martes, 4 de marzo de 2014

Los excesos de una ética animal

A primera vista, la expresión “ética animal” puede parecer un oxímoron; esto es, una contradicción en los términos. Si se considera que la ética es un asunto típicamente humano, o más bien exclusivamente humano, hablar de ética animal como algo propio de los animales, propio de su condición, se antoja como una floritura poética, un préstamo que los humanos hacemos al resto de los animales para que se nos parezcan más. Sin embargo, la propagación que la ideología animalista, o movimiento animalista, ha vivido en los últimos años está haciendo más frecuente escuchar cosas como “derechos de los animales” o “ética animal”; en su terminología, una ética más allá de la humanidad, más allá de la especie (se entiende, humana). No en vano este movimiento ha constituido asociaciones y partidos políticos que llevan la defensa de los derechos de los animales como programa político a aplicar desde las instituciones.

¿Qué implica aceptar que realmente existe la “ética animal”, la ética propia de animales? Indudablemente, que se considere que los animales no humanos son sujetos morales del mismo modo que los animales humanos. Sujetos, y por tanto no objetos, capaces de ser portadores de derechos en un plano de igualdad respecto a los demás sujetos. Junto a esto, sería obligado reconocer que estos sujetos morales, los animales no humanos, también son aptos para sostener intereses fundamentales como, por ejemplo, no ser privados de sus vidas, de su libertad o de su integridad. ¿En qué se apoya la ideología animalista para defender esta postura? De forma prioritaria, y siguiendo a Peter Singer y su Liberación Animal, en la capacidad de sufrir y disfrutar de los animales no humanos. Este filósofo utilitarista, partiendo de la obra de Jeremy Bentham, estableció que a la hora de considerar a los animales no humanos lo relevante no era si podían pensar o hablar, sino si podían sufrir. Por consiguiente, es esta capacidad de sufrir (más desarrollada en aquellos animales con sistema nervioso central), y ninguna otra, la que determina que los animales no humanos deban tener derechos, puesto que en el plano del sufrimiento padecen como los animales humanos; al mismo tiempo, debido a su capacidad de sufrimiento y disfrute, los animales no humanos van a ser sujetos aptos para tener preferencias, deseos y, claro está, intereses como los anteriormente indicados (o incluso más). En definitiva, todos los animales nos igualamos en el sufrimiento; «todos los animales son iguales», que diría Singer.

Openclips. Rana. Dominio Público.


No se negará aquí la coherencia, desde sus premisas, de este planteamiento, mas, ¿es suficiente esta capacidad para reconocer a los animales no humanos la posibilidad de ser sujetos éticos? A mi modo de ver, no. Que los animales no humanos pueden sufrir y disfrutar es algo que está fuera de toda duda, por poco que se haya convivido con algún animal. Es una constatación que nos viene marcada por nuestra constitución de seres orgánicos. Pero dicha constatación no nos puede servir para fundamentar una consideración ética de los animales. ¿Por qué? Porque orilla precisamente lo que es la dimensión ética, exclusiva del ser humano; esto es, para establecer una continuidad entre animales humanos y no humanos, se deja de lado todo lo relacionado con la libertad asociada al uso de la razón, con la capacidad de elegir propia y exclusiva del ser humano, del animal humano si se quiere. El ser humano está sometido a condicionamientos naturales, como el resto de animales, pero a diferencia de los demás es un ser activo, práxico, que puede actuar al margen, y también en contra, de lo indicado por la necesidad biológica y el instinto; de ahí que sus acciones puedan ser valoradas como buenas o malas, correctas o incorrectas, justas o injustas; de ahí que pueda ser responsable de las mismas. «El ser activo no obra sólo a causa de la realidad sino que activa la realidad misma, la pone en marcha de un modo que sin él nunca hubiera llegado a ocurrir», escribe Fernando Savater en El valor de elegir. Esta posibilidad racional de distanciarse de lo marcado por nuestro programa biológico, posibilidad de ser en parte agentes de nuestras acciones y no sólo pacientes, de ser en cierta manera libre, es lo que se llama actitud ética, que únicamente se da entre los humanos. El mismo Savater define ética como «el reconocimiento de lo humano por lo humano», siendo en definitiva algo que rige las relaciones entre los seres humanos, algo que establece el principio humano y, por tanto, la capacidad de ser sujeto de derechos y de obligaciones. Ningún otro animal tiene esta disposición (salvo si nos imaginamos historias estilo Disney o El planeta de los simios, en la que, por cierto, los simios están bastante humanizados) y es por eso por lo que no tienen la posibilidad ni de ejercer derechos ni de cumplir obligaciones, ni en resolución, ser sujetos éticos, sujetos responsables. La ética, por tanto, es la prueba de la especificidad humana. Lo explica mucho mejor Savater en su ensayo Nuestra actitud moral ante los animales (incluido en el libro Tauroética), cuando dice «la ética no proviene de nuestras similitudes evolutivas con otros seres vivientes, sino de la capacidad única y específica de distanciarnos reflexivamente de la finalidad natural inmediata y poder afirmarla o rechazarla. Precisamente la actitud ética es el reconocimiento de esa excepcionalidad humana y no la afirmación de su continuidad con el resto de la animalidad.» (Cursiva del autor).

