jueves, 2 de abril de 2015

El populismo que tenemos, el populismo que nos viene (III): populismo en España

Análisis del populismo en España.

Por lo que se refiere a nuestro país, en estos días inciertos, la extensión (todavía mayor) del populismo negativo o descalificativo se debe a la combinación de dos factores nada nuevos:

A) La manera de hacer política. Tras un extenso periodo de gobierno del llamado bipartidismo inmovilista (PP-PSOE), España arrostra una serie de problemas verdaderamente graves. Enumerarlos todos sería una tarea ímproba, agotadora, pero es difícil resistirse a hacer, por lo menos, una breve síntesis de los más acuciantes:

1. Elevada tasa de paro (23,4 %). Segunda peor de la UE. Las sucesivas reformas laborales del bipartidismo inmovilista han fomentado, sobre todo, un empleo precario y de mala calidad (con pocos derechos), lo que se ha bautizado como «modelo chino». Todo ello, además, aderezado con una economía lastrada por el «capitalismo de amiguetes», en acertada expresión de Martínez Gorriarán[1], en la que las pymes, el 99,88 % de las empresas en España[2], son trituradas y sobreviven como pueden. En este contexto desfavorable, ser emprendedor es sencillamente ser un héroe.

2. Corrupción institucionalizada, con múltiples y escandalosos casos, que afectan al bipartidismo y adláteres: Gürtel, ERES, Bankia, Preferentes, Bárcenas, Púnica, Palma Arena, Nóos, Palau, cursos de formación en Andalucía y Madrid, facturas falsas de UGT, etc. Resulta grotesco, cuando menos, que desde el Gobierno, al referirse a este estado de corrupción, se hable de «conductas irregulares». En este sentido, la maniobra orwelliana de modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal para no hablar de «imputados» por corrupción, sino de «investigados», es de manual: si desaparece la palabra, ya no habrá imputados por corrupción porque no se podrá pensar en la corrupción; y, de paso, no habrá corrupción. Lo dicho, grotesco.


Openclips. Cabildeo. Dominio público.
  
3. Deuda pública que alcanza casi el 100 % del PIB (en los últimos tres años, con una subida de 300.000 millones de euros), especialmente alarmante en municipios como Madrid y en algunas comunidades autónomas, como Cataluña, Valencia, Andalucía o Castilla-La Mancha. Esta última ha terminado 2014 con una deuda de 12.858 millones de euros, lo que equivale al 33,50 % de su PIB. Este aumento de la deuda contrasta con una época dominada por la «austeridad», con recortes en sanidad y educación.

4. Fraude fiscal galopante. Según el sindicato de técnicos de Hacienda, Gestha, el fraude fiscal ascendió en España al 25,6 % del PIB en 2013; o, lo que es lo mismo, 253.000 millones de euros se evadieron a Hacienda (noticia en Expansión). A esto debemos sumar una fiscalidad que se ceba especialmente con las rentas del trabajo y en las llamadas clases medias, y que, en el caso del IVA, tiene un fuerte componente regresivo. Y mejor no hablar de amnistías fiscales.

5. Aumento de la desigualdad y la pobreza. Derivado de los puntos anteriores. En este apartado, la situación en España es dramática, con situaciones como: la llamada «pobreza energética» (personas que tienen que decidir entre comer o encender la calefacción); trabajadores que, ya no es que lleguen a fin de mes, sino que ni siquiera salen del umbral de la pobreza; mayor desigualdad de salarios entre hombres y mujeres por hacer el mismo trabajo; personas que tienen que acudir a comedores sociales o asociaciones de beneficencia para comer, en particular niños, etc.

En suma, el bipartidismo inmovilista ha parasitado el Estado y sus instituciones, de forma que a veces no hay manera de saber dónde termina el Estado y empieza el partido de gobierno[3], y viceversa. Lo que es particularmente preocupante en el caso de instituciones estatales de control y supervisión, que deberían estar al margen de las interferencias partidistas ─en realidad, como todas las instituciones del Estado─. La situación política provocada por el bipartidismo, para la ciudadanía, es la de «ellos se lo guisan y ellos se lo comen», lo que ha generado una crisis política e institucional, de legitimidad y credibilidad, sin precedentes en España. Situación grave y severa, con la corrupción, el paro, los recortes, la falta de transparencia y la nula separación de poderes, que, como ya se ha apuntado en otra parte, es el caldo de cultivo de los populismos más ramplones y reaccionarios. De poco sirve el electoralismo del bipartidismo (su peculiar populismo de saldo) en los años de urnas, con milagrosas bajadas de impuestos, subvenciones a tutiplén, planes de empleo oportunos, grandes ofertas de empleo público, congelación del precio de la luz o del gas (¡chuches para todos![4]), después de largos años de recortes y de un futuro que se aventura incierto e inseguro, en el mejor de los casos.  

