domingo, 15 de noviembre de 2015

Organización del ejército y del impuesto bajo el rey Servio Tulio

                      
Servio Tulio, penúltimo rey de Roma, fue el promotor de una importante reforma en el ejército que, a la larga, acabaría transformando la constitución, con un auténtico orden ciudadano y un nuevo comicio popular. Este mítico rey reagrupó a los ciudadanos en un censo, conforme a la riqueza y la edad, estableciendo una nueva organización que superó definitivamente la antigua base gentilicia y consagró la ciudad-estado. La doctrina ve en ello un reflejo de la dominación etrusca[i].

El relato clásico[ii] nos transmite como Tulio procedió a la división del pueblo en cinco clases para las centurias de infantería, exigiéndose un mínimo de riqueza[iii] para poder ser inscrito en cada una de ellas, a saber: más de cien mil ases para la primera clase; más de setenta y cinco mil para la segunda; más de cincuenta mil para la tercera; más de veinticinco mil para la cuarta; y más de doce mil quinientas u once mil para la quinta[iv]. Cada clase contaba con un número de centurias, en particular, ochenta para la primera, veinte para la segunda, tercera y cuarta, y treinta para la quinta, repartiéndose cada contingente en dos grupos de iuniores y seniores[v]. Juntamente con estas se encontraban las cinco centurias de inermes, distribuidas dos para los artesanos, dos para los músicos y una compuesta por aquellos ciudadanos cuyo censo no superaba el mínimo exigido para la última clase[vi]. La otra parte del ejército era la caballería, que sumaba dieciocho centurias, entre las cuales estaban las seis centurias de Ramnes, Tities y Luceres. En total, 193 centurias.


Legión romana. Sprachprofi. Dominio público.

Así, el ejército se identificaba plenamente con el pueblo en armas, era el ejército ciudadano[vii]. Los jefes de los grupos gentilicios perdieron peso dentro de la legión, puesto que las tropas se reclutaban, siguiendo el cuadro anterior, en función del censo de cada ciudadano y no de su mejor ascendencia. Se buscaba una «organización unitaria desligada de los originarios vínculos gentilicios»[viii], sin distinción entre patricios y plebeyos, que se fusionaron completamente, a excepción de la caballería. Una organización que pretendía acaparar a toda la población de la cada vez mayor urbe, que, en consecuencia, contemplaba como sus necesidades militares era también cada vez mayores. En suma, los criterios que acompañaban a este ordenamiento, la valoración del patrimonio y la edad (criterio timocrático y gerontocrático[ix]), perseguían la consecución de un ejército de ciudadanos armados (hoplitas) más eficaz y completo, con una distribución de cargas más equitativa[x].

De igual modo sucedía respecto al impuesto[xi], el Tributum, que era un gravamen que se detraía de forma extraordinaria por motivos militares y, que, según la tradición, antes de Servio Tulio se cobraba «a tanto por persona»[xii], sin distinción de riqueza. Dionisio recalca como Tulio «creía acertado que los que se arriesgaran por conseguir mayores recompensas soportaran mayores cargas en su persona y bienes»[xiii]. Es decir, a mayor riqueza más deberes para con la ciudad. Los ciudadanos más pudientes tenían más interés en que perviviera aquella comunidad gracias a la cual ellos gozaban de sus privilegios, por lo que debían acudir a la milicia con el equipo completo de combatiente y luchar en primera fila, además de pagar los impuestos. Por el contrario, los más pobres y desarrapados estaban eximidos de estos deberes, ya que poco tenían que perder en caso de eventual derrota del ejército romano.

Mommsen[xiv], por su parte, no ve en esta reforma serviana un intento de mejorar, o por lo menos no empeorar, la posición de los pobres, de esa gran masa de plebeyos a los que califica de “habitantes”. En opinión suya, la reforma tuvo lugar a instancias de los verdaderos ciudadanos, los patronos de los “habitantes”, que, como tales, habían soportado los deberes militares. Las continuas guerras habían mermado a este estamento, que observaba como sus clientes-plebeyos se despojaban de su sujeción económica y ganaban peso político dentro de la ciudad. Por consiguiente, la obra de Servio consistió en extender las obligaciones militares a esos “habitantes”, que, de esta forma, soportarían sobre sus espaldas la defensa de la Civitas. Lógicamente, los criterios que servían para conformar los cuadros de la legión fueron transformados, y si antes sólo se tenía en cuenta el hecho de ser ciudadano, ahora se valorará la propiedad y la edad, con independencia de la sangre o la alcurnia. Las cargas militares pasan de ser personales a ser reales, por lo que Mommsen termina escribiendo que «no se hizo esta reforma por exigencia ni en interés de los plebeyos; les impone deberes, sin conferirles derechos»[xv].