En suma, solamente desde una óptica animalista, que prescinda o que obvie esta excepcionalidad humana, puede sostenerse que los animales no humanos son sujetos éticos o morales. En este sentido, como se indicó más arriba, su postura es coherente, deducible. No así si tomamos en consideración la capacidad ética propia del ser humano. Desde estas coordenadas, la maniobra realizada por la ideología animalista no es una inferencia sino una imputación, una atribución (Kelsen mediante); esto es, no es que a la capacidad de sufrir y disfrutar de los animales le siga necesariamente su capacidad moral, sino que a la capacidad de sufrir y disfrutar de los animales se le atribuye (mediante un acto humano, cómo no) esa capacidad moral. Pero esta atribución, esta imputación, no va a hacer posible que los animales no humanos puedan ejercer sus derechos y cumplir sus deberes, a no ser que un sujeto (humano, desde luego) los ejerza en su lugar.

Contra la postura aquí expuesta los animalistas podrán esgrimir su famoso argumento de que hay seres humanos, piénsese en niños, ancianos y enfermos, que no disponen de esta capacidad y que, por lo tanto, no serían humanos. Además de considerar este argumento de mala fe, obligado es aducir que en puridad lo que prueba es que hay personas, como los niños, que todavía no han desarrollado esa posibilidad ética, o como los ancianos, en los que esa capacidad ha mermado con el paso del tiempo, no que de ello o por ello dejen de ser humanos, lo que puede hacernos recordar experiencias nefastas para el ser humano, tipo totalitarismos. Su pertenencia a la humanidad no va a quedar en entredicho, puesto que la ética reconoce su carácter humano, en este caso la racionalidad en potencia de estos seres humanos, su potencialidad humana (tanto pasada como futura). De lo contrario, ¿vamos a considerar no humano a aquella persona que sufre un accidente y queda postrada en una cama? ¿Dejamos de ser humanos cuando realizamos necesidades naturales como, por ejemplo, dormir? A mi juicio, la perentoriedad de llevar hasta su extremo un argumento, de ser coherente, puede hacernos desembocar en conclusiones nada recomendables desde un punto de vista moral. Conclusiones excesivas, peligrosas, como no reconocer la humanidad de aquellos seres humanos que sufran algún tipo de enfermedad.

Otro tanto podemos afirmar respecto a la capacidad impuesta de los animales para tener intereses. Como bien señala Savater, en el ensayo antes mencionado, para poder ser titular de intereses es necesario tener la posibilidad, en un sentido reflexivo, de poder renunciar a ellos; esto es, de poder desistir de un interés en beneficio de otro, que se considere racionalmente más valioso. «Sin posibilidad de renunciar no hay interés que valga», escribe el filósofo vasco. Los intereses tienen que ver, por supuesto, con la capacidad de elegir libremente entre ellos, optando por unos en detrimento de otros; suponen una voluntad que elige. Los animales no humanos, por su herencia biológica, cumplen con sus necesidades más acuciantes, pero no pueden en un determinado caso realizar una elección voluntaria que posponga la satisfacción de una necesidad por un “interés” más elevado. No disponen de esa libertad de elección. Por eso no son seres “interesados”, a los que se pueda juzgar como “buenos” o “malos”, “responsables” o “irresponsables” (salvo dibujándolos con atributos humanos), sino seres que indefectiblemente hacen lo que tienen que hacer, sin posibilidad de elegir.

