domingo, 28 de diciembre de 2014

Magistraturas romanas: el tribuno de la plebe

Cuando Cicerón alude a la potestad tribunicia lo hace calificando a la misma de revolucionaria[i]. Y es que, como es sabido, esta magistratura irrumpió en la vida romana como resultado de la sedición plebeya del 494[ii], repercutiendo en un orden constitucional integrado por magistraturas patricias. Frente a esto, el tribuno de la plebe se erigía como el opositor tenaz a la autoridad de los cónsules y del Senado (es decir, de la legítima autoridad), actuando en defensa de los intereses de la plebe[iii]. De aquí, precisamente, deriva su primitiva encomienda: la auxilii latio adversus cónsules. Por medio de ella, el tribuno prestaba auxilio a cualquier ciudadano que se opusiera a la potestad de los cónsules[iv], evitando las posibles arbitrariedades de estos magistrados patricios. Esta auxilii latio dio lugar a la intercessio[v] del tribuno, que permitía a este magistrado vetar las medidas, leyes y actos de cualquier otro magistrado, incluido el interrex[vi] y el dictador[vii]. Pero es que, además, el tribuno podía vetar la emisión de senadoconsultos por parte del Senado[viii], con lo que, a decir verdad, tenía en sus manos la posibilidad de paralizar la vida política del Estado.


Geralt. El caos. Domino Público.


A diferencia de los magistrados curules, que tenían una potestas legítima, los tribunos de la plebe obtenían su potestas por un pacto de la plebe en torno a ellos[ix]. Así, en los concilia plebis donde eran elegidos se promulgaban unas leges sacratae, que investían al tribuno de sacrosanctitas, convirtiendo su figura en inviolable: aquel que atentase contra el tribuno sería declarado homo sacer[x] por la plebe. Su poder, en definitiva, no provenía del pueblo sino de la plebe, que bajo ningún concepto representaba al pueblo en su conjunto. Esta práctica revolucionaria propició que los tribunos se arrogaran competencias para perseguir penalmente a antiguos cónsules por causas que llevaran aparejada la pena capital, ante los comicios por centurias[xi], normalmente en relación con sus deberes militares. También se atribuyeron potestad para imponer multas[xii], convocando la asamblea plebeya; e incluso hay testimonios de tribunos de la plebe que condenaron a cónsules a penas como el exilio[xiii] o la cárcel[xiv]. Por tanto, aun no siendo un magistrado cum imperium, el tribuno tenía potestas, potestas que era más grande cuanto mayor fuera ese apoyo revolucionario que recibía de la plebe, lo que le situaba «en el mismo plano que los magistrados supremos»[xv].

El tribuno de la plebe gozaba del ius agendi cum plebe, como no podía ser de otro modo, pudiendo, además de incoar determinados procesos que no supusieran la pena capital para los acusados, presentar proyectos de ley (plebiscitos) en la asamblea plebeya. Sin embargo, el tribuno nunca poseyó el derecho a convocar al pueblo, aunque con el transcurso del tiempo se le reconociera el derecho a convocar al Senado[xvi], una vez que este cargo quedó integrado dentro del orden constitucional.



[i] Cic. De Leg, III, VIII, 19. Marco Tulio CICERÓN, La República y Las Leyes, Akal, Madrid, 1989, Edición de Juan María Núñez González.
[ii] Cic. De Rep, II, XXXIII, 58-59. También en Livio, II, 23, 1-2, con una diferencia respecto a Cicerón, ya que mientras que este último argumenta que la razón de la revuelta fueron los problemas de deudas, Livio achaca el conflicto a una negativa de la plebe a la leva de tropas. TITO LIVIO, Historia de Roma desde su Fundación, tomo II libros IV-VII y tomo III libros VIII-X, Gredos, Madrid, 1990, Edición de José Antonio Villar Vidal.
[iii] Varr. De Ling. Lat. V, 81; Cic. De Leg, III, III, 9. Marco Terencio VARRÓN, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[iv] Cic. De Leg, III, VII, 16; III, IX, 22.
[v] Liv. VI, 37, 4.
[vi] Liv. IV, 43, 8-9.
[vii] Liv. VII, 3, 9; VIII, 34, 5-6. Armando Torrent señala que es dudosa la intercessio del tribuno de la plebe frente al dictador, aunque admite que en algún momento pudo darse. En cualquier caso,  la intercessio del tribuno tendría lugar dentro de la ciudad, y no afectaría al dictador cuando estuviera en campaña militar, puesto que los tribunos no podían realizar sus funciones fuera de la urbe.
[viii] Liv. IV, 43, 6-7.
[ix] Liv. IV, 6, 7-8.
[x] Es decir, se le consideraría «consagrado a los dioses», lo que entrañaba la posibilidad de que esa persona fuera matada sin incurrir en responsabilidad criminal alguna.
[xi] Armando Torrent, Derecho Público Romano y Sistema de Fuentes, Zaragoza, 1995, página 186.
[xii] Liv. IV, 44, 10.
[xiii] Cic. De Leg, III, XI, 26, donde cita los casos de los tribunos Cayo Graco y Lucio Apuleyo Saturnino, que desterraron a los cónsules Cayo Popilio Lenate y Quinto Cecilio Metelo, respectivamente.
[xiv] Cic. De Leg, III, IX, 20: «el tribuno de la plebe Cayo Curiacio había arrojado a los calabozos a los cónsules Décimo Bruto y Publio Escipión».
[xv] Armando Torrent, Derecho Público Romano…, citado página 186.
[xvi] Cic. De Leg, III, IV, 10.

