jueves, 26 de marzo de 2015

El populismo que tenemos, el populismo que nos viene (II): ideas del populismo

En definitiva, y aunque parezca una perogrullada, lo más importante a la hora de abordar el populismo es qué se entiende por pueblo (el primer rasgo expuesto), o, más exactamente, qué entienden los populistas por pueblo. Desde luego, el pueblo es una palabra ambigua y confusa, de difícil contorno. Fácilmente se puede caer en la pedantería y en la mitología (y en la total falsedad) a la hora de exponer lo que es o lo que se entiende por pueblo. Sin embargo, para el populista el asunto es mucho más sencillo: el pueblo es juez supremo, gran legislador, magistrado máximo y sumo sacerdote. Todo a un tiempo. Es la suma de todas las virtudes, habidas y por haber, a pesar de que a veces se le pueda «tomar el pelo»[1]. Todo el poder, toda la legitimidad, toda la justicia, toda la soberanía, deriva del pueblo; y toda medida política, social y personal, todo esfuerzo, individual o colectivo, debe hacerse por el pueblo. Todo existe por el pueblo o a través del pueblo, y todo lo que debe hacerse debe revertir a éste único sujeto legítimo. Aquí reside el busilis del asunto: para el populista el pueblo es un sujeto corpóreo, un ser vivo, como las personas de carne y hueso, tan real como éstas, o más. No es un cuento, ni una fábula, ni una leyenda; es un ente subjetivo que goza de una existencia plena, una inteligencia propia y una voluntad original, que solo el populista conoce. No se trata de «algo» sino de «alguien». Y no es cualquier «alguien»: aludir al pueblo es como aludir a una persona de gran prestigio (persona semidivina o cuasidivina) de la que todos hemos oído hablar, aunque no hayamos visto nunca. Esta «personificación» del pueblo ha llevado a autores, como Fernando Savater, a señalar con acierto la similitud que se puede establecer entre la noción de pueblo y la idea de Dios[2].


Hans. Plaza de la Catedral. Dominio público.


Dos ideas llaman poderosamente la atención, a mi juicio, de toda esta pintura del pueblo: la legitimidad y la soberanía. La legitimidad es una cuestión de valor, vinculada ineludiblemente a la justicia. Si un Estado, un gobierno, una institución, supera el test de los criterios de justicia asociados al concepto de legitimidad (por ejemplo, seguridad jurídica, democracia, derechos humanos), entonces es justo, por parte de los ciudadanos, obedecer y asumir sus normas; estaríamos ante un Estado, un gobierno o una institución legítima. En este sentido, el máximo representante de la justicia en la tierra, para el populista, es el pueblo. Obedecer lo que dice el pueblo es cumplir con la mayor justicia terrenal posible. Es la única fuente de poder y, por tanto, de legitimidad. En consecuencia, todo aquello que contradiga la voluntad del pueblo, ya se trate de constituciones, leyes, reglamentos, sentencias, órdenes policiales, tratados y acuerdos internacionales, compromisos de todo tipo, tradiciones, o lo que sea, carecerá de legitimidad, será algo totalmente injusto y podrá ser desobedecido o derogado sin ningún problema. Por eso el populista (como el pueblo) no se encuentra atado a ninguna norma que no sea lo que el pueblo quiere, y no duda en preconizar futuras reformas constitucionales, legislativas y de política interior y exterior, que pasarán a cumplir a rajatabla la voluntad del pueblo, obedeciendo lo que, paradójicamente, no había más remedio que obedecer.

Sobre el otro aspecto reseñado más arriba, la soberanía, no deja de llamar la atención que los populistas insistan machaconamente en que hay que «recuperar la soberanía». Así, sus dardos suelen ir dirigidos contra organizaciones internacionales que han asumido parte de la soberanía de los Estados, en un pensamiento que les aproxima nítidamente al nacionalismo más rancio: hay que expulsar de nuestras fronteras todo lo que, desde el extranjero, pretende (por supuesto ilegítimamente) acabar con nuestra libertad y nuestros derechos. Tenemos que volver a ser nosotros mismos. Se hacen llamamientos exaltados y multitudinarios al patriotismo, en detrimento de los procesos de integración internacional; incluso se consagra un «derecho a decidir» de los pueblos. Lo curioso, no obstante, de las palabras de los populistas es su noción de soberanía, que entronca a la perfección con lo que se entendía por soberanía en el Antiguo Régimen: un poder «absoluto, ilimitado e inagotable», en palabras del profesor Luis Prieto[3]. El único poder, además, que puede crear normas jurídicas e instituciones políticas (legibus solutus), sin ningún tipo de obstáculo. Con la diferencia de que, donde antes estaba el monarca absoluto, ahora se situaría el pueblo, también absoluto[4]. Cambia el soberano, pero no la soberanía. La conclusión a la que se llega con esta idea de soberanía se amolda muy bien a lo escrito antes sobre la legitimidad: si el poder es del pueblo, y solo del pueblo, es absurdo que éste se vea constreñido en su actuación por otras fuerzas (Estados extranjeros, organismos internacionales, Constituciones, leyes, etc); un poder ilimitado no puede, por su propia lógica, ser limitado por nada ni por nadie[5]. Esto lo tiene muy claro el populista: el pueblo es legítimo (justo) y soberano (autónomo).

