Este artículo
fue recogido en el número 6, de mayo de 2004, de la ya desaparecida revista Zona libre, una revista juvenil editada por la Concejalía de Cultura y
Juventud del Ayuntamiento de Yepes. Hay algunas cosas que me corregiría hoy,
pero en líneas generales mantengo lo escrito entonces.
CULTURA BASURA EN
LA TELEVISIÓN: LIBERTAD A PESAR DE TODO.
Desde hace un tiempo existe en la
televisión ─concretamente, en La 2─
un programa de debates que aborda temas de candente actualidad y llamativo
interés. En este artículo voy a centrar
la atención en un debate que tuvo como cuestión a discutir la fama, tal y como
hoy es entendida; fue, todo hay que reconocerlo, una de las pocas ocasiones en
las que el medio televisivo se torna reflexivo y crítico consigo mismo y con
los demás medios. A grandes rasgos, el punto principal del coloquio giró en
torno a los famosillos de medio pelo, esos personajillos que, sin
destacar a ningún nivel ─ni profesional, ni
artístico, ni humano siquiera─ pueblan o copan de forma
insidiosa la mayor parte de los contenidos en televisión y prensa. Se afirmó, o
se reconoció, por algún contertulio, que antes, hace unas décadas, la gente se
formaba un nombre en la sociedad por sobresalir en algo (música, cine,
literatura...), mientras que ahora, para ser famoso, tan sólo basta alimentar
la frivolidad o el morbo del respetable; en otras palabras, que ahora
perfectamente se puede sostener aquello de que «la fama es fácil conseguirla;
lo difícil es merecerla».
Sin embargo, no es mi intención dilucidar
si esta última aseveración es solo aplicable a nuestro tiempo ─algo
dudoso, por supuesto─, sino, más bien, apuntar
qué origina este tipo de fama, esta clase de famoso-casposo, para entendernos
mejor. Y, sin pretender ser dogmático, estimo que la respuesta se encamina
hacia lo que ahora se conoce como cultura basura, una cultura muy ligada al
consumismo y al neoliberalismo imperantes en la actualidad. De sobra es
conocida la cantidad de veces que aparece esta palabra en diversos aspectos de
lo que, podríamos denominar, es nuestra realidad cotidiana: contratos basura,
comida basura, telebasura, etc; en consecuencia, todas estas manifestaciones,
relativas a costumbres, leyes y hábitos, conforman, a mi juicio, una cultura. Y
una cultura no es algo que hagan unos cuantos señores con mucho poder e
influencia desde sus despachos, sino que es algo mucho más complejo, algo que,
desde luego, requiere la participación de los demás miembros (o de un buen
número de ellos) de una sociedad. Así, y teniendo en cuenta únicamente la
vertiente mediático-social, estos señores pueden, y están en su derecho, idear
ciertos programas y ciertos contenidos, que luego calificamos de basura por su
vulgaridad y pobreza, pero esto no basta para que estos programas, y los
famosetes que los protagonizan, se consagren automáticamente; es necesario,
cómo no, la aceptación del público, que es quién verdaderamente los aupa
al estrellato, los convierte en parte de su vida, una parte, las más de las
veces, muy importante. Sociedad y cultura van unidas, aunque no sean
exactamente lo mismo. Ahí tenemos los datos, en millones de espectadores, de
programas tan deleznables como Gran Hermano o la Selva de los Famosos, o las
cifras, en millones de ejemplares, de las revistas del corazón que se venden
semanalmente. En este sentido, tiene toda la razón del mundo el filósofo
Gustavo Bueno ─que, por cierto, participó en el programa
de La 2─, cuando dice que «cada sociedad tiene los
famosos que se merece»; es decir, cada sociedad comparte una cultura, y
producto de esa cultura ─en este caso, cultura
basura─
es el tipo de famoso al que se quiere seguir y emular. En nuestro afán de
consumir, invadidos por la publicidad, consumimos de todo, y las vidas de los
demás no van a ser una excepción que nos detenga. Por eso, guiados por este
consumismo y por una alarmante falta de valores, no tenemos ningún reparo en
compartir y consagrar esta cultura, peyorativamente llamada cultura basura, y
todas sus consecuencias.
No obstante, una cultura no es algo que
permanezca inalterable por el resto de los tiempos. Aunque para muchas personas
la cultura es algo parecido a lo inevitable, a lo que es así porque así es, lo
cierto es que nada ha cambiado, ha variado, tanto en este mundo como la
sociedad y la cultura. No hay más que ver el profundo cambio que ha dado
nuestro país en los últimos veinticinco años para darse cuenta de lo que estoy
hablando. Como bien dice otro filósofo español, «lo “natural” entre los humanos
es producir cultura»; el hombre, en contacto libre con otros hombres, genera cultura.
Por eso hay que admitir que somos responsables del tipo de cultura que
predomina en nuestra sociedad; es decir, no es algo que nos venga impuesto
desde arriba, por narices, sino que, como ya dije antes, requiere nuestra aceptación,
nuestro consentimiento (a nadie se le obliga por ley a ver la tele o a
comprar una revista), de modo que yo no considero inevitable que millones de
personas vean cierto programilla. En efecto, en el uso de nuestra libertad de
elegir, nosotros decidimos si vemos o no un programa en cuestión (y ahí están
la gran cantidad de programas y series que no duran más de una semana porque la
gente, sencillamente, no los ve), con lo que la famosa excusa «es que no hay
otra cosa en la tele» no tiene validez alguna. Así, en vez de quejarse
amargamente sobre nuestra televisión y nuestra prensa (echándole la culpa a las
cadenas o a quien sea), lo que debemos hacer, si queremos
desterrar la basura, es reclamar, con el uso de nuestra libertad, otro tipo de
televisión, otro tipo de contenidos; esto es, otro tipo de cultura. Tenemos
otras muchas opciones para dedicar nuestro tiempo; en caso contrario, parecería
que, tras siglos de civilización, la única alternativa del hombre actual es
telebasura o telebasura. Esto es una simpleza intolerable. Yo, personalmente,
no creo que nuestra libertad esté en tan paupérrimo estado.
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