jueves, 18 de diciembre de 2014

El Derecho Internacional de los Derechos Humanos


El profesor Carlos Fernández de Casadevante Romani define este derecho como «aquel sector del ordenamiento internacional compuesto por normas de naturaleza convencional, consuetudinaria e institucional que tienen por objeto la protección de los derechos y libertades fundamentales del ser humano inherentes a su dignidad». Nos encontramos, como el propio profesor señala, ante un sector del Derecho Internacional de reciente creación, en el que los Estados disfrutan de un gran protagonismo, ya que las técnicas de control y los órganos previstos en los convenios que desarrollan los derechos humanos no suelen tener fuerza vinculante, al consistir, fundamentalmente, en presentación de informes ante unos órganos de tipo técnico. Pero esto se verá con más detenimiento en los apartados siguientes.

Codificación de los derechos humanos en el marco de las Naciones Unidas. Sistema universal de protección de los derechos humanos.

a) La Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Las Naciones Unidas (NNUU) comenzaron su andadura internacional a raíz de la Conferencia de San Francisco de 1945, donde se adoptó la Carta de las Naciones Unidas. El objetivo preferente de esta nueva organización internacional, que sustituyó a la fracasada Sociedad de Naciones, fue el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales a través de la cooperación de todos los Estados. En su artículo 2, la Carta prohíbe el recurso a la guerra y establece la obligación de recurrir a medios pacíficos para el arreglo de las controversias, y prevé la posibilidad de que esta organización pueda actuar en todas aquellas situaciones que pongan en peligro la paz internacional. La Segunda Guerra Mundial había supuesto un duro escarmiento, y no se querían repetir las pasadas debilidades de la época de entreguerras.

Nemo. Naciones Unidas. Domino Público.


De esta Carta debemos subrayar, sobre todo, su contribución en el campo de los derechos humanos. En este sentido, en dicho tratado se establece como uno de los propósitos de las Naciones Unidas la cooperación «en el desarrollo y respeto a los derechos humanos», en el artículo 1, amén de otras referencias a los derechos humanos contenidas a lo largo de su articulado[1]. De modo que, como dice Soroeta Liceras, «la paz y la seguridad internacionales aparecen vinculadas al respeto de los derechos más elementales de todos los individuos»[2]. Se tomaba conciencia de la persona, del individuo, como elemento ineludible en la estabilidad internacional, y como uno de los pilares donde se debía asentar este nuevo orden internacional representado en las NNUU. La internacionalización de los derechos humanos había recibido el pistoletazo de salida.

De este modo, el siguiente paso a dar, dentro de las NNUU, fue la aprobación de un texto donde figurarían todos esos derechos a los que la Carta aludía. Esta labor fue encomendada a la Comisión de Derechos Humanos, cuya creación estaba prevista en el artículo 68 de la Carta. Así, el 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de las NNUU daba luz verde a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con lo que, por primera vez, una organización internacional de ámbito universal aprobaba un texto sobre los derechos humanos más elementales.

Pero esta Declaración únicamente se limitaba a enunciar los derechos humanos, y no contemplaba, ni mucho menos, algún mecanismo de control. Este último punto debía ser completado con una serie de tratados, a la sazón también elaborados por la Comisión de Derechos Humanos, que detallaran las obligaciones de los Estados Partes en materia de derechos humanos, junto con unas técnicas de control y unos órganos de control. En suma, nos referimos a los Pactos Internacionales de 1966.

b) Los Pactos Internacionales de las NNUU de 1966.

Según Enrique Pérez Luño, «la positivación internacional de los derechos humanos va ligada a los acontecimientos políticos del siglo XX»[3]. Esto no es de extrañar. Ya hemos visto como la Segunda Guerra Mundial, con sus apocalípticos resultados, fue un factor determinante a la hora de configurar un nuevo orden internacional en el que los derechos humanos se erigen en un baluarte indiscutible. Igualmente, factores políticos como el enfrentamiento ideológico Este-Oeste o el proceso descolonizador, retrasaron dieciocho años la adopción del pacto sobre derechos humanos que debía acompañar a la Declaración. Es más, esta confrontación ideológica motivó que, en vez de suscribirse un solo pacto sobre derechos humanos, se suscribieran dos: uno sobre derechos civiles y políticos, más acordes con las democracias occidentales; y otro sobre derechos económicos, sociales y culturales, especialmente defendidos por los Estados del bloque socialista.

El Pacto Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos.