Por todo esto, los animales no humanos ni pueden tener derechos, ni obligaciones, ni intereses. Esto es lo propio del animal humano y de nadie más. Los derechos y los deberes de carácter moral los tienen los seres humanos con sus semejantes humanos; y lo demás son préstamos que, desde un punto de vista humano, se brinda a lo que no es humano por sensibilidad. Lo que no quiere decir, claro está, que se deba tratar a los demás animales de cualquier manera, pero, en cualquier caso, sin cometer el desvarío de confundir los deberes que tenemos con los demás humanos con el trato que dispensamos al resto de animales.

Para terminar señalaré los dos principales excesos que se derivan de una ética animal, a saber:

1) En primer lugar, el establecimiento de una igualdad total entre todos los animales. Si todos los animales somos sujetos éticos, con derechos e intereses, entonces debe existir una igualdad que no supedite unos derechos a otros, que no minusvalore a unos sujetos frente a otros. Esto obligaría a prohibir toda agresión que cualquiera de esos sujetos pudiera sufrir o experimentar, lo que no presentaría problemas en el caso de los seres humanos, mas, ¿cómo prohibir las agresiones que los animales se causan entre sí? Si a esto se responde que lo único que se podría establecer son deberes de los humanos respecto al resto de animales (puesto que las agresiones entre animales son inevitables, no sujetas a elección), esto se debería, en rigor, a que el ser humano es el único animal que puede (si quiere, claro) cumplir esos deberes.

Siendo algo irónicos, podríamos destacar que esta igualdad absoluta entre todos los animales generaría situaciones algo rocambolescas: a la situación imposible de un animal reclamando el respeto a uno de sus derechos, le podría seguir la situación ridícula de un ser humano demandando a un animal el cumplimiento de uno de sus deberes. Esto es sencillamente imposible. No puede haber tal igualdad. La igualdad humana no puede extenderse al resto de animales, sino no es a costa de confundir lo que es la animalidad (y también la humanidad) buscando una reciprocidad que en la práctica (ética) no puede darse. A este respecto, el filósofo francés Francis Wolff escribe que «el animalismo no es una extensión de los valores humanistas. Es su negación».

2) La moda del prohibicionismo. Este exceso no es imposible, como el anterior. De hecho, es notorio que los postulados de la ideología animalista suelen traducirse en prohibiciones, la más llamativa la dirigida contra las corridas de toros. En el caso de los toros, si bien se puede admitir que, desde un punto de vista personal, la sensibilidad de cada cual puede hacerle ser aficionado a este espectáculo o, por el contrario, rechazarlo (y ambas posturas estarían fundamentadas), lo que ya no se puede admitir es que esta sensibilidad se convierta en norma obligatoria para el resto de personas, tanto para prohibirlo como para imponerlo (ahora está de moda la prohibición). Cualquier persona está legitimada para no seguir un espectáculo como los toros, apelando a la sensibilidad o al gusto particular; pero si las razones éticas sólo operan en las relaciones con los demás seres humanos, la imposición de una prohibición para todo el mundo, lejos de conceder nuevos derechos a otros “sujetos” lo que va a hacer es limitar derechos a los que ya los tienen. Ahí reside su exceso. La ideología animalista tiene razones para rechazar la fiesta de los toros, alegando su sensibilidad hacia los animales, pero no tiene razones morales para prohibir a las demás personas acudir, si quieren, a dicho festejo, porque esto supondría un límite injustificado a su libre elección, a su ética. El gusto particular de cada uno, por muy cultivado que sea, no tiene que convertirse obligatoriamente en una norma para todos los demás.

El problema que encierra este segundo exceso es que, una vez que se consiga prohibir algo para todo el mundo, el apetito de nuevas prohibiciones aflore sin cesar (a la caza, a la pesca, a comer carne, etc). Es la obsesión actual por imponer el “bien” a todo el mundo, lo quiera o no. Esto no va a conseguir que los animales no humanos tengan derechos, que asciendan a la “categoría ética”, sino, por el contrario, va a producir que los animales humanos vean reducidos los suyos. Por eso hay que estar prevenidos contra los excesos que estas posturas animalistas puedan encerrar.

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