De modo que no es de extrañar que, en virtud de esta invocación permanente al pueblo todopoderoso, el populismo haya sido equiparado en democracias como la nuestra a la demagogia[6], si nos atenemos a la doctrina aristotélica. En efecto, el estagirita, a la hora de fijar las formas de democracia, dejó escrito que la demagogia es una democracia en la que «ejerce la autoridad la masa y no la ley»[7]. La inmediata consecuencia de la demagogia es que prevalecen «los decretos y no la ley», añadiendo Aristóteles que esta situación se produce «por culpa de los demagogos»[8]. ¿De qué manera? El discípulo de Platón nos advierte de que «donde las leyes no son soberanas, allí aparecen los demagogos, pues el pueblo se erige en dirigente único, uno solo formado por muchos»[9]. Entonces el pueblo se convierte por mediación de los demagogos en un tirano, mal sin duda posible del que, muchos años después, escribió con lucidez John Stuart Mill[10]. Los demagogos provocan una situación inestable, insegura, turbulenta, en la que no hay ni instituciones ni normas válidas, sino que todos los asuntos se llevan ante el único gobernante, la única institución, el pueblo, cuya voluntad sólo conoce el demagogo. Lo explica mucho mejor Aristóteles: «Ellos son los responsables de que prevalezcan los decretos y no las leyes, llevándolo todo ante el pueblo, pues se engrandecen porque el pueblo controla todos los asuntos y ellos la opinión del pueblo, ya que el pueblo les obedece»[11].

La degeneración de la democracia que produce la práctica de la demagogia fue tratada previamente por Platón, en su obra La República. Como es sabido, este filósofo ateniense no era muy partidario del régimen democrático, hecho en el que por supuesto influyó su experiencia personal. Platón califica despectivamente a la democracia, por boca de su maestro Sócrates, como régimen político «placentero, anárquico y vario», que se caracterizaba en puridad por dotar sin distingos de «una especie de igualdad tanto a los que son iguales como a los que no lo son»[12]. Hombres, mujeres, padres, hijos, metecos, esclavos[13], libertos, todos iguales; amargamente llega a quejarse de que en la democracia hasta las bestias pretenden ser iguales a los hombres[14]. ¿Qué es lo que igualaba la democracia que causaba tanto escándalo en Platón? Obviamente, la libertad. A nuestro autor no le pasó desapercibido que en la democracia la libertad era el bien más preciado, lo que definía al hombre y al régimen democrático: «En un Estado gobernado democráticamente oirás decir, creo yo, que ella (la libertad) es lo más hermoso de todo y que, por tanto, sólo allí vale la pena de vivir a quien sea libre por naturaleza»[15]. La extensión de la libertad a prácticamente todos los ámbitos de la vida se traducía, en opinión de Platón, en que vicios como la indisciplina, la anarquía, la insolencia o el impudor, se mezclaran, sin orden ni concierto, con las virtudes más estimables: la templanza, la moderación o el pudor; y que llegaran, incluso, a ser mejor valorados por los hombres. Un estado de confusión tal, con una indigna igualdad de hombres y de vicios/virtudes, hará muy ardua la aprobación de leyes sensatas y juiciosas para el gobierno de la ciudad: la indisciplina y la falta de autoridad serán mucho más «populares» que la responsabilidad y la contención. Circunstancia, sin duda, aprovechada por el demagogo para medrar entre sus conciudadanos y obtener el poder. Así, su modus operandi consistirá en poner al pueblo, a la masa, en contra de los ciudadanos pudientes y acaudalados (antipueblo), a los que se culpará, con razón o sin ella, de los males que acucian a la gran mayoría. Esta situación turbulenta dará lugar a enfrentamientos intestinos, en los que los notables, aun no pretendiendo privilegios para sí, acabarán uniéndose contra el resto del pueblo[16], que, en respuesta, elegirá un líder, un caudillo, parte del pueblo oprimido, que dirigirá el clamor popular contra los ricos[17]. Con las siguientes consecuencias: los notables serán expulsados de la ciudad o verán confiscadas sus propiedades, en teórico beneficio del pueblo (en realidad, del demagogo), uniéndose para derrocar al régimen democrático; y el demagogo de turno, en respuesta a la amenaza de los nobles, verá acrecentar su poder, con fórmulas mediante las que concentre en su persona todos los poderes del Estado. El camino a la tiranía está servido. No en balde, Platón señala que «todo exceso en el obrar suele dar un gran cambio en su contrario»[18], por lo que la democracia, con su exceso de libertad, acaba desembocando, merced a las malas artes de los demagogos, en un régimen tiránico que suprime toda libertad[19].     