Este Pacto, aprobado por Resolución 2200 A de la Asamblea General de las NNUU, de 16 de diciembre de 1966, regula los Derechos civiles y políticos, también llamados derechos humanos de primera generación. Se trata de unos derechos de corte negativo, que comportan por parte del Estado unas obligaciones de no hacer, es decir, el Estado debe abstenerse de realizar cualquier tipo de actuación que pueda conculcar el ejercicio de uno de estos derechos por parte del individuo. Son los derechos a la libertad, incluyéndose en el Pacto el derecho a la vida (art. 6), el derecho a no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes ni a tortura (art. 7), el derecho a no ser sometido a esclavitud (art. 8) y el derecho a circular libremente (art 12), entre otros. A su vez, el Pacto cuenta con dos Protocolos Facultativos, el segundo de ellos relativo a la abolición de la pena de muerte, de 15 de diciembre de 1989.

El Pacto exhorta a los Estados a poner en marcha las medidas necesarias para que sus disposiciones se cumplan en el orden interno. Además, se prevé la posibilidad de que la aplicación de este Pacto se suspenda en casos de extraordinaria gravedad para los Estados, suspensión que, en todo caso, no podrá afectar a determinados derechos del Pacto, derechos que, a juicio de Carrillo Salcedo, forman el «núcleo duro de derechos humanos, inderogables, y, por ello, fundamentales».

El Pacto prevé tres tipos de técnicas de control: los informes de los Estados, las denuncias interestatales[4] y las denuncias individuales[5]. Mediante los informes los Estados ponen en conocimiento del órgano competente, en este caso, el Comité de Derechos Humanos, las medidas que han tomado para hacer valer las obligaciones del Pacto, en tanto que las otras dos técnicas consisten en denuncias en las que, o bien un Estado o bien un particular, acusan a otro Estado por presuntas violaciones de los derechos contenidos en el Pacto. Estas son, en general, las técnicas de control clásicas en los tratados que regulan los derechos humanos.

El órgano competente para recibir los informes y las denuncias es, como ya se dijo antes, el Comité de Derechos Humanos, previsto en el art. 28 del Pacto, órgano de tipo técnico, integrado por expertos en derechos humanos de reconocida competencia. No es un órgano jurisdiccional, y sus decisiones sobre violación de los derechos del Pacto o sus observaciones a los informes presentados por los Estados carecen de fuerza vinculante. El Comité, como mucho, sólo puede instar a los Estados a que tomen las medidas oportunas, publicando sus decisiones o sus observaciones como medio de presión. Por consiguiente, el sistema de control del Pacto sobre Derechos Civiles y Políticos no es muy eficaz que digamos.

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
 
Este segundo Pacto, aprobado el mismo día que el anterior, engloba los llamados derechos humanos de segunda generación, caracterizados por imprimir a los Estados ciertas obligaciones positivas o de hacer, a fin de garantizar su disfrute a todos los individuos. Son derecho de aplicación progresiva, a diferencia de los derechos civiles y políticos que son de aplicación inmediata, y su realización dependerá, en buena medida, del nivel de recursos con que cuente el Estado en cuestión. Entre los derechos que el Pacto reconoce destacan el derecho a un trabajo digno (artículos 6 y 7), los derechos sindicales (art. 8), el derecho a la seguridad social (art. 9) y el derecho a la protección de la familia (art. 10), entre otros.

La diferente naturaleza de los derechos civiles y políticos y de los derechos económicos y sociales propició una falta de entendimiento entre los Estados a la hora de definir las técnicas de control. En efecto, los Estados socialistas, máximos garantes de los derechos económicos y sociales, mostraron unas especiales reticencias a la hora de adoptar para este grupo de derechos las mismas técnicas de control que para los derechos civiles y políticos. Entendían que las obligaciones dimanantes de estos derechos estaban muy ligadas a la soberanía de cada Estado, y que la instauración de un sistema de control, como las denuncias, podría suponer una indeseable injerencia en la política interior estatal. Muestra evidente de estas desavenencias es que la única técnica de control prevista en el Pacto de Derechos Económicos y Sociales es la presentación periódica por los Estados de informes sobre la aplicación del Pacto. En estos últimos años se está estudiando la posibilidad de aprobar un Protocolo Facultativo, con la finalidad de abrir el camino a las denuncias individuales, con lo que este tipo de derechos ganarían más peso a nivel internacional.

El órgano al se asignó, en principio, la tarea de inspeccionar la aplicación de este tratado, fue al Consejo Económico y Social de las NNUU. Este órgano creo, en 1985, el Comité de Derechos Económicos y Sociales. Su misión: examinar los informes presentados por los Estados Partes, e intentar, por medio de sugerencias y recomendaciones, un mayor perfeccionamiento en la puesta en práctica de los derechos económicos y sociales.


[1] Así, los artículos 55c), 56, 73 y 76.
[2] Juan Soroeta Liceras, en La protección de la persona en Derecho Internacional, lección primera del libro Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
[3] Enrique Pérez Luño, Derechos Humanos, Estado de Derecho y Constitución, Madrid, Tecnos, 1994.
[4] Aquí es conveniente recordar que, hasta nuestros días, el sistema de denuncias interestatales no ha sido utilizado por ningún Estado.
[5] Las denuncias individuales están subordinadas a la previa aceptación de los Estados del primer Protocolo Facultativo, de modo que aquel Estado que no haya aceptado el Protocolo no puede ser denunciado por individuos.

viernes, 14 de noviembre de 2014

Sacerdocios de Roma

Sacerdocios de Roma

Pontífices.

