lunes, 16 de marzo de 2015

El populismo que tenemos, el populismo que nos viene (I): rasgos del populismo

Pese a no contar con una definición «canónica» o académica, el populismo ha sido definido, a grandes rasgos, como la democracia de los ignorantes[1]. Sin duda, este fenómeno del populismo, no tan nuevo como se piensa, puede ser acertadamente descrito así en las democracias «occidentales» ─o, como diría Gustavo Bueno, de «mercado pletórico»─, entre las que se incluirían Europa occidental y EEUU; no se puede negar que este tipo de movimiento suele desarrollarse preferentemente en Estados políticamente formados por instituciones de democracia representativa y de división de poderes (parlamentos, cortes, etc) en franca crisis de legitimidad y credibilidad, en primer lugar, a las que suele acompañar, por parte de los ciudadanos, una insuficiente o nula educación en política y nociones sobre ciudadanía, en segundo e imprescindible lugar. Con todo, no hay que olvidar que históricamente otro tipo de regímenes políticos de imposible pedigrí democrático ─más bien de una marcada connotación tiránica según la clasificación aristotélica─ también pueden ser calificados de «populistas»[2].

El profesor Gustavo Bueno ha establecido una distinción entre dos tipos de populismo: el «populismo negativo o descalificativo» y el «populismo positivo o calificativo»[3]. El primer tipo es con el que se suele designar en las democracias fundamentalmente representativas, como la que hay en España, a movimientos o partidos políticos que directamente quieren «saltarse» o «pasar» de las instituciones y normas jurídicas constitucional y legalmente establecidas, del ordenamiento jurídico vigente, por no ser lo suficientemente representativas y, en suma, democráticas; este sentido es eminentemente denigrante o peyorativo. El otro tipo de populismo, el positivo o calificativo, tendría más que ver con la descripción o dibujo estricto de un ordenamiento jurídico-político, o de un procedimiento político, que no entre en ningún tipo de evaluación o valoración sobre el objeto descrito; es un sentido axiológicamente neutro, sin carga valorativa sobre si es bueno o malo.

efes. Humanos. Dominio Público.

Obviamente, el tipo de populismo al que se va a hacer referencia en este trabajo es al negativo o descalificativo ─o axiológico o despectivo─, que es el que, lamentablemente, amenaza con extenderse, todavía más, en España de forma fulminante. El historiador José Álvarez Junco, en su artículo Virtudes y peligros del populismo[4], ha destacado los siguientes rasgos de este populismo:

1) Apelación constante a un «pueblo» cuasidivino o semidivino que es, por definición y sin necesidad de análisis previos, sabio, altruista, generoso, solidario y bondadoso; en palabras de Álvarez Junco «el pueblo es desinteresado, honrado, inocente y está dotado de un instinto político infalible; mucho mejor nos iría si le dejáramos actuar, o al menos le escucháramos»[5]. A este pueblo se alude con no muy rebuscadas abstracciones como «la gente» o «los patriotas». Frente al pueblo bueno o mitológico se situarían los villanos, los malvados, los culpables de todos los males; esto es, el «antipueblo». Personajes deleznables que funcionan como chivo expiatorio, como los banqueros, los empresarios, los sindicalistas, los políticos o los jueces, por poner unos ejemplos, a los que también se engloba en palabras llamativas como «casta» u «oligarquía». Interesada dicotomía que simplifica hasta el insulto la realidad política y social de cualquier sociedad mínimamente desarrollada.

2) Vaguedad e imprecisión de sus programas políticos o propuestas. Si bien los populismos, en un primer momento, suelen tener propuestas de una base ideológica clara y precisa, dirigidas a grupos notorios aunque imprecisos («el proletariado», «los obreros», «la gente de bien») es notorio que, cuando sus proclamas van calando en más sectores de la sociedad, éstos suelen presentar sus «remedios» como cosas de «sentido común», que no son «ni de izquierdas ni de derechas», sino para todo el mundo, para toda «la gente». Como dice Álvarez Junco, de este modo los populistas juegan a «una vaguedad que les permite actuar como revolucionarios o como realistas según requieran las circunstancias», concluyendo que «para sus seguidores, lo que importa es que su acción se verá guiada por unos principios políticos y morales intachables, anclados en el interés popular»[6]. De ahí que cualquier medida, cualquier política, por muy contradictorias o irreconciliables que sean a posteriori todas entre sí, quepan en sus programas electorales y, si llegan al poder, en el ejercicio del gobierno[7], normalmente con nefastas consecuencias. Se ha dicho que el populismo es «un estilo de gobernar más que una ideología política»[8].

3) Manejo de una oratoria efectiva y sencilla, sin grandes alharacas y frases ostentosas, que conecta a la perfección con los sentimientos de frustración y revancha de sectores de la ciudadanía hastiados de la ausencia de porvenir de los gobiernos ejercientes. Son frecuentes en sus discursos los desafíos a las elites políticas y empresariales, o a cualquier elite, a las que se amenaza con quitar sus prebendas y privilegios en favor del ultrajado y sufriente pueblo, en un simpar ajuste de cuentas. La finalidad, como apunta Álvarez Junco, salta a la vista: «no se trata de hacer pensar a sus oyentes sino de movilizarlos, de que entren en la arena política grupos hasta hoy indiferentes o marginados»[9]. Se mueve a la venganza, a «tomarse la justicia por su mano», en lugar de dar razones para cambiar efectivamente las políticas nefastas que han arruinado a los que más sufren las diversas crisis; esto es, para la participación democrática y pacífica,  y para las propuestas sensatas y realistas. Acción sin deliberación ni reflexión.

