Precisamente la actitud ética
es el reconocimiento de esa excepcionalidad
humana y no la afirmación de su continuidad con el resto de la animalidad.» (Cursiva
del autor).
En suma, solamente
desde una óptica animalista, que prescinda o que obvie esta excepcionalidad
humana, puede sostenerse que los animales no humanos son sujetos éticos o
morales. En este sentido, como se indicó más arriba, su postura es coherente,
deducible. No así si tomamos en consideración la capacidad ética propia del ser
humano. Desde estas coordenadas, la maniobra realizada por la ideología
animalista no es una inferencia sino una imputación, una atribución (Kelsen
mediante); esto es, no es que a la capacidad de sufrir y disfrutar de los
animales le siga necesariamente su capacidad moral, sino que a la capacidad de
sufrir y disfrutar de los animales se le atribuye (mediante un acto humano,
cómo no) esa capacidad moral. Pero esta atribución, esta imputación, no va a
hacer posible que los animales no humanos puedan ejercer sus derechos y cumplir
sus deberes, a no ser que un sujeto (humano, desde luego) los ejerza en su
lugar.
Contra la postura aquí
expuesta los animalistas podrán esgrimir su famoso argumento de que hay seres
humanos, piénsese en niños, ancianos y enfermos, que no disponen de esta
capacidad y que, por lo tanto, no serían humanos. Además de considerar este
argumento de mala fe, obligado es aducir que en puridad lo que prueba es que
hay personas, como los niños, que todavía no han desarrollado esa posibilidad
ética, o como los ancianos, en los que esa capacidad ha mermado con el paso del
tiempo, no que de ello o por ello dejen de ser humanos, lo que puede hacernos
recordar experiencias nefastas para el ser humano, tipo totalitarismos. Su
pertenencia a la humanidad no va a quedar en entredicho, puesto que la ética
reconoce su carácter humano, en este caso la racionalidad en potencia de estos
seres humanos, su potencialidad humana (tanto pasada como futura). De lo
contrario, ¿vamos a considerar no humano a aquella persona que sufre un
accidente y queda postrada en una cama? ¿Dejamos de ser humanos cuando
realizamos necesidades naturales como, por ejemplo, dormir? A mi juicio, la
perentoriedad de llevar hasta su extremo un argumento, de ser coherente, puede
hacernos desembocar en conclusiones nada recomendables desde un punto de vista
moral. Conclusiones excesivas, peligrosas, como no reconocer la humanidad de
aquellos seres humanos que sufran algún tipo de enfermedad.
Otro tanto podemos
afirmar respecto a la capacidad impuesta de los animales para tener intereses. Como
bien señala Savater, en el ensayo antes mencionado, para poder ser titular de
intereses es necesario tener la posibilidad, en un sentido reflexivo, de poder renunciar
a ellos; esto es, de poder desistir de un interés en beneficio de otro, que se
considere racionalmente más valioso. «Sin posibilidad de renunciar no hay
interés que valga», escribe el filósofo vasco. Los intereses tienen que ver,
por supuesto, con la capacidad de elegir libremente entre ellos, optando por
unos en detrimento de otros; suponen una voluntad que elige. Los animales no
humanos, por su herencia biológica, cumplen con sus necesidades más acuciantes,
pero no pueden en un determinado caso realizar una elección voluntaria que
posponga la satisfacción de una necesidad por un “interés” más elevado. No
disponen de esa libertad de elección. Por eso no son seres “interesados”, a los
que se pueda juzgar como “buenos” o “malos”, “responsables” o “irresponsables”
(salvo dibujándolos con atributos humanos), sino seres que indefectiblemente
hacen lo que tienen que hacer, sin posibilidad de elegir.
Por todo esto, los
animales no humanos ni pueden tener derechos, ni obligaciones, ni intereses. Esto
es lo propio del animal humano y de nadie más. Los derechos y los deberes de
carácter moral los tienen los seres humanos con sus semejantes humanos; y lo
demás son préstamos que, desde un punto de vista humano, se brinda a lo que no
es humano por sensibilidad. Lo que no quiere decir, claro está, que se deba
tratar a los demás animales de cualquier manera, pero, en cualquier caso, sin
cometer el desvarío de confundir los deberes que tenemos con los demás humanos
con el trato que dispensamos al resto de animales.