Según Varrón[i], la etimología de la palabra “pontífice” deriva de pons (puente), puesto que los pontífices fueron los encargados de construir y reparar el puente Sublicio, puente muy importante en todo lo relacionado con las ceremonias religiosas. Sin embargo, los pontífices formaron uno de los más importantes colegios sacerdotales, fundado por Numa Pompilio[ii], que, según nos cuenta Cicerón, tenían asignada como función, bajo la dirección del Pontífice Máximo, velar por el cumplimiento de todo lo relativo al culto sagrado. En concreto, los pontífices tenían a su cargo la descripción del calendario romano[iii], principalmente en días fastos y nefastos[iv]. Los días fastos son aquellos en los que está religiosamente permitido la realización de actividades jurídicas, por el pretor, y en general, cualquier actividad del Estado; en tanto que en los días nefastos estaba totalmente prohibido por la religión acometer estas actividades públicas, prueba irrefutable de la estrecha conexión que había en Roma entre la política y una religión supeditada a los intereses de Estado. En íntima relación con esta labor pontifical, los pontífices establecían las fechas de las fiestas y festividades religiosas, y ordenaban el año de tal forma que coincidiera el año solar con los doce meses lunares, por medio de la intercalación, para que las fiestas se celebraran en las mismas fechas, sin ningún desfase temporal[v].

Además, los pontífices también hicieron de memoria histórica, encargándose de la confección de los fastos consulares, donde se recogían, año tras año, los nombres de las personas que habían ostentado tan alta magistratura, y los anales, libro donde escribían, sin aplicar mucho rigor a esta tarea, los sucesos más importantes acaecidos durante el año.

Nemo. Mujeres romanas. Dominio Público.


Junto con estas atribuciones los pontífices, como ya se dijo antes, asumieron la labor de vigilar el cumplimiento del culto sagrado. De este modo, cuidaban de que se siguieran determinadas normas con un evidente sesgo religioso, el derecho pontifical del que habla Cicerón en Las Leyes, en temas como los siguientes: ritos religiosos de cada familia, estableciendo las normas que regulaban lo concerniente a la continuación de los ritos familiares por los herederos[vi]; ritos funerarios, fijando las condiciones que debía reunir una tumba para tener la consideración jurídica de tumba y los lugares donde no se podía enterrar a un familiar[vii]; y sacrificios, determinando los tipos de víctimas que se debían ofrecer a cada divinidad y los efectos jurídicos que ello conllevaba[viii]. En todas estas cuestiones, además del derecho pontifical, estaba involucrado el derecho civil (herencias, por ejemplo). En este sentido, el colegio de los pontífices estaba formado por personas que eran expertos en derecho civil, como nos muestra Cicerón al escribir sobre los Escévolas[ix], Publio y Quinto, ambos pontífices y, a su vez, muy doctos en el ius civile, hasta el punto que el primero de ellos es considerado como uno de sus fundadores.

Al lado de los pontífices, como sacerdotes en general, se encontraban los flámines[x], adscritos a una divinidad en particular, lo que, según el arpinate, obedecía a un motivo concreto: facilitar la «evacuación de consultas de derecho y la realización de las ceremonias religiosas»[xi]. Los flámines se agrupaban en dos categorías: los flámines mayores, que eran tres, el Flamen Dialis (adscrito a Júpiter), el Flamen Martialis (adscrito a Marte) y el Flamen Quirinalis (adscrito a Quirino[xii]); y los flámines menores, como por ejemplo, el Flamen Furrinalis y el Flamen Volcanalis, cuyo número podía variar. Su creación también se debía al rey Numa Pompilio[xiii].

lunes, 27 de octubre de 2014

Los Tribunales Militares Internacionales de Nuremberg y Tokio

Si definimos la Primera Guerra Mundial como hecatombe, difícilmente encontraremos un adjetivo adecuado para calificar su segunda parte. El caso es que los tremebundos desastres acaecidos durante las hostilidades ─genocidios, exterminios, torturas, por no hablar de los bombardeos atómicos en Japón─ conmovieron la conciencia de todos los seres humanos. Nunca hasta entonces la humanidad había sido testigo de tan calamitosos y desproporcionados horrores, nunca hasta entonces se había presenciado tan descarada falta de respeto hacia el ser humano.

Por ello, no es de extrañar que en los últimos años de la guerra se propalara un movimiento que venía a reclamar la depuración de responsabilidades por todo lo ocurrido; es decir, que se hiciera justicia para que esos actos tan crueles no quedaran impunes. Las naciones aliadas no eran ajenas a estas peticiones y, antes de que terminara la guerra, cuando ya todo apuntaba a una inminente derrota de las fuerzas del Eje, empezaron a trabajar sobre el tema, con el fin de idear un sistema que permitiera juzgar a los principales responsables de tamañas barbaridades. Fruto de sus trabajos fue la creación de un Tribunal Militar Internacional ad hoc en Nuremberg, cuyo Estatuto fue aprobado por las potencias vencedoras con el Acuerdo de Londres de 8 de agosto de 1945. Dicho Estatuto contenía las normas de funcionamiento del Tribunal y los crímenes sobre los que el tribunal extendía su competencia, entre los que figuraba el crimen de lesa humanidad. Un año más tarde, en 1946, se constituyó el Tribunal Militar de Extremo Oriente, que prácticamente fue un sucedáneo del de Nuremberg.

