Análisis
del populismo en España.
Por lo que se refiere a nuestro país, en estos días
inciertos, la extensión (todavía mayor) del populismo negativo o
descalificativo se debe a la combinación de dos factores nada nuevos:
A) La
manera de hacer política. Tras un extenso periodo de gobierno del
llamado bipartidismo inmovilista (PP-PSOE), España arrostra una serie de
problemas verdaderamente graves. Enumerarlos todos sería una tarea ímproba,
agotadora, pero es difícil resistirse a hacer, por lo menos, una breve síntesis
de los más acuciantes:
1. Elevada tasa de paro (23,4 %). Segunda peor de la
UE. Las sucesivas reformas laborales del bipartidismo inmovilista han
fomentado, sobre todo, un empleo precario y de mala calidad (con pocos
derechos), lo que se ha bautizado como «modelo chino». Todo ello, además,
aderezado con una economía lastrada por el «capitalismo de amiguetes», en
acertada expresión de Martínez Gorriarán[1], en
la que las pymes, el 99,88 % de las empresas en España[2],
son trituradas y sobreviven como pueden. En este contexto desfavorable, ser
emprendedor es sencillamente ser un héroe.
2. Corrupción institucionalizada, con múltiples y
escandalosos casos, que afectan al bipartidismo y adláteres: Gürtel, ERES,
Bankia, Preferentes, Bárcenas, Púnica, Palma Arena, Nóos, Palau, cursos de
formación en Andalucía y Madrid, facturas falsas de UGT, etc. Resulta grotesco,
cuando menos, que desde el Gobierno, al referirse a este estado de corrupción,
se hable de «conductas irregulares». En este sentido, la maniobra orwelliana de
modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para no hablar de «imputados» por
corrupción, sino de «investigados», es de manual: si desaparece la palabra, ya
no habrá imputados por corrupción porque no se podrá pensar en la corrupción; y,
de paso, no habrá corrupción. Lo dicho, grotesco.
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3. Deuda pública que alcanza casi el 100 % del PIB
(en los últimos tres años, con una subida de 300.000 millones de euros),
especialmente alarmante en municipios como Madrid y en algunas comunidades
autónomas, como Cataluña, Valencia, Andalucía o Castilla-La Mancha. Esta última
ha terminado 2014 con una deuda de 12.858 millones de euros, lo que equivale al
33,50 % de su PIB. Este aumento de la deuda contrasta con una época dominada
por la «austeridad», con recortes en sanidad y educación.
4. Fraude fiscal galopante. Según el sindicato de
técnicos de Hacienda, Gestha, el fraude fiscal ascendió en España al 25,6 % del
PIB en 2013; o, lo que es lo mismo, 253.000 millones de euros se evadieron a
Hacienda (noticia en Expansión).
A esto debemos sumar una fiscalidad que se ceba especialmente con las rentas
del trabajo y en las llamadas clases medias, y que, en el caso del IVA, tiene
un fuerte componente regresivo. Y mejor no hablar de amnistías fiscales.
5. Aumento de la desigualdad y la pobreza. Derivado
de los puntos anteriores. En este apartado, la situación en España es
dramática, con situaciones como: la llamada «pobreza energética» (personas que
tienen que decidir entre comer o encender la calefacción); trabajadores que, ya
no es que lleguen a fin de mes, sino que ni siquiera salen del umbral de la
pobreza; mayor desigualdad de salarios entre hombres y mujeres por hacer el
mismo trabajo; personas que tienen que acudir a comedores sociales o
asociaciones de beneficencia para comer, en particular niños, etc.
En suma, el bipartidismo inmovilista ha parasitado
el Estado y sus instituciones, de forma que a veces no hay manera de saber
dónde termina el Estado y empieza el partido de gobierno[3], y
viceversa. Lo que es particularmente preocupante en el caso de instituciones
estatales de control y supervisión, que deberían estar al margen de las interferencias
partidistas ─en realidad, como todas las instituciones del Estado─. La
situación política provocada por el bipartidismo, para la ciudadanía, es la de
«ellos se lo guisan y ellos se lo comen», lo que ha generado una crisis
política e institucional, de legitimidad y credibilidad, sin precedentes en
España. Situación grave y severa, con la corrupción, el paro, los recortes, la falta
de transparencia y la nula separación de poderes, que, como ya se ha apuntado
en otra parte, es el caldo de cultivo de los populismos más ramplones y
reaccionarios. De poco sirve el electoralismo del bipartidismo (su peculiar
populismo de saldo) en los años de urnas, con milagrosas bajadas de impuestos,
subvenciones a tutiplén, planes de empleo oportunos, grandes ofertas de empleo
público, congelación del precio de la luz o del gas (¡chuches para todos![4]), después
de largos años de recortes y de un futuro que se aventura incierto e inseguro,
en el mejor de los casos.
