Sacerdocios de Roma
Pontífices.
Según Varrón[i],
la etimología de la palabra “pontífice” deriva de pons (puente), puesto
que los pontífices fueron los encargados de construir y reparar el puente Sublicio,
puente muy importante en todo lo relacionado con las ceremonias religiosas. Sin
embargo, los pontífices formaron uno de los más importantes colegios
sacerdotales, fundado por Numa Pompilio[ii],
que, según nos cuenta Cicerón, tenían asignada como función, bajo la dirección
del Pontífice Máximo, velar por el cumplimiento de todo lo relativo al culto
sagrado. En concreto, los pontífices tenían a su cargo la descripción del
calendario romano[iii],
principalmente en días fastos y nefastos[iv].
Los días fastos son aquellos en los que está religiosamente permitido la
realización de actividades jurídicas, por el pretor, y en general, cualquier
actividad del Estado; en tanto que en los días nefastos estaba totalmente
prohibido por la religión acometer estas actividades públicas, prueba
irrefutable de la estrecha conexión que había en Roma entre la política y una
religión supeditada a los intereses de Estado. En íntima relación con esta
labor pontifical, los pontífices establecían las fechas de las fiestas y
festividades religiosas, y ordenaban el año de tal forma que coincidiera el año
solar con los doce meses lunares, por medio de la intercalación, para que las
fiestas se celebraran en las mismas fechas, sin ningún desfase temporal[v].
Además, los
pontífices también hicieron de memoria histórica, encargándose de la confección
de los fastos consulares, donde se recogían, año tras año, los nombres de las
personas que habían ostentado tan alta magistratura, y los anales, libro donde
escribían, sin aplicar mucho rigor a esta tarea, los sucesos más importantes
acaecidos durante el año.
Nemo. Mujeres romanas. Dominio Público. |
Junto con estas
atribuciones los pontífices, como ya se dijo antes, asumieron la labor de
vigilar el cumplimiento del culto sagrado. De este modo, cuidaban de que se
siguieran determinadas normas con un evidente sesgo religioso, el derecho
pontifical del que habla Cicerón en Las Leyes, en temas como los
siguientes: ritos religiosos de cada familia, estableciendo las normas que
regulaban lo concerniente a la continuación de los ritos familiares por los
herederos[vi];
ritos funerarios, fijando las condiciones que debía reunir una tumba para tener
la consideración jurídica de tumba y los lugares donde no se podía enterrar a
un familiar[vii];
y sacrificios, determinando los tipos de víctimas que se debían ofrecer a cada
divinidad y los efectos jurídicos que ello conllevaba[viii].
En todas estas cuestiones, además del derecho pontifical, estaba involucrado el
derecho civil (herencias, por ejemplo). En este sentido, el colegio de los pontífices
estaba formado por personas que eran expertos en derecho civil, como nos
muestra Cicerón al escribir sobre los Escévolas[ix],
Publio y Quinto, ambos pontífices y, a su vez, muy doctos en el ius civile,
hasta el punto que el primero de ellos es considerado como uno de sus
fundadores.
Al lado de los
pontífices, como sacerdotes en general, se encontraban los flámines[x],
adscritos a una divinidad en particular, lo que, según el arpinate, obedecía a
un motivo concreto: facilitar la «evacuación de consultas de derecho y la
realización de las ceremonias religiosas»[xi].
Los flámines se agrupaban en dos categorías: los flámines mayores, que eran
tres, el Flamen Dialis (adscrito a Júpiter), el Flamen Martialis
(adscrito a Marte) y el Flamen Quirinalis (adscrito a Quirino[xii]);
y los flámines menores, como por ejemplo, el Flamen Furrinalis y el Flamen
Volcanalis, cuyo número podía variar. Su creación también se debía al rey
Numa Pompilio[xiii].
Augures.
Los augures eran
los intérpretes de Júpiter Óptimo Máximo, siendo instituidos por Rómulo en un
número de tres, uno por cada tribu, número que posteriormente Numa Pompilio
aumentó en dos[xiv].
Como intérpretes, por medio de los auspicios y presagios, de la voluntad de
Júpiter, padre de dioses y hombres, los augures desarrollaron una actividad de
gran influencia en todo lo relacionado con los más altos asuntos del Estado.
Cicerón llega a afirmar que «el derecho más grande e importante de la República
es el de los augures»[xv],
y ello no es de extrañar si atendemos a las facultades que desempeñaron los
miembros de este colegio.