De la labor realizada por estos Tribunales, principalmente el de Nuremberg, se van a subrayar dos aspectos: el concepto de crimen de lesa humanidad que se manejó, y los principios de Derecho Internacional consagrados tanto por el Estatuto como por las decisiones del Tribunal de Nuremberg.

Succo. Justicia. Dominio Público.

A)  Estatuto de Nuremberg: primera definición de crimen de lesa humanidad.

Antes de la aprobación de este Estatuto por los vencedores, en Derecho Internacional no se contaba con una definición de crimen contra la humanidad, si bien hubo algunas tímidas referencias en algunos textos internacionales. Por ejemplo, en las Conferencias de La Haya, que en la clausula Martens hacía alusión a las «leyes de humanidad», o en la declaración conjunta aliada de 1915, que condenó los «crímenes contra la humanidad y la civilización»[i]. También es menester recordar aquí el informe de la Comisión constituida en 1919, sobre responsabilidad de los autores de guerra, que determinó que Alemania y sus aliados eran responsables de haber empleado medios de combate «contraviniendo las más elementales leyes de humanidad», al mismo tiempo que afirmaba que debían ser juzgados todos aquellos que fueran «acusados de delitos contra las leyes y costumbres de la guerra o las leyes de humanidad»[ii]. Sin embargo, la noción de lo que era un crimen contra la humanidad brillaba por su ausencia.

El Estatuto del Tribunal Militar de Nuremberg rompió esta monotonía, al fijar en su artículo 6.c una primera definición, que entendía por crimen contra la humanidad «el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación o cualquier otro acto inhumano cometido contra la población civil, antes o durante la guerra, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos llevadas a cabo en ejecución o conexión con crímenes que sean de la competencia del tribunal, implique o no el acto una violación del Derecho interno del Estado donde fue perpetrado». Poco tiempo después, el 20 de diciembre de 1945, el Consejo de Control Aliado para Alemania promulgó la Ley 10, en la que también se describía el crimen contra la humanidad, nada más que, en esta ocasión, se comprendían entre los actos inhumanos que concretamente eran crimen contra la humanidad el encarcelamiento, la violación y la tortura[iii]. El Estatuto del Tribunal de Tokio recoge prácticamente la misma noción que el de Nuremberg.

El crimen de lesa humanidad consiste, básicamente, en un conjunto de actos inhumanos que atentan contra la población civil. Sin embargo, hay una serie de notas de esta definición que deben ser analizadas. La principal es la relación intrínseca que establece la definición del Estatuto de Nuremberg entre crimen contra la humanidad y conflicto armado («antes o durante la guerra»), de modo que este crimen sólo podía ser cometido en tiempo de guerra[iv]. Naturalmente, esto afectó notoriamente a la autonomía de este crimen, y no permitió, como apunta Martínez-Cardos Ruiz, extender su tipificación a «las atrocidades cometidas por gobernantes contra sus propias poblaciones»[v]. Desde luego, existen otras situaciones injustas, como las dictaduras, que, sin ser conflicto armado, también dan lugar a la comisión de crímenes contra la humanidad. Afortunadamente, esta vinculación crimen contra la humanidad-conflicto armado no fue tenida en cuenta por la Ley 10 del Consejo de Control, ni por casi todos los textos posteriores que han regulado esta figura.

Otro aspecto significativo de la regulación del Estatuto es que configura el ánimo discriminatorio como un elemento del crimen de lesa humanidad, elemento que se ha venido repitiendo hasta la adopción del Estatuto de la Corte Penal Internacional de 1998, que sólo tiene en cuenta este ánimo para las persecuciones. Probablemente, el hecho de que los crímenes contra la humanidad hayan sido cometidos bajo el impulso de políticas discriminatorias, como en la Alemania nazi, ha sido un factor que se haya sopesado a la hora de definir este crimen.

B)   Principios de Derecho Internacional reconocidos por el Estatuto y la sentencia de Nuremberg.

A pesar de las múltiples críticas que recibió la formación de estos Tribunales Militares ad hoc, desde un punto de vista jurídico y político, no cabe duda de que estos órganos supusieron la primera experiencia jurisdiccional, a nivel internacional, en el enjuiciamiento de crímenes internacionales. Al contrario que otras tentativas, esta iniciativa de las potencias vencedoras sí cristalizó en unos tribunales que llegaron a funcionar, convirtiéndose en un precedente ineludible de cara a la consecución, en un futuro, de una jurisdicción internacional penal de carácter permanente.