Sin embargo, no hay que engañarse, porque el
populismo ya poblaba España antes de que empezara la gran crisis económica,
política y social de estos años. Y de nuevo el bipartidismo inmovilista aparece
como un elemento coadyuvante (agente provocador) del mismo: es el caso de los
nacionalismos llamados periféricos[5].
Es el populismo que tenemos. Gracias
a una ley electoral injusta, que castiga terceras opciones a nivel estatal
mientras premia en exceso a partidos nacionalistas que se presentan en
determinadas circunscripciones, y a un modelo autonómico de varias velocidades[6], en
algunas regiones se han anquilosado gobiernos de signo nacionalista, que
propugnan la ruptura o superación del orden constitucional y democrático, y la
plasmación de la desigualdad entre territorios como un derecho propio (desigualdad
de derechos que sufren los ciudadanos, no los gobiernos). Estos partidos
también han influido en la política de todo el país, merced a pactos
electorales con el bipartidismo inmovilista, que han buscado, con la perpetua
amenaza de la secesión, ventajas en forma de financiación, competencias y derechos
para los «nuestros», porque estos territorios no admiten colocarse en un plano
de igualdad respecto a las demás regiones. Una política basada en identidades «colectivas»
fabricadas a medida, en el «nosotros somos así», con la complacencia del
bipartidismo, que separa entre propios y ajenos, entre los de aquí y los que
vienen de fuera, por mucho revestimiento democrático e igualitario que se le
quiera dar.
Los populismos nacionalistas han arraigado fuerte, y
amenazan con romper la ciudadanía que ampara la igualdad en toda España y sustituirla
con la vuelta a la tribu; la deformación de la educación en estas regiones ha
sido, en este sentido, fundamental: se ha educado en el nacionalismo
identitario, que defiende la diferencia de derechos en un orden desigual, en
lugar de en ciudadanía democrática, de defiende el derecho a la diferencia
dentro de un marco común de convivencia[7].
El último episodio lo tenemos en el llamado «derecho a decidir»[8],
fantasía política y jurídica del nacionalismo gobernante con el que aspira a
acabar con la democracia y el Estado por vías democráticas. Muy populista, por
supuesto.
B) La
manera de entender la política. Mal
que nos pese, esto nos concierne a todos los ciudadanos. En política toda
elección que se tiene que hacer es difícil: no hay soluciones claras,
sencillas, a los problemas que sufren las personas, y muchas decisiones o
medidas se toman a medio o largo plazo, sobre las que no hay ninguna seguridad
de que produzcan los efectos deseados (más bien, puede ocurrir al contrario,
que exijan sacrificios). Ante una situación política crítica, como la que
atraviesa España, se agudizan dos tendencias o posturas nefastas: la digamos
«apolítica», que impulsa la resignación y la abstención, dejándolo todo en los
de siempre («total, ellos conocen el gobierno y no venden humo», se podría
sostener desde esta postura); y la vía «revanchista», reacción visceral que
persigue solamente el castigo ejemplar para los malvados gobernantes («yo voto
a fulanito para fastidiar a estos sinvergüenzas») y no la reforma de lo que no
funciona. Ambas se apoyan en la pereza que ansía soluciones simplonas a
problemas complejos, en la dejadez que desea votar cada cuatro años y
despreocuparse de todo (ir cada uno a lo suyo), en la desidia y apatía que
supone no saber que uno es un ciudadano dentro un orden democrático.
Desde luego, esta indolencia hace alusión a la
ignorancia. Eso sí, no se hace referencia a la ignorancia que desconoce quién
formuló la teoría de la relatividad o en qué año se descubrió América (a la
ignorancia sobre conocimientos científicos, artísticos, técnicos, etc), sino al
tipo de ignorancia que actúa sobre lo que es una democracia y sobre lo que una
democracia exige de cada uno de sus miembros (ciudadanos). En palabras de
Savater, una ignorancia que implica «la incapacidad para expresar demandas
sociales inteligibles a la comunidad o para comprender las formuladas por otros,
el bloqueo que impide argumentar o calibrar los argumentos ajenos (orales o
escritos), la carencia de un mínimo sentido de los derechos y deberes que
supone ─e impone─ la vida en sociedad más allá de las adhesiones patológicas a
la tribu o la etnia»[9].