Con todo, la creación de este orden centuriado posibilitó que, al lado de la asamblea popular (el comicio curiado), se contara con la reunión del ejército[xvi]. Naturalmente, esta reunión del ejército, esta asamblea del pueblo en armas, contó desde sus inicios, con algunas funciones relativas al ejercicio del servicio militar; a este respecto, podemos citar el testamento In Procinctu (delante del ejército) y la declaración de guerra ofensiva[xvii]. Pero, como afirma Theodor Mommsen, la asamblea curiada continuó siendo durante este periodo la verdadera asamblea popular, sin que la participación en las centurias trajera una absoluta igualdad entre todos los que poblaban la ciudad[xviii]. La verdadera reunión con fines políticos, hasta donde hemos visto, eran los Comitia Curiata, lo que contrasta, evidentemente, con la versión de la tradición. De Francisci resalta que tanto Livio como Dionisio, al dibujar este ordenamiento por centurias, nos presentan un ordenamiento no destinado «exclusivamente a objetos militares»[xix], transponiendo a sus orígenes las características que lo adornaban en el tiempo en que estos escritores iniciaron sus trabajos. Es decir, diseñan un orden que funcionaba en el terreno político como una auténtica y genuina asamblea ciudadana, cuando en realidad era, como hemos dicho, una reunión militar.



[i] Giuseppe Grosso, Lezioni di Storia del Diritto Romano, G. Giappichelli Editore, Torino, Pág. 70.
[ii] Tito Livio, Historia de Roma desde su Fundación, tomo I libros I-III, Gredos, Madrid, 1990, Edición de José Antonio Villar Vidal, I, 43, 1-13; Dionisio de Halicarnaso, Historia Antigua de Roma, tomo II libros IV-VI y tomo III libros VII-IX, Gredos, Madrid, 1984, Edición de Almudena Alonso y Carmen Seco, IV, 16-21 y VII, 59, 2-9.
[iii] Tanto Livio como Dionisio establecen los baremos de riqueza en valores monetarios, el as y la mina. No obstante, es posible que originariamente la riqueza se calculara en valores fundarios, o sea, yugadas. 
[iv] Según Livio, se exigían once mil ases para la quinta; según Dionisio, doce mil quinientos.
[v] Como es sabido, los iuniores debían combatir en las guerras exteriores, mientras que los seniores se encargaban de la defensa de la ciudad.
[vi] Dionisio considera a esta última centuria como una sexta clase (IV, 18, 2-3).
[vii] Ver Varrón, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero, VI, 93, donde el reatino llama al pueblo “ejército ciudadano” (exercitum urbanum).
[viii] Alberto Burdese, Manual de derecho público romano, Bosch, Barcelona, 1972, citado página 27. También Francesco De Martino, Storia della costituzione romana, Casa Editrice dott. Eugenio Jovene, Nápoles, 1972, I, Pág. 167 y Pietro De Francisci, Storia del Diritto Romano, Pág. 260.
[ix] Sobre los dos criterios de adscripción a las clases véase  Theodor Mommsen, Compendio de Derecho Público Romano, Analecta Editorial, edición facsímil, 1999, traducción de Pedro Dorado Montero, Pág. 63; Pietro Bonfante, Storia del Diritto Romano, Pág. 109; De Martino, I, Pág. 168; Grosso, Lezioni..., Pág. 73; De Francisci, Storia..., Pág. 266; Burdese, Manual..., Págs. 109-110. 
[x] Alicia Valmaña, Las reformas políticas del censor Apio Claudio Ciego, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Colección Tesis Doctorales, 38, Cuenca, 1995, pág. 21: «Siendo el ejército el pueblo en armas, la reforma serviana consistía en distribuir los gastos-deberes según la capacidad económica de cada uno».
[xi] Sobre el impuesto, véase Mommsen, Compendio..., Pág. 60; Burdese, Manual..., Pág. 27; De Francisci, Storia..., Pág. 265; Bonfante, Storia..., Pág. 108.
[xii] Dionisio, IV, 43, 2; Livio, I, 42, 5.
[xiii] Dionisio, IV, 19, 3.
[xiv] Mommsen, Historia..., I, Págs. 137-140.
[xv] Ibidem, citado página 137.
[xvi] Grosso, Lezioni..., Pág. 72.
[xvii] Mommsen, Historia de Roma, Editorial Turner, Madrid, 1983, traducción de A. García Moreno, I, Pág. 144.
[xviii] Ibidem, p. 145: «Así antes como después de la reforma de Servio Tulio, la asamblea de las curias fue siempre la verdadera y legítima de los ciudadanos; solo en ésta continuó el pueblo prestando al Rey el homenaje que le confería el poder supremo». Y en la página anterior este autor reseña que «los privilegios políticos pertenecientes a los ciudadanos por curias no sufrieron ningún menoscabo por la institución de las centurias». En resumidas cuentas, el orden político siguió estando en manos de los personajes más influyentes.
[xix] De Francisci, Storia..., Pág. 261. 