Volviendo a Aristóteles, éste también indica que el mayor riesgo para la democracia proviene de la oscura labor de los demagogos: «Las democracias principalmente cambian debido a la falta de escrúpulos de los demagogos; en efecto, en privado, delatando a los dueños de las fortunas, favorecen su unión (pues el miedo común pone de acuerdo hasta a los más enemigos) y en público, arrastrando a la masa»[20]. El mecanismo de acción de los demagogos, como ya se dijo más arriba, es siempre el mismo: soliviantar al pueblo contra los acaudalados y, de paso, concentrar el poder en su persona. El estagirita señala que «la mayoría de los antiguos tiranos han surgido de demagogos», destacando que todos ellos contaban con el apoyo del pueblo, apoyo que se resumía en su «odio contra los ricos»[21]. La conclusión a la que llega la demagogia, en suma, es siempre la misma: un cambio de régimen, una ruptura constitucional.  

  
Geralt. Hombre. Dominio público.

Este escenario de caos se parece mucho al que plantean los actuales populistas: si el pueblo lo quiere (o lo quiere porque los populistas lo quieren) todo se puede «tirar por la ventana», hacer picadillo, da igual que sea la Constitución, la deuda externa o lo que sea. «El pueblo unido jamás será vencido». Las instituciones son opresoras, los gobernantes unos dictadores; «no nos representan», se grita a pleno pulmón. Desde luego, el odio a los ricos no para de agitarse; nunca van a faltar culpables a quien señalar para el demagogo-populista, nunca va a desaparecer el antipueblo. Por ello, hay que constituir asambleas o círculos que, a semejanza de la democracia ateniense, sí que van a representar al pueblo, porque van a ser el pueblo. Y la democracia representativa, falaz porque transforma la política en un chiringuito de unos pocos, será sustituida por las consultas populares o refrendos, que serán la indiscutible «voz del pueblo»[22]. El sujeto Pueblo, la gran persona, por fin podrá expresarse en libertad. Los ciudadanos de carne y hueso pasarán a ser unos meros peones al servicio del todo común, del «uno solo formado por muchos», del sujeto o persona efectivamente protagonista, con notorio peligro para los disidentes (el antipueblo). El verdadero problema del populismo, no hace falta indagar mucho, estriba en saber cuál es la voluntad del pueblo o en saber quién la conoce, asunto peliagudo cargado de metafísica, en cuanto que encierra un evidente peligro: que el populista confunda la voluntad del pueblo con su propia voluntad. Y su voluntad va a ser, obviamente, dar por finiquitado el régimen abusivo de unos «pocos» e instaurar el verdadero régimen del pueblo, con las derivas autoritarias y dictatoriales (concentración del poder en su persona para combatir al antipueblo) que esto pueda tener[23].