Merced a esta ignorancia, que paraliza el diálogo y el contraste de opiniones y
de posturas diferentes, el populista esculpe con letras doradas sus maravillosas
soluciones: subidas de impuestos al antipueblo, expropiaciones ejemplares,
pensiones de lujo, rentas básicas, casas para todos, impago de la deuda, etc[10]. Y
se gana el favor de la masa. En este sentido, el mismo Savater ha recogido en
sus libros y conferencias una frase lapidaria del economista estadounidense
John Kenneth Galbraith: «Todas las democracias contemporáneas viven bajo el
temor permanente a la influencia de los ignorantes»[11].
¿Cómo atajar, o por lo menos limitar en la medida de
lo posible, esa ignorancia? Aunque pueda sonar ingenuo, aventuro que con lo
único que se elimina de verdad la ignorancia: con educación. En este caso, con
una educación que enseñe lo que es ser un ciudadano en un país democrático (en
realidad esto es una redundancia: sólo se puede ser ciudadano en un Estado
democrático), con sus derechos y sus deberes. Una educación, llamada hace
tiempo por Fernando Savater «educación cívica», que este profesor ha definido
como «la preparación que faculta para vivir políticamente con los demás en la
ciudad democrática, participando en la gestión paritaria de los asuntos
públicos y con capacidad de distinguir entre lo justo y lo injusto»[12]. Porque,
como es lógico, la cualidad de ser ciudadano en una democracia, con derechos y
responsabilidades, no se adquiere vía ADN; al igual que otras muchas cosas en
la vida, se debe aprender[13].
Ya se dijo más arriba que el principal ingrediente
de la democracia es la libertad; Aristóteles escribió, en este sentido, que el
«fundamento básico del sistema democrático es la libertad… y un rasgo de
libertad es el ser gobernado y gobernar
alternativamente»[14].
Es decir, en democracia quien gobierna no lo hace porque haya sido designado por
los dioses o por los ancestros, sino porque ha sido elegido por sus iguales en
libertad, los conciudadanos. Por tanto, las instituciones políticas y las
normas que regulan la convivencia no han caído del cielo, ni son un regalo de
la Historia; son producto de una convención, de un acuerdo entre pares: son una
obra de arte, la mayor obra de arte jamás creada. Como sostiene Savater, «en
todas las sociedades sus miembros son “objeto” de las leyes, pero sólo en los
sistemas democráticos son también “sujetos” de ellas e intervienen en acordar
lo que debe ser hecho en común»[15].
Por eso una educación cívica, educación para futuros ciudadanos que podrán
algún día gobernar, debe enseñar a respetar las leyes y a reformar las que no
funcionan según los procedimientos establecidos, debe enseñar a que la
administración de los asuntos públicos es cosa de todos porque nos afecta a
todos, debe enseñar los valores democráticos de convivencia y los derechos y
deberes que conlleva la vida en sociedad, debe enseñar a dialogar y deliberar
con quienes no piensan como uno, obligatoriamente. Se trata de una educación
que «tiene que proponerse formar gobernantes y legisladores»[16] y
no personas que se muevan entre la resignación de no hacer nada y la ira de
destruirlo todo.
Lacomunal. Manifestación. Dominio público. |
El inconveniente con el que choca una educación
cívica en nuestro país es que, desde que el horrendo Zapatero dejara su
impronta en la vida política, la idea o iniciativa de crear una educación
cívica, o educación para la ciudadanía como se bautizó entonces, ha quedado
lamentablemente contaminada por el lenguaje partidista. Parece que todo intento
de formar ciudadanos será visto como un adoctrinamiento perverso en el ideario
del partido gobernante, como una forma de perpetuar un «régimen» de gobierno. Sin
embargo, y aun reconociendo que acabar con la ignorancia política es una
aspiración de esta educación ─no una constatación─, los problemas que plantea
su ausencia, para garantizar el orden y la convivencia en el Estado
democrático, son mucho mayores; uno de ellos, la extensión del populismo. Con
todo, tampoco podemos pasar por alto el argumento un poco pesimista de Gustavo
Bueno, cuando sostiene que en las democracias representativas y partitocráticas
el electorado no ya es que carezca de buen juicio político, sino que ni
siquiera tiene la posibilidad de tenerlo, «porque es incapaz prácticamente de
entender los mismos programas y proyectos políticos que los partidos le ofrecen»[17].