domingo, 18 de octubre de 2015

Figuras próximas a los crímenes de lesa humanidad: la tortura

Cuando hablamos de la tortura nos referimos a una figura no ya próxima al crimen de lesa humanidad, sino incluida dentro del mismo. En efecto, la tortura forma parte de esos actos inhumanos dirigidos contra la población civil que pueden dar lugar a la comisión de un crimen contra la humanidad. Aunque, por supuesto, no todos los actos constitutivos de tortura van a ser considerados como un crimen de este tipo[i], razón por la cual la tortura no es, por si misma, un crimen internacional. Con todo, no se puede poner en duda que cualquier tipo de tortura supone una lesión grave de los derechos humanos, y que por ello debe ser objeto de represión.

Como es sabido, la tortura figura en todos los textos internacionales sobre derechos humanos, siendo considerada como un tipo de acto execrable que atenta contra la dignidad y la integridad física y moral del ser humano, estando tajantemente prohibida por dichos tratados. No obstante, esto no ha sido óbice para la adopción de convenios que han tratado de forma específica la tortura: a saber, en el ámbito universal contamos con la Convención de Naciones Unidas contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, de 10 de diciembre de 1984; y en el regional, con el Convenio Europeo para la prevención de la tortura y de las penas o tratos inhumanos o degradantes, de 26 de noviembre de 1987, y la Convención Interamericana para la prevención y castigo de la tortura, de 9 de diciembre de 1985.


Klaus Hausmann. Esposas. Dominio público.

El rasgo principal de la tortura es su comisión por parte de un funcionario público, o persona que realice funciones públicas, con el objetivo de lograr una confesión o una información. Por este motivo, estos convenios sobre la tortura impelen a los Estados partes a tomar todas la medidas necesarias para evitar estos actos tan crueles, medidas destinadas a la prevención y sanción efectiva de la tortura, como la tipificación penal interna de la tortura, educación sobre prohibición de tortura a los funcionarios civiles y militares, indemnizaciones efectivas a las víctimas de tortura, cooperación entre los Estados, etc.

Además, salvo en el caso americano, lo normal ha sido que cada convenio instituya un órgano encargado de velar por el cumplimiento de las obligaciones derivadas del mismo. Así, la Convención de las Naciones Unidas prevé la formación del Comité contra la Tortura, mientras que en Europa se creó el Comité Europeo para la prevención de la tortura y de las penas y  tratos inhumanos o degradantes; es decir, se repite el esquema típico en derechos humanos, con la previsión de unos órganos formados por expertos, cuyas decisiones, consistentes en informes o recomendaciones, carecen de fuerza vinculante. Esto es evidente en el caso del Comité contra la Tortura, que dispone de las técnicas tradicionales de control, más una cuarta, la investigación confidencial[ii]. Por el contrario, en el caso europeo la única facultad que detenta el Comité Europeo para la prevención de la tortura es un sistema de visitas, de obligada aceptación para los Estados partes, a los lugares donde haya personas privadas de libertad, con la finalidad de comprobar si se han cometido actos de tortura. Finalmente, el Convenio americano no contempla ningún mecanismo de control, remitiéndose a otros tratados sobre tortura.



[i] Exacto, si no concurren las características que definen el crimen de lesa humanidad no podemos subsumir los actos de tortura en el mismo. Así, y como se verá más adelante, se requiere que estos actos vayan dirigidos contra la población civil como parte de un ataque generalizado o sistemático y, además, con conocimiento de su autor.
[ii]Por medio de esta técnica, prevista en el art. 20 de la Convención,  el Comité de Tortura designa a varios de sus miembros para que realicen una investigación confidencial sobre un Estado sospechoso de infringir la Convención, que puede incluir una visita a su territorio. Estas actuaciones serán comunicadas urgentemente al Comité, que las pondrá en conocimiento del Estado junto con las sugerencias o recomendaciones que estime oportunas.