Una de las consecuencias que trajo la formación de estos tribunales fue el reconocimiento de unos nuevos principios en Derecho Internacional, que han marcado la progresiva «humanización» de este ordenamiento. En este sentido, la labor de estos Tribunales dejó patente la condición de crimen internacional de las violaciones de las leyes y usos de guerra, y de esos actos inhumanos calificados como crímenes contra la humanidad. Surge así, por tanto, la idea de que estos crímenes atentan contra unos intereses  que trascienden las fronteras entre Estados, dando lugar a una responsabilidad penal internacional, y exigiendo una respuesta no sólo a nivel nacional, sino también por parte de la comunidad internacional[vi]. Entre estos intereses primordiales, cuya violación da lugar a un crimen internacional, ocupan un lugar destacado, como dice María Dolores Bollo Arocena, «el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales y el respeto a la persona»[vii], respeto que se identifica con la existencia de unos derechos básicos que todo ser humano tiene en cuanto tal: los derechos humanos. Desde luego, la comisión de crímenes internacionales, como los crímenes contra la humanidad, suponen una grave lesión de esos derechos humanos. A este respecto, conviene señalar que la codificación de los derechos humanos a nivel internacional comenzó poco después de la experiencia de Nuremberg y Tokio, como ya se verá más adelante.

En conexión con lo mencionado hasta ahora, podemos añadir que gracias a la tipificación de estos crímenes cobró gran importancia la responsabilidad penal internacional del individuo. No en vano, el Tribunal de Nuremberg recalcó que eran los individuos los únicos que podían cometer estos delitos internacionales[viii]. Así pues, el individuo pasaba a ser considerado sujeto de Derecho Internacional, con lo que este ordenamiento dejaba de regular únicamente las relaciones entre Estados para adoptar una postura más extensa, en la que quedaban comprendidos otros intereses. Esta subjetividad internacional del individuo, además de implicar la responsabilidad internacional, dio pie a la formulación de los derechos y obligaciones que le asisten como sujeto de Derecho Internacional. Ya nos hemos referido a estos derechos en el párrafo anterior (los derechos humanos). Y, por lo que se refiere a las obligaciones de los individuos en un plano internacional, éstas deben prevalecer sobre las establecidas a nivel interno, por versar sobre esos intereses que afectan a la comunidad internacional en su conjunto[ix].

Pues bien, estas son, a grandes rasgos, las principales contribuciones del Estatuto y de la sentencia de Nuremberg al desarrollo del Derecho Internacional, fundamentalmente en su vertiente de Derecho Internacional Penal.



[i] Como recuerda José Leandro Martínez-Cardos en su trabajo El concepto de crímenes de lesa humanidad, en Actualidad Penal, 1999, número 41, págs 773 y ss.
[ii] La cita es tomada del trabajo de Casilda Rueda Fernández, Los crímenes contra la humanidad en el Estatuto de la Corte Penal Internacional: ¿Por fin la esperada definición?, que forma parte del libro La criminalización de la barbarie: la Corte Penal Internacional, Consejo General del Poder Judicial, 1999.
[iii] En esta Ley se definía los crímenes contra la humanidad como «Las atrocidades y delitos que comprendan, sin que esta enumeración tenga carácter limitativo, el asesinato, el exterminio, la esclavitud, la deportación, el encarcelamiento, la tortura, las violaciones u otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil, o las persecuciones por motivos políticos, raciales o religiosos, violen o no estos actos las leyes nacionales de los países donde se perpetran».
[iv] Esta idea estaba muy enraizada en la conciencia de la época, como se puede comprobar del tenor de las referencias a las «leyes de humanidad» contenidas en los textos internacionales anteriores al Estatuto de Nuremberg.
[v] Martínez-Cardos Ruiz, José Leandro, El concepto de crimen de lesa humanidad, cit. pág. 777.
[vi] Recuérdese que el artículo 6.c del Estatuto de Nuremberg dice que los crímenes de lesa humanidad serán competencia del Tribunal «implique o no el acto una violación del Derecho interno del Estado donde fue perpetrado».
[vii] Cita tomada del libro Derecho Internacional de los Derechos Humanos,  en el que esta autora escribe un apartado dedicado a la responsabilidad penal internacional del individuo en las páginas 39 a 48.
[viii] El Tribunal de Nuremberg consideraba que «los delitos contra el Derecho Internacional son cometidos por individuos, no por entidades abstractas, y sólo mediante el castigo de los individuos que cometen tales delitos pueden aplicarse las disposiciones de Derecho Internacional». Esta cita la he tomado del trabajo de Isabel Albadalejo Genocidio y crímenes de lesa humanidad en Guatemala, que forma parte del libro La protección internacional de los derechos humanos a los cincuenta años de la Declaración Universal, Tecnos, 2001.
[ix] José Manuel Peláez Marón sintetiza los principios reconocidos por el Tribunal de Nuremberg en estos tres: criminalización de la guerra, admisión del individuo como sujeto activo y pasivo de Derecho internacional y establecimiento de unas obligaciones internacionales que deben primar sobre el deber de obediencia al Estado. Ver El desarrollo del Derecho Internacional Penal en el siglo XX, en La criminalización de la barbarie: la Corte Penal Internacional, págs 109-110.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (III): Conclusiones

Conclusiones.