Sin embargo, no hay que engañarse, porque el populismo ya poblaba España antes de que empezara la gran crisis económica, política y social de estos años. Y de nuevo el bipartidismo inmovilista aparece como un elemento coadyuvante (agente provocador) del mismo: es el caso de los nacionalismos llamados periféricos[5]. Es el populismo que tenemos. Gracias a una ley electoral injusta, que castiga terceras opciones a nivel estatal mientras premia en exceso a partidos nacionalistas que se presentan en determinadas circunscripciones, y a un modelo autonómico de varias velocidades[6], en algunas regiones se han anquilosado gobiernos de signo nacionalista, que propugnan la ruptura o superación del orden constitucional y democrático, y la plasmación de la desigualdad entre territorios como un derecho propio (desigualdad de derechos que sufren los ciudadanos, no los gobiernos). Estos partidos también han influido en la política de todo el país, merced a pactos electorales con el bipartidismo inmovilista, que han buscado, con la perpetua amenaza de la secesión, ventajas en forma de financiación, competencias y derechos para los «nuestros», porque estos territorios no admiten colocarse en un plano de igualdad respecto a las demás regiones. Una política basada en identidades «colectivas» fabricadas a medida, en el «nosotros somos así», con la complacencia del bipartidismo, que separa entre propios y ajenos, entre los de aquí y los que vienen de fuera, por mucho revestimiento democrático e igualitario que se le quiera dar.

Los populismos nacionalistas han arraigado fuerte, y amenazan con romper la ciudadanía que ampara la igualdad en toda España y sustituirla con la vuelta a la tribu; la deformación de la educación en estas regiones ha sido, en este sentido, fundamental: se ha educado en el nacionalismo identitario, que defiende la diferencia de derechos en un orden desigual, en lugar de en ciudadanía democrática, de defiende el derecho a la diferencia dentro de un marco común de convivencia[7]. El último episodio lo tenemos en el llamado «derecho a decidir»[8], fantasía política y jurídica del nacionalismo gobernante con el que aspira a acabar con la democracia y el Estado por vías democráticas. Muy populista, por supuesto.      

B) La manera de entender la política.  Mal que nos pese, esto nos concierne a todos los ciudadanos. En política toda elección que se tiene que hacer es difícil: no hay soluciones claras, sencillas, a los problemas que sufren las personas, y muchas decisiones o medidas se toman a medio o largo plazo, sobre las que no hay ninguna seguridad de que produzcan los efectos deseados (más bien, puede ocurrir al contrario, que exijan sacrificios). Ante una situación política crítica, como la que atraviesa España, se agudizan dos tendencias o posturas nefastas: la digamos «apolítica», que impulsa la resignación y la abstención, dejándolo todo en los de siempre («total, ellos conocen el gobierno y no venden humo», se podría sostener desde esta postura); y la vía «revanchista», reacción visceral que persigue solamente el castigo ejemplar para los malvados gobernantes («yo voto a fulanito para fastidiar a estos sinvergüenzas») y no la reforma de lo que no funciona. Ambas se apoyan en la pereza que ansía soluciones simplonas a problemas complejos, en la dejadez que desea votar cada cuatro años y despreocuparse de todo (ir cada uno a lo suyo), en la desidia y apatía que supone no saber que uno es un ciudadano dentro un orden democrático.

Desde luego, esta indolencia hace alusión a la ignorancia. Eso sí, no se hace referencia a la ignorancia que desconoce quién formuló la teoría de la relatividad o en qué año se descubrió América (a la ignorancia sobre conocimientos científicos, artísticos, técnicos, etc), sino al tipo de ignorancia que actúa sobre lo que es una democracia y sobre lo que una democracia exige de cada uno de sus miembros (ciudadanos). En palabras de Savater, una ignorancia que implica «la incapacidad para expresar demandas sociales inteligibles a la comunidad o para comprender las formuladas por otros, el bloqueo que impide argumentar o calibrar los argumentos ajenos (orales o escritos), la carencia de un mínimo sentido de los derechos y deberes que supone ─e impone─ la vida en sociedad más allá de las adhesiones patológicas a la tribu o la etnia»[9]. Merced a esta ignorancia, que paraliza el diálogo y el contraste de opiniones y de posturas diferentes, el populista esculpe con letras doradas sus maravillosas soluciones: subidas de impuestos al antipueblo, expropiaciones ejemplares, pensiones de lujo, rentas básicas, casas para todos, impago de la deuda, etc[10]. Y se gana el favor de la masa. En este sentido, el mismo Savater ha recogido en sus libros y conferencias una frase lapidaria del economista estadounidense John Kenneth Galbraith: «Todas las democracias contemporáneas viven bajo el temor permanente a la influencia de los ignorantes»[11].