Así, ya se dio
cuenta, en otras partes de este trabajo, de que para realizar algún asunto de
Estado, como el inicio de una guerra o la convocatoria de una asamblea, por
ejemplo, se debían tomar auspicios[xvi].
Obviamente, el magistrado que tomara auspicios debía estar asistido por un
augur[xvii],
que le comunicaría el sentido de la voluntad divina, lo que, en la práctica, le
confería a este sacerdote un gran poder de decisión, estando en sus manos la
posibilidad de emprender ese asunto. De este modo, en relación con las
asambleas populares, Cicerón[xviii]
nos informa de cómo el augur podía conceder o denegar la facultad de convocar
al pueblo, deshacer o disolver una asamblea convocada, e incluso dejar sin
efectos una asamblea ya celebrada. Por consiguiente, el augur también estaba
capacitado para anular, mediante un decreto del colegio de los augures, las
decisiones tomadas en las asambleas, como, por ejemplo, una ley. Además, en
cuanto a los magistrados, su poder sobre éstos era tal que ningún magistrado
podía ratificar, convalidar, un asunto sin contar con el beneplácito de los
augures[xix];
es más, podían hacer que un cónsul, o un dictador, dimitiera de su cargo
cuando, a su juicio, surgiera algún escrúpulo religioso.
En definitiva, con
el colegio de los augures volvemos a comprobar lo intrínsecamente ligadas que
estaban en Roma los asuntos de Estado y la religión. La arcaica religión romana
era una religión práctica, cívica, que no estaba separada del Estado sino
incluida dentro del mismo, apoyando, desde lo divino, todas las acciones de los
hombres. Desde luego, no era una religión plagada de espiritualidad, ni dotada
de una moralidad concreta, por lo que Carcopino llega a escribir que «...la
realidad es que la religión romana, con su acompasada frialdad y su prosaico
utilitarismo, helaba cualquier resto de fe»[xx].
Este carácter de la antigua religión favoreció, cada vez más, la indiferencia
de unos seguidores que en ocasiones no llegaban a comprender sus atávicos
rituales, y, por extensión, dio alas al advenimiento de nuevas religiones
procedentes de oriente, muchas de ellas de corte monoteísta, como el
cristianismo, que se convirtió en la religión oficial del Imperio.
Feciales.
El colegio de los
feciales, instituido por el rey Tulo Hostilio[xxi],
realizó una función de embajadores del pueblo romano[xxii],
en virtud de la cual les correspondía exigir las reparaciones e indemnizaciones
oportunas a otros pueblos, por algún agravio, y, en su caso, declarar de forma
solemne la guerra si la respuesta obtenida era arrogante o poco satisfactoria.
Si la guerra no era declarada conforme al rito fecial era considerada injusta e
impía y, por lo tanto, no autorizada por los dioses. Al concluir la guerra, los
feciales se encargaban de la ratificación de los tratados de paz y de las
posibles treguas[xxiii].
Precisamente, Varrón[xxiv]
sitúa el origen etimológico de la palabra “fecial” en fides, que
significa compromiso, y que tiene que ver, desde luego, con los compromisos
públicos del pueblo romano con otros pueblos.
El rito fecial[xxv]
consistía en lo siguiente: los feciales mataban a una cerda asestándole un duro
golpe en la cabeza con un arma de piedra[xxvi],
al tiempo que articulaban unas fórmulas rituales; poco después, mojaban en la
sangre de la víctima una lanza, que era arrojada a territorio enemigo. Este
ritual se realizaba, en principio, junto a la frontera del enemigo, siendo
trasladado a una plaza frente al templo de Belona, al incrementarse cada vez
más los territorios que estaban bajo la férula romana. En esta plaza se
construyó una columna, la columna bellica, desde donde se arrojaba la
lanza como símbolo de que la guerra había sido declarada[xxvii].
Otros colegios
sacerdotales.
Como es sabido, en
Roma hubo otros muchos sacerdocios, algunos de ellos procedentes de tierras
extranjeras, como los galli de la diosa Cibeles[xxviii].
No obstante, en este apartado se van a esbozar unas breves notas sobre cuatro
colegios que considero más interesantes: el sacerdocio de las vírgenes
vestales, el colegio de los arúspices etruscos, la hermandad de los salios y,
por último, el colegio de los fratres Arvales.
En cuanto al
primero de ellos, el de las vírgenes vestales, a nadie le pasa desapercibido el
hecho de que se trataba de un sacerdocio femenino, con total exclusión de los
hombres, encargado de custodiar el fuego sagrado de la troyana Vesta, diosa
protectora del hogar equivalente a la griega Hestia[xxix].