En primer lugar, presento un pequeño bosquejo de lo que sería, a la luz del ordenamiento jurídico vigente, el «derecho a decidir» en España:

1)    Artículo 1.1 de la Constitución (CE): «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Artículo 1.2 de la CE: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».

2)    Artículo 6 CE: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política».

3)    Artículo 23.1 CE: «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal». Los artículos 68 y 69 establecen que los miembros del Congreso y el Senado serán elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. En este sentido, hay que tener en cuenta la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General.

4)    Artículo 92.1 CE: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Desarrollando esta materia tenemos la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum.

5)    Artículo 149.1.32º), que dispone como competencia exclusiva del Estado la «Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum». El artículo 2.1 de la Ley Orgánica 2/1980 establece que «La autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de sus modalidades, es competencia exclusiva del Estado».

Luego si en España tenemos un derecho a decidir, que no es más que otra manera de decir libertad de elección ─o libertad, a secas─, es un derecho que, obviamente, pertenece a todos los ciudadanos españoles[1], sin excepción y sin que este derecho quede condicionado a que se viva en cierto lugar, se hable cierta lengua o se tengan tales o cuales creencias o costumbres. La libertad de elección es del ciudadano de carne y hueso, al igual que el resto de derechos fundamentales y libertades públicas, y no de las comunidades autónomas o regiones (y mucho menos de los idílicos «pueblos» o «naciones»), cuyas competencias y atribuciones constitucionales o legales deben estar al servicio del ciudadano y de sus derechos, y no a la inversa. Esto es una obviedad. Desde luego, en esta libertad del ciudadano se incluyen las consultas o refrendos sobre cuestiones políticas de relevancia[2], autorizadas siempre por el Estado dentro del marco constitucional y legal[3]. Una consulta que afecte a los límites territoriales de España, y a los derechos y deberes de los ciudadanos españoles, como lo es la planteada por los partidarios del derecho a decidir, es, por su propia lógica, una consulta que debería someterse, en el hipotético caso de celebrarse, al escrutinio de todos los ciudadanos del Estado. Ni más ni menos. Todo intento de limitar el número de ciudadanos que puedan tomar esa decisión, permitiendo que se vote en una región aislando al resto del país, es un torpedo en la línea de flotación de nuestra democracia y del ordenamiento jurídico que le sirve de base; un irresponsable intento de saltarse «a la torera» todas las normas que asientan nuestra democracia, en una populista reivindicación de la «voluntad del pueblo», que no es otra cosa que la voluntad de unos cuantos espabilados.

Nemo. España. Dominio Público.


Porque, no hay que engañarse, todo el embrollo del derecho a decidir no es más que una maniobra política del nacionalismo secesionista o independentista (ahora llamado también «soberanista») para lograr sus objetivos: tener más privilegios y prebendas que el resto de ciudadanos del país, sea en forma de independencia, mayor financiación o más competencias; resumiendo, más poder. Cualquiera de estas cosas les vale. Para ello no se duda en utilizar todas las artimañas a su alcance, siendo la primera de ellas la creación de una identidad colectiva singular que les diferencia de todos los demás ciudadanos, y que justifica políticamente su mayor preponderancia en derechos y en capacidad política. Una identidad insultada, ultrajada, aplastada, por el Estado desde el pasado más remoto, y que de recuperarse mediante la consulta aportará remedios milagrosos a los malsanos problemas actuales: salida de la crisis económica, disminución del paro, fin de la corrupción política, mayor riqueza personal, altas cotas de felicidad, etc. En realidad, una peligrosa ficción que está trayendo graves problemas de convivencia entre los que se amoldan a la identidad colectiva (los nativos) y los que quieren, dentro de las posibilidades del ordenamiento jurídico, ejercer su derecho a ser de otra manera, a seguir siendo ciudadanos[4]. Se trata, cómo no, de una nueva puesta a punto del discurso del odio, del victimismo, de la exaltación y deformación de los sentimientos de pertenencia, de echarle la culpa a los de fuera de los males propios, argumentos tan típicos del nacionalismo; una vez más, de la separación y confrontación entre «los nuestros» (los de aquí, los de siempre, los buenos) y «los otros» (los que amenazan nuestra «esencia de pueblo»).