Sin duda, es imposible saber de todo, y la gestión de lo público es
complicadísima. En definitiva, la educación cívica no va a hacer milagros, por
lo menos a corto o medio plazo, pero sí que va a tener unos efectos secundarios
muy recomendables: que el ciudadano entienda que, en una democracia, es tan
político como el político que ostente la mayor magistratura del país.
¿Qué es lo que sustituye a la educación cívica?
Lamentablemente, lo que se podría denominar el «movimiento tertuliano». Los
diversos medios de comunicación, en su legítimo ejercicio de la libertad de
expresión y de información ─y promoviendo sus respectivos intereses─, han
aupado este movimiento simpar, con politólogos y periodistas, en debates televisivos o radiofónicos, ruedas de prensa,
tertulias o lo que se tercie; ellos son, a la postre, los que suministran la
formación cívica y política, las nociones básicas, al resto de la ciudadanía.
Los debates parlamentarios son sustituidos por los cara a cara televisivos, en
horario de máxima audiencia; las explicaciones, en las instituciones, de las
medidas tomadas (con gran sacrificio para todos) se cambian por ruedas de
prensa multitudinarias, sin preguntas y con pantallas de plasma; el aprendizaje
de lo que es una democracia se trueca por unos coloquios televisivos soeces, en
los que parece que el que más habla y grita, y se muestra más maleducado, tiene
razón. Las propuestas, los programas políticos, la reflexión y la deliberación,
han dejado su lugar, en el pensamiento político, a los asesores de imagen y a
las estrategias de comunicación, con sus eslóganes simplificadores y sus
polémicas muy ruidosas.
Dentro de este movimiento tertuliano promovido por los
medios han surgido los modernos populistas, que se mueven como pez en el agua
por televisiones, radios, internet, prensa, etc, siendo más populares que los
políticos de máxima responsabilidad. Son personajes famosos, carismáticos y
prestigiosos[18].
Constituyen, en este sentido, lo que Savater ha denominado una genuina «casta»,
hecho en el que también puede influir su origen y apoyatura en el mundo universitario[19]. Con
frecuencia se les oye despotricar contra el «régimen del 78» ─dicho lo de
«régimen» en un sentido peyorativo o negativo─, heredero según sus tesis de la
dictadura franquista, con quien comparte instituciones y símbolos; contra la
tiránica Unión Europea, fuente de todos los males que afectan a nuestra patria;
contra los ricos y sus insoportables privilegios, a los que hay que quitar todo
lo que tienen y repartirlo entre el «pueblo»; contra la maligna deuda, que hay
que dejar de pagar sí o sí. Su oratoria y su coraje son cautivadores, ya que
mueven los sentimientos ─de rabia, de frustración y de indignación─ de los más
desfavorecidos por esta situación de crisis, corrupción y paro, y se ganan el
afecto y la simpatía de muchas personas[20].
Estos populistas salvadores van a traer, si el pueblo los elije, el paraíso a
la tierra[21].
Es el populismo que nos viene.
En conclusión, esta es
la situación que atraviesa nuestro país, situación proclive al surgimiento y
extensión de populismos de todo tipo. Por supuesto, no es algo que sólo esté
ocurriendo en España; es un fenómeno que se extiende por toda Europa, con inclinación
tanto a la extrema derecha como a la extrema izquierda (preocupante en el caso de
Francia). La gran crisis que sufrimos desde hace años, con sus variantes
─política, económica y social─, ya analizada, junto con la ignorancia política
a la que antes aludíamos, están sirviendo de acicates de esta peligrosa
corriente que ya azotó nuestro continente en el siglo pasado, con nefastas
consecuencias. En las próximas convocatorias electorales podremos comprobar su
fuerza.
[1]
«El “capitalismo de
amiguetes” permite hacer negocios y ganar dinero sin tener especial talento,
conocimientos, capital o un gran producto. El secreto es disponer de
padrinos políticos e influencias que aseguren al beneficiario una posición de
ventaja y privilegio sobre sus posibles rivales, que incluso son expulsados del
mercado. A diferencia de lo que pasa en el capitalismo con juego limpio (que
existe, y funciona), en la variedad de amiguetes el mercado está intervenido y
sometido a reglas diferentes a las escritas: donde la ley dice libre
competencia y libre iniciativa, hay protección política a cambio de favores
económicos, y viceversa». Ver
Carlos Martínez Gorriarán, Gowex o el
“capitalismo de amiguetes”, en su blog.