Eran un total de seis vírgenes[xxx]
elegidas por el Pontífice Máximo, cuyo voto de castidad, máxima expresión de
este sacerdocio, duraba treinta años. Aquellas vestales que osaran romper su
voto de castidad eran condenadas a ser enterradas vivas en un proceso dirigido
por el Pontífice Máximo. La explicación de esta condena la hallamos en los
Fastos[xxxi],
de Ovidio, donde el poeta sulmonés escribe que Vesta y la tierra son la misma
cosa, por lo que aquella sacerdotisa que hubiera quebrantado su voto de
castidad debía ser enterrada en la misma tierra que, con su infame proceder,
había ultrajado. Tito Livio nos ofrece testimonios acerca de procesos abiertos
contra algunas vestales sospechosas de haber roto su voto[xxxii].
Otro colegio que
merece ser reseñado es el de los arúspices etruscos, que se ocupaban de
examinar las vísceras de las víctimas en los sacrificios, con el fin de
interpretar algún presagio[xxxiii].
En este sentido, sus prescripciones acerca de las víctimas que debían emplearse
en los sacrificios eran de obligado cumplimiento[xxxiv],
como las de los pontífices. A su vez, cuando acontecía algún portento o
catástrofe se podía, por decreto del Senado, consultar a los arúspices para que
éstos decidieran lo que debía hacerse para aplacar la cólera divina[xxxv],
como, por ejemplo, en la leyenda de la formación del lago Curcio[xxxvi].
En tercer lugar, se
va a traer a colación el colegio de los salios, implantados por el pacífico rey
Numa Pompilio, gran artífice de la religión romana, cuando Júpiter le lanzó un
escudo símbolo de la supremacía militar del pueblo romano[xxxvii].
El nombre de salios deriva de salitare[xxxviii] (saltar,
brincar) porque en el ceremonial que ejecutaban, que representaba el carácter
guerrero de Roma, debían dar abundantes saltos. Por lo demás, los salios se
dividían en dos hermandades: los salii palatini y los salii colinii
o agonales[xxxix].
Por último, quiero hacer referencia al colegio de
los fratres Arvales, cuyos cultos están relacionados con las faenas
agrícolas y ganaderas[xl].
Los fratres Arvales, por medio de unos ceremoniales consistentes, por
regla general, en ofrendas, sacrificios, cantos y otras celebraciones de
carácter mágico, pretendían conseguir el favor de los dioses para garantizar la
fecundidad de la tierra y de los animales; o, lo que es lo mismo, el bienestar
del pueblo romano, que se sustentaba esencialmente en la agricultura y la
ganadería. En el apartado siguiente se hará mención de algunas fiestas religiosas
en las que participaban estos sacerdotes.
[i] Varr. De Ling. Lat. V, 83. Varrón ofrece otra etimología de la
palabra pontífice, que atribuye a Quinto Mucio Escévola, según la cual deriva
de posse (poder) y facere (hacer), como si fuera potifices.
Marco Terencio VARRÓN, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990,
Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[ii] Cic. De Rep, II, XVI, 26. Marco Tulio CICERÓN, La República
y Las Leyes, Akal, Madrid, 1989, Edición de Juan María Núñez González.
[iii] Cic. De Leg, II, XII, 29.
[iv] Varr. De Ling. Lat. VI, 29-30. El
calendario romano se dividía también en días comiciales, en los que se votaba
en los comicios, días intercisi, en parte fastos y nefastos, y los días fissi,
también en parte fastos y nefastos, que se conocían bajo las siglas QRCF (los días 24 de marzo y 24 de mayo) y QStDF
(el día 15 de junio). Ver De Ling. Lat. VI, 31. Sobre el significado de
las siglas, Varrón sostiene que la primera significa Quando Rex Comitiavit
Fas («cuando el rey acuda al comicio, es fasto»), y Ovidio, Fasti,
V, v. 727-728, ofrece otra alternativa, al entender que significa Quando Rex
Comitio Fugerit, (fas) («cuando el rey haya huido de la asamblea, es fasto»).
La segunda sigla se traduce como Quando Stercum Delatum, Fas («cuando la
basura haya sido sacada, es fas»), porque ese día se barrían las inmundicias
del templo de Vesta. Cfr. Ovidio, Fasti, VI, v. 227-228 y 713-714, y
Varrón, De Ling. Lat. VI, 32. Otra división de los días, teniendo en
cuenta la luna, era en Kalendas, el día de luna nueva, Nonas, día
de cuarto creciente, e Idus, día de luna llena. Cfr. Varr. De Ling. Lat. VI, 27-28, Ovidio, Fasti, I, 45-62. Publio OVIDIO Nasón, Fastos, Editora Nacional, Madrid, 1984,
Edición de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[v] Ver nota 3.