¿Cómo atajar, o por lo menos limitar en la medida de lo posible, esa ignorancia? Aunque pueda sonar ingenuo, aventuro que con lo único que se elimina de verdad la ignorancia: con educación. En este caso, con una educación que enseñe lo que es ser un ciudadano en un país democrático (en realidad esto es una redundancia: sólo se puede ser ciudadano en un Estado democrático), con sus derechos y sus deberes. Una educación, llamada hace tiempo por Fernando Savater «educación cívica», que este profesor ha definido como «la preparación que faculta para vivir políticamente con los demás en la ciudad democrática, participando en la gestión paritaria de los asuntos públicos y con capacidad de distinguir entre lo justo y lo injusto»[12]. Porque, como es lógico, la cualidad de ser ciudadano en una democracia, con derechos y responsabilidades, no se adquiere vía ADN; al igual que otras muchas cosas en la vida, se debe aprender[13].

Ya se dijo más arriba que el principal ingrediente de la democracia es la libertad; Aristóteles escribió, en este sentido, que el «fundamento básico del sistema democrático es la libertad… y un rasgo de libertad es el ser gobernado y gobernar alternativamente»[14]. Es decir, en democracia quien gobierna no lo hace porque haya sido designado por los dioses o por los ancestros, sino porque ha sido elegido por sus iguales en libertad, los conciudadanos. Por tanto, las instituciones políticas y las normas que regulan la convivencia no han caído del cielo, ni son un regalo de la Historia; son producto de una convención, de un acuerdo entre pares: son una obra de arte, la mayor obra de arte jamás creada. Como sostiene Savater, «en todas las sociedades sus miembros son “objeto” de las leyes, pero sólo en los sistemas democráticos son también “sujetos” de ellas e intervienen en acordar lo que debe ser hecho en común»[15]. Por eso una educación cívica, educación para futuros ciudadanos que podrán algún día gobernar, debe enseñar a respetar las leyes y a reformar las que no funcionan según los procedimientos establecidos, debe enseñar a que la administración de los asuntos públicos es cosa de todos porque nos afecta a todos, debe enseñar los valores democráticos de convivencia y los derechos y deberes que conlleva la vida en sociedad, debe enseñar a dialogar y deliberar con quienes no piensan como uno, obligatoriamente. Se trata de una educación que «tiene que proponerse formar gobernantes y legisladores»[16] y no personas que se muevan entre la resignación de no hacer nada y la ira de destruirlo todo.   


Lacomunal. Manifestación. Dominio público.

El inconveniente con el que choca una educación cívica en nuestro país es que, desde que el horrendo Zapatero dejara su impronta en la vida política, la idea o iniciativa de crear una educación cívica, o educación para la ciudadanía como se bautizó entonces, ha quedado lamentablemente contaminada por el lenguaje partidista. Parece que todo intento de formar ciudadanos será visto como un adoctrinamiento perverso en el ideario del partido gobernante, como una forma de perpetuar un «régimen» de gobierno. Sin embargo, y aun reconociendo que acabar con la ignorancia política es una aspiración de esta educación ─no una constatación─, los problemas que plantea su ausencia, para garantizar el orden y la convivencia en el Estado democrático, son mucho mayores; uno de ellos, la extensión del populismo. Con todo, tampoco podemos pasar por alto el argumento un poco pesimista de Gustavo Bueno, cuando sostiene que en las democracias representativas y partitocráticas el electorado no ya es que carezca de buen juicio político, sino que ni siquiera tiene la posibilidad de tenerlo, «porque es incapaz prácticamente de entender los mismos programas y proyectos políticos que los partidos le ofrecen»[17]. Sin duda, es imposible saber de todo, y la gestión de lo público es complicadísima. En definitiva, la educación cívica no va a hacer milagros, por lo menos a corto o medio plazo, pero sí que va a tener unos efectos secundarios muy recomendables: que el ciudadano entienda que, en una democracia, es tan político como el político que ostente la mayor magistratura del país.