4) Presencia de un líder carismático, como ocurriera en el fascismo y el nazismo. Un caudillo, un mesías, plenamente identificado con el pueblo, o, lo que es lo mismo, con sus carencias, demandas e intereses[10]; una persona «normal» que habla con las expresiones del pueblo, que acude a los bares a tomar cañas y ver el futbol, que ha hecho botellón, que ha sufrido el paro, que paga su hipoteca, etc, etc. Alguien a quien los desfavorecidos puedan considerar «uno de los nuestros», alguien cercano que respira su aire de frustración y hastío, alguien que viene de abajo[11]. Ahí se aposenta su carisma: es uno más. No es de la élite, de la «casta», de los explotadores. Pertenece al sujeto histórico que reúne toda la gloria, todo el poder, pero que siempre ha sido injustamente tratado, olvidado y desposeído: el pueblo. Y, siendo uno más, uno cualquiera (pero del pueblo), tiene el valor de enfrentarse a los poderosos, de disputarles el dominio y la influencia. Si resulta elegido el líder carismático, el poder volverá a su legítimo y exclusivo dueño, en un acto de justicia «histórica».

5) Por último y, en mi opinión, más importante: el populismo medra en países azotados por largas y profundas crisis, cuyas constantes son: por un lado, crisis política de sus instituciones de gobierno, de sus sistemas políticos, asolados por la corrupción, el clientelismo, una ilusoria separación de poderes y un mayor distanciamiento e incomunicación entre gobernantes y ciudadanos (crisis de representatividad, gobernabilidad y, sobre todo, credibilidad[12]); por otro, crisis económica y social, que se traduce en una mayor desigualdad en el reparto de la riqueza y en oportunidades, en el menosprecio y pauperización de los derechos sociales, lo que conlleva un empobrecimiento general de muchos ciudadanos, que se ven sin posibilidades, no ya de prosperar, sino de por lo menos mantener su status. Como sostiene Calogero Pizzolo: «Precisamente allí donde la pobreza manda, es donde la demagogia populista se desarrolla: quien lo tiene todo para perder se ve empujado la mayoría de las veces a arrojarse a los brazos de grandes salvadores, los nuevos revolucionarios, que resucitan el pasado prometiendo la bonanza para el futuro, olvidándose pronto de las necesidades presentes»[13].




[1] Esta es la conocida postura de Fernando Savater, expuesta en cantidad de ocasiones (conferencias, entrevistas…). Carlos Martínez Gorriarán, profesor de Estética y Teoría de las Artes y diputado por UPyD, ha escrito con agudeza que «el populismo es algo así como la silicosis de la democracia, una enfermedad degenerativa surgida de la mala política y el resentimiento social que cunde en época de crisis», en su artículo El populismo, una vieja amenaza para Europa, en su blog.
[2] Sin ir más lejos, es el caso de los totalitarismos fascistas y comunistas del siglo XX, aunque sí que es cierto que, en muchos casos, este tipo de totalitarismos surgieron de regímenes democráticos que arrostraban profundas crisis.
[3] Gustavo Bueno, Notas sobre el concepto de populismo, en El Catoblepas, nº 53, julio 2006. También puede consultarse en el siguiente enlace http://www.nodulo.org/ec/2006/n053p02.htm.
[4] Publicado en El País, el 11 de noviembre de 2014.
[5] Citado Álvarez Junco, Virtudes y peligros del populismo. En esta concepción del pueblo el populismo engarza con el nacionalismo, ideología que destaca por su carácter reaccionario.
[6] Ídem.
[7] Carlos Martínez Gorriarán saca a relucir la «vacuidad del populismo», lo que permite a estos movimientos condensar en sus discursos y programas medidas tanto de «derecha» como de «izquierda»: nacionalismo económico (euroescepticismo), anticapitalismo (autarquía, medidas bolivarianas), etc. Ver El populismo, una vieja amenaza para Europa.
[9] Citado Álvarez Junco, Virtudes y peligros del populismo.
[10] Jacques Rupnik sostiene que los movimientos populistas «dicen ser la verdadera voz del pueblo». Ver El retorno del post-comunismo.
[11] «Por lo general, el populismo nace de un líder carismático que es percibido como parte del pueblo, y que como parte de éste, entiende sus problemas y dificultades. Usualmente, los líderes populistas explotan el sentimiento de opresión de las masas y las injusticias sociales para movilizar tanta gente puedan, muchas veces en contra de los intereses de las elites sociales o políticas» Citado Biblioteca Luis Ángel Arango.
[12] Ver Calogero Pizzolo, Populismo y rupturas constitucionales. Los casos de Venezuela, Bolivia y Ecuador, en Estudios Constitucionales, año 5, nº 1, 2007, páginas 371-394, «El populismo se está desarrollando en sociedades insertadas en sistemas políticos debilitados por crisis de representatividad y gobernabilidad que se han convertido en una constante», citado página 375. En el mismo sentido, Álvarez Junco: «todos los populismos prosperan en un contexto institucional muy deteriorado, en el que los partidos tradicionales y los cauces legales de participación política, por corrupción o por falta de representatividad, están desprestigiados hasta niveles escandalosos», citado Virtudes y peligros del populismo. En España todavía no hemos sufrido una crisis de gobernabilidad (el futuro ya dirá), pero la crisis de credibilidad (esto es de mi cosecha) es indudable. Ningún ciudadano piensa que el gobernante actúa a favor de los intereses de todos los ciudadanos, sino que persigue su propio beneficio.
[13] Citado Calogero Pizzolo, Populismos y ruptura constitucional…, página 393. 

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