[vi] Cic. De Leg, II, 48-53.
[vii] Cic. De Leg, II, XXII, 55-56 y XXIII, 58.
[viii] Cic. De Leg. II, XII, 29 y XXII, 55.
[ix] Cic. De Leg, II, XIX, 47.
[x] Cic. De Leg, II, VIII, 20. Varr. De Ling. Lat. V, 84.
[xi] Cic. De Leg, II, XII, 29, segundo párrafo.
[xii] Según la leyenda, el rey Rómulo, a su muerte, fue transformado en el dios
Quirino. Ver Cic. De Rep, II, X, 20; Ovidio, Fasti, II, 475-512.
[xiii] Cic. De Rep, II, XIV, 26.
[xiv] Esta es la versión que ofrece Cicerón en De Rep, II, IX, 16 y
II, XIV, 26. Por otro lado, Livio, en IV, 4, 2, atribuye la creación de los
augures a Numa Pompilio. TITO LIVIO, Historia de Roma desde su Fundación,
tomo II libros IV-VII y tomo III libros VIII-X, Gredos, Madrid, 1990, Edición
de José Antonio Villar Vidal.
[xv] Cic. De Leg, II, XII, 31.
[xvi] Liv. VI, 41, 4; Cic. De Leg, II, X, 21. Los auspicios eran tan
importantes que incluso Rómulo fundó Roma después de tomarlos. Ver Cic. De
Rep, II, III, 5; Ovidio, Fasti, IV, 807-862.
[xvii] Cic. De Leg, III, IV, 11.
[xviii] Todas las competencias que se enumeran las cita Cicerón en De Leg,
II, XII, 31.
[xix] Cic. De Rep, II, XX, 36, el rey Tarquinio el Viejo no pudo
cambiar el nombre de las primitivas tres tribus porque un augur de gran
reputación no lo aprobó.
[xx] Jérôme Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio (1939), Temas
de Hoy, Madrid, 1993, cit. pág. 163.
[xxi] Cic. De Rep. II, XVII, 31.
[xxii] Por ello ya se dijo en otro epígrafe que los feciales contaban con la
protección del ius gentium.
[xxiii] Cic. De Leg, II, IX, 21.
[xxiv] Varr. De Ling. Lat. V, 86.
[xxv] Ritual explicado por Manuel Antonio Marcos Casquero en su edición de
los Fastos de Ovidio, pág 397.
[xxvi] Liv. IX, 5, 3-4.
[xxvii] Ovidio, Fasti, VI, 199-208.
[xxviii] Ovidio, Fasti, IV, 179-372; Varr. De Ling. Lat. VI, 15.
La diosa Cibeles había sido traída a Roma desde Frigia, en Asia Menor, en el
año 204 a. C. Los miembros de este sacerdocio eran todos asiáticos, no
permitiéndose a los romanos formar parte del mismo. El día 4 de abril
celebraban la fiesta en honor de Cibeles, la Madre Idaea.
[xxix] Cic. De Leg, II, VIII, 20.
[xxx] Cic. De Leg, II, XII, 29, segundo párrafo.
[xxxi] Ovidio, Fasti, VI, 249-468.
[xxxii] Liv. IV, 44, 11-12; VIII, 15, 7-8. Llama la atención que lo que despertara las sospechas sobre las
sacerdotisas vestales fuera su atuendo.
[xxxiii] Liv. VIII, 6, 12 y 9, 1. Plauto, Poenulus, v. 455-466, Miles
Gloriosus, v. 695. Tito Maccio
PLAUTO, Comedias II, Cátedra, Madrid, 1995, edición de José Román Bravo.
[xxxiv] Cic. De Leg, II, XII, 29.
[xxxv] Cic. De Leg, II, IX, 21.
[xxxvi] Varr. De Ling. Lat. V, 148.
[xxxvii] Cic. De Rep, II, XIV, 26. Ovidio, Fasti, III, 259-362.
[xxxviii] Varr De Ling. Lat. V,
85.
[xxxix] Varr. De Ling. Lat. VI, 14. El dato es tomado de una nota a pie
de página de Manuel Marcos Casquero.
[xl] Varr. De Ling. Lat. V, 85. La etimología de fratres Arvales
deriva de ferre (llevar) y arva (campo), como si fueran los que
llevan los campos. Varrón también dice que puede derivar del término griego fratría, que designa a la unidad social griega.
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