¿Qué es lo que sustituye a la educación cívica? Lamentablemente, lo que se podría denominar el «movimiento tertuliano». Los diversos medios de comunicación, en su legítimo ejercicio de la libertad de expresión y de información ─y promoviendo sus respectivos intereses─, han aupado este movimiento simpar, con politólogos y periodistas, en debates televisivos o radiofónicos, ruedas de prensa, tertulias o lo que se tercie; ellos son, a la postre, los que suministran la formación cívica y política, las nociones básicas, al resto de la ciudadanía. Los debates parlamentarios son sustituidos por los cara a cara televisivos, en horario de máxima audiencia; las explicaciones, en las instituciones, de las medidas tomadas (con gran sacrificio para todos) se cambian por ruedas de prensa multitudinarias, sin preguntas y con pantallas de plasma; el aprendizaje de lo que es una democracia se trueca por unos coloquios televisivos soeces, en los que parece que el que más habla y grita, y se muestra más maleducado, tiene razón. Las propuestas, los programas políticos, la reflexión y la deliberación, han dejado su lugar, en el pensamiento político, a los asesores de imagen y a las estrategias de comunicación, con sus eslóganes simplificadores y sus polémicas muy ruidosas.

Dentro de este movimiento tertuliano promovido por los medios han surgido los modernos populistas, que se mueven como pez en el agua por televisiones, radios, internet, prensa, etc, siendo más populares que los políticos de máxima responsabilidad. Son personajes famosos, carismáticos y prestigiosos[18]. Constituyen, en este sentido, lo que Savater ha denominado una genuina «casta», hecho en el que también puede influir su origen y apoyatura en el mundo universitario[19]. Con frecuencia se les oye despotricar contra el «régimen del 78» ─dicho lo de «régimen» en un sentido peyorativo o negativo─, heredero según sus tesis de la dictadura franquista, con quien comparte instituciones y símbolos; contra la tiránica Unión Europea, fuente de todos los males que afectan a nuestra patria; contra los ricos y sus insoportables privilegios, a los que hay que quitar todo lo que tienen y repartirlo entre el «pueblo»; contra la maligna deuda, que hay que dejar de pagar sí o sí. Su oratoria y su coraje son cautivadores, ya que mueven los sentimientos ─de rabia, de frustración y de indignación─ de los más desfavorecidos por esta situación de crisis, corrupción y paro, y se ganan el afecto y la simpatía de muchas personas[20]. Estos populistas salvadores van a traer, si el pueblo los elije, el paraíso a la tierra[21]. Es el populismo que nos viene.    

En conclusión, esta es la situación que atraviesa nuestro país, situación proclive al surgimiento y extensión de populismos de todo tipo. Por supuesto, no es algo que sólo esté ocurriendo en España; es un fenómeno que se extiende por toda Europa, con inclinación tanto a la extrema derecha como a la extrema izquierda (preocupante en el caso de Francia). La gran crisis que sufrimos desde hace años, con sus variantes ─política, económica y social─, ya analizada, junto con la ignorancia política a la que antes aludíamos, están sirviendo de acicates de esta peligrosa corriente que ya azotó nuestro continente en el siglo pasado, con nefastas consecuencias. En las próximas convocatorias electorales podremos comprobar su fuerza.