Para terminar señalaré
los dos principales excesos que se derivan de una ética animal, a saber:
1) En primer lugar, el
establecimiento de una igualdad total entre todos los animales. Si todos los
animales somos sujetos éticos, con derechos e intereses, entonces debe existir
una igualdad que no supedite unos derechos a otros, que no minusvalore a unos
sujetos frente a otros. Esto obligaría a prohibir toda agresión que cualquiera
de esos sujetos pudiera sufrir o experimentar, lo que no presentaría problemas
en el caso de los seres humanos, mas, ¿cómo prohibir las agresiones que los
animales se causan entre sí? Si a esto se responde que lo único que se podría
establecer son deberes de los humanos respecto al resto de animales (puesto que
las agresiones entre animales son inevitables, no sujetas a elección), esto se
debería, en rigor, a que el ser humano es el único animal que puede (si quiere,
claro) cumplir esos deberes.
Siendo algo irónicos,
podríamos destacar que esta igualdad absoluta entre todos los animales
generaría situaciones algo rocambolescas: a la situación imposible de un animal
reclamando el respeto a uno de sus derechos, le podría seguir la situación
ridícula de un ser humano demandando a un animal el cumplimiento de uno de sus
deberes. Esto es sencillamente imposible. No puede haber tal igualdad. La
igualdad humana no puede extenderse al resto de animales, sino no es a costa de
confundir lo que es la animalidad (y también la humanidad) buscando una
reciprocidad que en la práctica (ética) no puede darse. A este respecto, el
filósofo francés Francis Wolff escribe que «el animalismo no es una extensión
de los valores humanistas. Es su negación».
2) La moda del
prohibicionismo. Este exceso no es imposible, como el anterior. De hecho, es
notorio que los postulados de la ideología animalista suelen traducirse en
prohibiciones, la más llamativa la dirigida contra las corridas de toros. En el
caso de los toros, si bien se puede admitir que, desde un punto de vista
personal, la sensibilidad de cada cual puede hacerle ser aficionado a este
espectáculo o, por el contrario, rechazarlo (y ambas posturas estarían
fundamentadas), lo que ya no se puede admitir es que esta sensibilidad se
convierta en norma obligatoria para el resto de personas, tanto para prohibirlo
como para imponerlo (ahora está de moda la prohibición). Cualquier persona está
legitimada para no seguir un espectáculo como los toros, apelando a la
sensibilidad o al gusto particular; pero si las razones éticas sólo operan en las
relaciones con los demás seres humanos, la imposición de una prohibición para
todo el mundo, lejos de conceder nuevos derechos a otros “sujetos” lo que va a
hacer es limitar derechos a los que ya los tienen. Ahí reside su exceso. La
ideología animalista tiene razones para rechazar la fiesta de los toros,
alegando su sensibilidad hacia los animales, pero no tiene razones morales para
prohibir a las demás personas acudir, si quieren, a dicho festejo, porque esto
supondría un límite injustificado a su libre elección, a su ética. El gusto
particular de cada uno, por muy cultivado que sea, no tiene que convertirse
obligatoriamente en una norma para todos los demás.
El problema que encierra este segundo exceso es
que, una vez que se consiga prohibir algo para todo el mundo, el apetito de
nuevas prohibiciones aflore sin cesar (a la caza, a la pesca, a comer carne,
etc). Es la obsesión actual por imponer el “bien” a todo el mundo, lo quiera o
no. Esto no va a conseguir que los animales no humanos tengan derechos, que
asciendan a la “categoría ética”, sino, por el contrario, va a producir que los
animales humanos vean reducidos los suyos. Por eso hay que estar prevenidos contra
los excesos que estas posturas animalistas puedan encerrar.
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