[5] Desde aquí no se va a negar que
también existe un nacionalismo español, pero su influencia, de cara a romper la
convivencia y el orden democrático en España, es mucho menor.
[6] La Constitución Española (CE)
estableció varias vías para acceder a la autonomía: la del artículo 143, la del
artículo 151 y la de la disposición transitoria segunda. La del 143 se llamó de
«vía lenta», porque la comunidad autónoma así constituida debía esperar cinco
años, y mediante reforma de su estatuto, para ampliar sus competencias en el
marco del artículo 149 de la CE, según lo establecido en el artículo 148.2. En
las otras dos vías no era necesario esperar esos cinco años, siendo el motivo
que aduce la CE, en el caso de la disposición transitoria segunda, que esas
regiones «en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de
Estatuto de autonomía»
y que contaran con un régimen provisional de autonomía. Esto, más el
reconocimiento de los derechos históricos en la disposición adicional primera
(y los conciertos económicos para algunas regiones), estableció una desigualdad
clara en el acceso a la autonomía por parte de las regiones de España,
desigualdad que ha consolidado en los nacionalismos la creencia de que cuentan
con más derechos que el resto de ciudadanos.
[7] Sobre esto se tratará con más
detenimiento en el siguiente apartado.
[8] Traté el asunto del derecho a
decidir en las entradas Derecho decisorio,
en este blog.
[9] Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel, Barcelona,
2003, citado páginas 153-154. Savater ha destacado continuamente que los dos
grandes males contra los que lucha la democracia, y que pueden hacerla
fracasar, son la miseria y la ignorancia.
[10] Calogero Pizzolo ha destacado
como signo indiscutible del populismo sus «políticas de prebendas y dadivas».
Ver Populismos y rupturas… página
376.
[11] Fernando Savater, El valor de elegir, citado página 153.
[12] Idem, citado página 153.
[13] En su libro El valor de educar, Savater escribe
magistralmente que «los ciudadanos no son un fruto natural de la tierra que
brota espontáneamente sin más ni más. La democracia tiene que ocuparse también
de crear los ciudadanos en cuya voluntad política apoya su legitimidad, es
decir tiene que enseñar a cada ciudadano potencial lo imprescindible
para llegar a serlo de hecho», ver Fernando Savater, El valor de educar, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, citado
página 148. Cursiva del autor.
[14] Aristóteles, Política, libro VI, 2, 1317a-b. Cursiva
mía.
[15] Ver El valor de elegir, citado página 155. Este autor también hace
destacar que en democracia no hay ni especialistas en mandar ni especialistas
en obedecer.
[16] Idem, citado página 155.
[17] Citado Gustavo Bueno, Notas sobre el concepto de populismo. Para
este autor un solamente un porcentaje muy pequeño de los electores es capaz de
comprender los programas políticos de los partidos, que muchas veces exigen
tener determinados conocimientos técnicos. Además, en lo que se refiere a
España, el profesor Bueno no ha dudado en sostener que «políticamente nuestro país es de
adolescentes».
[18] Enrique Lynch ha escrito que «El
carisma es el alma de nuestra sociedad mediologizada, pero no hay que olvidar que también es
el principio activo del populismo; y los medios de comunicación, que se nutren
de todos los signos de lo carismático, son generadores y traficantes de carisma
tanto como son sus principales agentes propagadores, lo mismo que la publicidad».
Ver Enrique Lynch, ¿Quién teme al
populismo?, El País, 01/09/2012.
[19] En un magnífico artículo
publicado en El País, Un partido de profesores, 01/12/2014,
Félix de Azúa escribe sin ambages que «la
Universidad está tan corrompida como las finanzas, los partidos o los
sindicatos: es una de las instituciones más corruptas del conjunto
institucional español». Éste ha sido el nido de los modernos populistas.
[20] Con acierto Álvarez Junco
escribe, sobre la simpatía que suscitan los populistas dentro de la ciudadanía:
«difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente».
Ver Virtudes y peligros del populismo.
[21] «El carisma permite a quien lo posee franquear la distancia
mediática que lo separa de las masas y establecer una conexión inmediata y
directa con el público», escribe Enrique Lynch en ¿Quién teme al populismo?
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