[1] «El “capitalismo de amiguetes” permite hacer negocios y ganar dinero sin tener especial talento, conocimientos, capital o un gran producto. El secreto es disponer de padrinos políticos e influencias que aseguren al beneficiario una posición de ventaja y privilegio sobre sus posibles rivales, que incluso son expulsados del mercado. A diferencia de lo que pasa en el capitalismo con juego limpio (que existe, y funciona), en la variedad de amiguetes el mercado está intervenido y sometido a reglas diferentes a las escritas: donde la ley dice libre competencia y libre iniciativa, hay protección política a cambio de favores económicos, y viceversa». Ver Carlos Martínez Gorriarán, Gowex o el “capitalismo de amiguetes”, en su blog.
[2] Datos del Ministerio de Industria, Energía y Turismo, Dirección General de Industria y de la Pequeña y Mediana Empresa, Retrato de las Pyme en España 2014, de enero de 2014. Ver documento.
[3] Es lo que está pasando estos días con la Agencia Tributaria, que se está convirtiendo en El club de la comedia del Gobierno. Ver noticia en El Mundo.
[4] Así ha definido Álvaro Anchuelo a las medidas del Gobierno anunciadas estos días: chuches electorales. Ver noticia.
[5] Desde aquí no se va a negar que también existe un nacionalismo español, pero su influencia, de cara a romper la convivencia y el orden democrático en España, es mucho menor.
[6] La Constitución Española (CE) estableció varias vías para acceder a la autonomía: la del artículo 143, la del artículo 151 y la de la disposición transitoria segunda. La del 143 se llamó de «vía lenta», porque la comunidad autónoma así constituida debía esperar cinco años, y mediante reforma de su estatuto, para ampliar sus competencias en el marco del artículo 149 de la CE, según lo establecido en el artículo 148.2. En las otras dos vías no era necesario esperar esos cinco años, siendo el motivo que aduce la CE, en el caso de la disposición transitoria segunda, que esas regiones «en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de autonomía» y que contaran con un régimen provisional de autonomía. Esto, más el reconocimiento de los derechos históricos en la disposición adicional primera (y los conciertos económicos para algunas regiones), estableció una desigualdad clara en el acceso a la autonomía por parte de las regiones de España, desigualdad que ha consolidado en los nacionalismos la creencia de que cuentan con más derechos que el resto de ciudadanos. 
[7] Sobre esto se tratará con más detenimiento en el siguiente apartado.
[8] Traté el asunto del derecho a decidir en las entradas Derecho decisorio, en este blog.
[9] Fernando Savater, El valor de elegir, Ariel, Barcelona, 2003, citado páginas 153-154. Savater ha destacado continuamente que los dos grandes males contra los que lucha la democracia, y que pueden hacerla fracasar, son la miseria y la ignorancia.
[10] Calogero Pizzolo ha destacado como signo indiscutible del populismo sus «políticas de prebendas y dadivas». Ver Populismos y rupturas… página 376.
[11] Fernando Savater, El valor de elegir, citado página 153.
[12] Idem, citado página 153.
[13] En su libro El valor de educar, Savater escribe magistralmente que «los ciudadanos no son un fruto natural de la tierra que brota espontáneamente sin más ni más. La democracia tiene que ocuparse también de crear los ciudadanos en cuya voluntad política apoya su legitimidad, es decir tiene que enseñar a cada ciudadano potencial lo imprescindible para llegar a serlo de hecho», ver Fernando Savater, El valor de educar, Círculo de Lectores, Barcelona, 1997, citado página 148. Cursiva del autor.
[14] Aristóteles, Política, libro VI, 2, 1317a-b. Cursiva mía.
[15] Ver El valor de elegir, citado página 155. Este autor también hace destacar que en democracia no hay ni especialistas en mandar ni especialistas en obedecer.
[16] Idem, citado página 155.
[17] Citado Gustavo Bueno, Notas sobre el concepto de populismo. Para este autor un solamente un porcentaje muy pequeño de los electores es capaz de comprender los programas políticos de los partidos, que muchas veces exigen tener determinados conocimientos técnicos. Además, en lo que se refiere a España, el profesor Bueno no ha dudado en sostener que «políticamente nuestro país es de adolescentes».
[18] Enrique Lynch ha escrito que «El carisma es el alma de nuestra sociedad mediologizada, pero no hay que olvidar que también es el principio activo del populismo; y los medios de comunicación, que se nutren de todos los signos de lo carismático, son generadores y traficantes de carisma tanto como son sus principales agentes propagadores, lo mismo que la publicidad». Ver Enrique Lynch, ¿Quién teme al populismo?, El País, 01/09/2012.
[19] En un magnífico artículo publicado en El País, Un partido de profesores, 01/12/2014, Félix de Azúa escribe sin ambages que «la Universidad está tan corrompida como las finanzas, los partidos o los sindicatos: es una de las instituciones más corruptas del conjunto institucional español». Éste ha sido el nido de los modernos populistas.
[20] Con acierto Álvarez Junco escribe, sobre la simpatía que suscitan los populistas dentro de la ciudadanía: «difícilmente serán tan malos como los que tenemos, piensa uno instintivamente». Ver Virtudes y peligros del populismo.
[21] «El carisma permite a quien lo posee franquear la distancia mediática que lo separa de las masas y establecer una conexión inmediata y directa con el público», escribe Enrique Lynch en ¿Quién teme al populismo?

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