[1] Con su habitual rigor, Fernando Savater ha destacado que «cuando se habla del ‘pueblo’ no solo estamos describiendo o señalando, sino también valorando. El pueblo no es una categoría neutra, sino positiva, incluso altamente positiva. Y además unánime y homogénea. El pueblo es noble pero ingenuo, sufrido y fácil de engañar sin dejar de ser a la vez sabio, capaz de rebelarse y castigar a quienes le maltratan aunque también generoso y entusiasta cuando se tercia. Suele ser víctima el pueblo, aunque sabe también ser verdugo justiciero». Ver Fernando Savater, Locos por el pueblo, El Correo, 29/06/2014.
[2] Ver Fernando Savater, Locos por el pueblo.
[3] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia, recogido en el volumen Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, citado página 141.
[4] El profesor Luis Prieto escribe que, con el fin del Antiguo Régimen, se dio una «mimética traslación de los atributos de la vieja soberanía absoluta, legibus solutus, a la nueva noción de soberanía popular… Con la consecuencia de que si el soberano ostentaba la cualidad de legibus solutus, esto es, la cualidad de no venir sometido o condicionado por las leyes civiles que él mismo había dictado, otro tanto debía suceder con el pueblo», ver Constitución y Democracia, citado página 141.
[5] «… ninguna Constitución es capaz de vincular a su propio autor, el pueblo, porque el poder de éste es, por definición, permanente y sin restricciones», escribe Luis Prieto a propósito de la soberanía popular, tesis que comparten al 100% los populistas.
[6] Este es el parecer de Gustavo Bueno, que escribe «El populismo, desde el punto de vista de la democracia («correcta») vendría a significar algo equivalente a demagogia», ver Notas sobre el concepto de populismo. La democracia que el profesor Bueno denomina, con algo de ironía, «correcta» es la democracia representativa o indirecta.
[7] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a. Edición de Alianza Editorial, Madrid, 1998, introducción, traducción y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.
[8] Idem. libro IV, 4, 1292a.
[9] Idem. libro IV, 4, 1292a.
[10] En su famoso libro, Sobre la libertad, John Stuart Mill señala, a propósito del poder que la sociedad puede ejercer sobre el individuo, que «en la especulación política se incluye ya la «tiranía de la mayoría» entre los males contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad». Una tiranía que es «más formidable que muchas de las opresiones políticas». Ver John Stuart Mill, Sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1997, traducción de Natalia Rodríguez Salmones, citado páginas 61-62.
[11] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a.
[12] Platón, La República, libro VIII, 558c, Alianza Editorial, 2010, edición de José Manuel Pabón y Manuel Fernández-Galiano.
[13] «… los que han sido comprados con dinero no son menos libres que quienes los han comprado». La República, libro VIII, 563b.
[14] «… por lo que se refiere a las bestias que sirven a los hombres, nadie que no lo haya visto podría creer cuánto más libres son allí (en la democracia) que en ninguna otra parte… y lo mismo los caballos y asnos, que llegan allí a acostumbrarse a andar con toda libertad y empaque, empellando por los caminos a quienquiera que encuentren si no se les cede el paso». La República, libro VIII, 563c. Paréntesis mío.
[15] La República, libro VIII, 562b-c. Paréntesis mío. En su obra Política, Aristóteles indica que los rasgos principales de la democracia son la libertad («un rasgo de libertad es ser gobernado y gobernar alternativamente») y la igualdad («cada ciudadano debe ser igual», «libertad basada en la igualdad»). Ver Política, libro VI, 2, 1317a-b.
[16] Así lo narra Platón: «… (los notables) aun cuando no quieran cambiar nada, son inculpados por los otros (los demagogos) de que traman asechanzas contra el pueblo y de que son oligárquicos… (entonces los notables) cuando ven al fin que el pueblo, no por su voluntad, sino por ser ignorante y porque le engañan los calumniadores, trata de hacerles daño, entonces, quiéranlo o no, se hacen de veras oligárquicos…».  La República, libro VIII, 565b-c.  Paréntesis míos.
[17] La respuesta del pueblo: «el pueblo suele siempre escoger a un determinado individuo y ponerlo al frente de sí mismo, mantenerlo y hacer que medre en grandeza». Citado La República, VIII, 565c.
[18] Citado La República, VIII, 563e.
[19] «La demasiada libertad parece, pues, que no termina en otra cosa sino en un exceso de esclavitud lo mismo para el particular que para la ciudad». La República, VIII, 564a. Un poco más adelante, «es natural que la tiranía no pueda establecerse sino arrancando de la democracia; o sea que, a mi parecer, de la extrema libertad sale la mayor y más ruda esclavitud».
[20] Aristóteles, Política, libro V, 5, 1304b.
[21] Idem, libro V, 5, 1305a.
[22] Gustavo Bueno dice que el populismo, desde la óptica de la democracia «correcta», «está muy cerca del asambleísmo, pero también del recurso a las consultas o manifestaciones directas del pueblo, en la calle (más que en las urnas), o mediante referendos». Ver Gustavo Bueno, Notas sobre el concepto de populismo.
[23] Calogero Pizzolo ha señalado que la legitimación en las urnas que consigue el populista «tiene como consecuencia directa generar la ruptura del orden constitucional vigente hasta entonces, o lo que es lo mismo, de la legalidad derivada de las normas constitucionales», citado Populismos y ruptura constitucional… página 378. En su trabajo cita como ejemplos paradigmáticos los casos de Venezuela, Ecuador y Bolivia, en los que se produjo un cambio constitucional infringiendo directamente el orden constitucional vigente apoyándose en la soberanía del pueblo. Esta soberanía se traduce en el poder constituyente, poder absoluto no sujeto a nada (ni siquiera a la Constitución) y que todo lo puede, como diría Sieyés. Ver Populismos y ruptura constitucional… páginas 378 y siguientes. En el mismo sentido, Álvarez Junco destaca que si el populista vence y llega al poder, «su vínculo privilegiado con el pueblo exige eliminar todo límite a su capacidad de acción», lo que allana el camino a la concentración de poder y a la tiranía. Ver Virtudes y peligros del populismo.

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