Todo esto, además, envuelto con un discurso político chabacano y demagógico, en el que unos pocos abanderan y representan lo que piensa y siente el pueblo en su conjunto, sentimiento que, por supuesto, está y estará siempre por encima de lo que diga la legalidad democrática (ordenamiento jurídico), que se ve no ya como una imposición sino como una invasión. Aquí resuenan las palabras de Aristóteles en relación con los demagogos: «Ellos son los responsables de que prevalezcan los decretos y no las leyes, llevándolo todo ante el pueblo, pues se engrandecen porque el pueblo controla todos los asuntos y ellos la opinión del pueblo, ya que el pueblo les obedece»[5]. Esta situación en la que la ley no gobierna, no manda, sino los demagogos con sus decretos, que proclaman aquellas cosas que el pueblo quiere escuchar, aunque sean desastrosas para todos, se traduce en una situación caótica, desastrosa. «Pues donde no gobiernan las leyes, no hay sistema; ya que es preciso que la ley gobierne todo…»[6]; esto es, sin ley no hay democracia ni sistema político alguno, sino, como se dice coloquialmente, la «ley de la selva». Lo que puede agravarse todavía más con el empleo viciado del referéndum tipo plebiscito para la toma de decisiones políticas, puesto que estas consultas son, como apunta Eduardo Espín, «los refrendos más fácilmente orientables por la propaganda o por sentimientos poco racionalizables»[7]; dicho de otro modo, la carne más jugosa donde el demagogo hinca el diente para saltarse la ley, convertir la democracia en una farsa y conseguir su premio: obtener más poder a costa de todos los demás y, de paso, lograr la impunidad para sus frecuentes corruptelas.

De modo que es totalmente rechazable el derecho a decidir que se quiere hacer del dominio común desde algunos discursos (nacionalistas y no nacionalistas), pasándolo por más democrático que la democracia misma; la situación es más bien la contraria: es una amenaza para nuestra democracia. Igualmente, es rechazable el discurso de las identidades colectivas prepolíticas como base de los derechos y deberes del ciudadano, que sirve de fundamento al derecho a decidir, por lo que tiene de excluyente y de ruptura de la igualdad. Todos (los ciudadanos) hemos nacido en algún sitio, vivimos en algún pueblo o ciudad, hablamos una lengua, tenemos nuestros antepasados, familiares, amigos, y compartimos unas tradiciones o disfrutamos de unas aficiones (tenemos las personas muchas identidades), pero no es sobre estos rasgos sobre los que forjamos nuestro estatus jurídico y político, sino sobre la ciudadanía basada en la participación de todos y en la aceptación de un derecho común e igual para todos, que diría Cicerón. De ahí surge el derecho de todos los ciudadanos a forjarse una o muchas identidades, esto es, la pluralidad, respetando ese derecho común (legalidad democrática); derecho que, como se ha visto, no pertenece a ninguna región o territorio. Como se puede comprobar, el camino es el contrario al que nos indican los defensores del derecho a decidir. Por eso quiero acabar esta entrada con unas palabras de Luigi Ferrajoli, que me parecen muy lúcidas:

«… Es también cierto que la efectividad de cualquier Constitución supone un mínimo de homogeneidad cultural y prepolítica. Pero es todavía más cierto lo contrario: que es sobre la igualdad en los derechos, como garantía de la tutela de todas las diferencias de identidad personal y de la reducción de las desigualdades materiales, como maduran la percepción de los otros como iguales y, por ello, el sentido común de pertenencia y la identidad colectiva de una comunidad política. Se puede, más aun, afirmar que la igualdad y la garantía de los derechos son condiciones no sólo necesarias, sino también suficientes para la formación de la única «identidad colectiva» que vale la pena perseguir: la que se funda en el respeto recíproco, antes que en la recíprocas exclusiones e intolerancias generadas por las identidades étnicas, nacionales, religiosas o lingüísticas»[8].




[1] Fernando Savater escribe sobre este punto «que los ciudadanos reivindiquen en democracia el derecho a decidir es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de sus regiones o territorios». ¿Ciudadanos o nativos?
[2] El profesor Espín define referéndum como «votación popular sobre la aprobación o abrogación de un texto normativo o sobre cualquier decisión política». El segundo tipo es el que se conoce como plebiscito, que es el contemplado en el artículo 92 de la Constitución, cuyas características son su carácter discrecional (no preceptivo) y consultivo (no vinculante). Ver Lecciones de derecho político, páginas 55-59, citado p. 55.
[3] Así, Eduardo Espín señala que en España son posibles las consultas al electorado en ámbitos territoriales más reducidos, como el regional o local, con la autorización del Estado, que ostenta la competencia exclusiva en esta materia. Ver Lecciones de derecho político, página 57.
[4] En la pasada Diada del 11 de septiembre, el político Albert Rivera, de Ciutadans, que participaba en un programa televisivo, celebrado en plena Plaza de Cataluña, tuvo que sufrir las increpaciones e insultos de muchos viandantes concentrados por la independencia. Entre otras cosas le llamaron «español», como si fuera un insulto (ver vídeo). Ese es el clima de confrontación y enfrentamiento que está fraguando el nacionalismo excluyente de corte secesionista.
[5] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a. Edición de Alianza Editorial, Madrid, 1998, introducción, traducción y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.
[6] Idem, libro IV, 4, 1292a.
[7] Ver Lecciones de derecho político, citado página 58. El profesor Espín apunta a tres factores que favorecen la manipulación de los plebiscitos: 1) influencia de los medios de comunicación y de su propaganda; 2) tendencia sociológica a apoyar las propuestas de la autoridad; y 3) posibilidad de vincular la consulta con sentimientos o emociones del electorado.
[8] Luigi Ferrajoli, Pasado y futuro del Estado de derecho, traducción de Pilar Allegue, en Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, segunda edición, 2005, edición de Miguel Carbonell, páginas 13-29, citado página 29.