miércoles, 2 de septiembre de 2015

La coherencia como virtud

Como es lógico, la coherencia goza de una fuerza irresistible. En cualquier conversación, si uno de los interlocutores es pillado en un “renuncio” ─forma coloquial de denominar a la incoherencia o contradicción─ se entiende que esa persona no posee argumentos de peso y que se limita a soltar, en el mejor de los casos, amables tonterías. Efectivamente, eso es lo que pensaríamos si alguien nos dijese «dos y dos son cuatro», e inmediatamente después afirmara, como el INGSOC de 1984, «dos y dos son cinco». La coherencia se debe predicar de todo discurso elaborado, cómo no, racionalmente; lo contrario, lo incoherente, es utilizar la razón de un modo torticero, erróneo, para llegar a conclusiones imposibles o difíciles de compartir. Por ello la coherencia está ligada, obviamente, a la lógica (la «cochina lógica», que diría Unamuno), que se centra en la inferencia, esto es, en el proceso que nos permite deducir, mediante el uso de la razón, una conclusión a partir de unas premisas o unos enunciados. En este sentido, la coherencia es una actitud lógica que conecta distintas cosas, distintos argumentos si es el caso, y que exige de uno ser consecuente, como cuando alguien dice, tras tomar una decisión complicada y arriesgada, «lo hice por coherencia con mis principios». Aquí reside su carácter de virtud, en el sentido de hábito, de costumbre, que da fuerza a aquello que acompaña (nuestros argumentos, por ejemplo) y, como decía Aristóteles, la virtud «no sólo hace que esté en buena disposición aquello de lo que es virtud, sino que también lleva bien a cumplimiento su actividad»[i].


OpenClipartVectors. Cubo de Rubik. Dominio público.


Dicho esto, hay que precisar que, entendida así, la coherencia es una virtud formal que nada nos dice sobre los argumentos defendidos o los enunciados presentados, sobre su contenido concreto; se ciñe sobre el modo, la forma, en que los argumentos han sido construidos o deducidos. Esto es inobjetable e inatacable, y también importante, como se dijo antes. Sin embargo, ciertos usos, o más bien “abusos”, de lo que usualmente, de modo coloquial, se entiende o sobreentiende por coherencia sí que pueden ser objeto de crítica. Y, consecuentemente, al abordar estos “abusos” habrá que tener en cuenta, además de la forma, el contenido. Sin ánimo de ser exhaustivo voy a exponer unos pocos casos de esta coherencia mal entendida.

Uno de estos usos coloquiales de lo que se entiende por coherencia es el que obliga a toda persona a mantenerse firme, inflexible, contra viento y marea, en un núcleo de creencias o ideas durante toda su vida. Es la “ultracoherencia”. Con ello se expresa la convicción de que “traicionar” alguna de las ideas de ese núcleo inconsútil e impermeable es, además de una muestra de incongruencia o incoherencia, la mayor demostración de falta de personalidad e integridad en la que se puede caer, una derrota humillante. Prácticamente es una condena a los infiernos. Es como dejar de existir. Nuestras ideas, según esta postura, son como nuestro código genético: si las cambio o transformo, también me cambio yo y entonces ya no sé quién soy o qué soy; si me aparto de sus dictados, de mis opiniones, me aparto de mi “esencia”, de mi yo. De forma despectiva, a quien hace esto se le puede llamar “chaquetero”, sobre todo si el cambio es de posición política. En respuesta a esto hay que decir que todo cambio de parecer, toda variación en nuestros puntos de vista, en nuestras opiniones y creencias, no tiene por qué ser visto como un cambio oportuno, por conveniencia personal, o como una muestra de indefinición, de confusión o de falta de personalidad. Antes al contrario: bien puede ser efecto de una reflexión profunda y personal o de que nos hayan persuadido de que hay una opinión mejor y más razonada. No hay una norma o ley que establezca indefectiblemente que el cambio de parecer siempre se tenga que deber a motivos inconfesables, o como mucho de mera oportunidad. Sobre esto Fernando Savater cita en sus conferencias el ejemplo de la persona que nos dice, con un timbre de gloria y de forma pomposa, que «yo sigo pensando lo mismo que cuando tenía dieciocho años» ─esto es el orgullo de ser coherente─, a lo que nuestro filósofo y escritor suele contestar, con su buen humor, «pues eso es señal de que ni a los dieciocho años ni ahora has pensado en nada». Otra anécdota que suele comentar Savater, y que sirve para mostrar el absurdo de esta postura “ultracoherente”, es la que le pasó a John Maynard Keynes, el acreditado economista, en una entrevista, cuando un periodista le reprochó a Keynes que sostenía una posición diferente a la que había mantenido dos años antes en un libro. Ni corto ni perezoso, el economista británico contestó que así era, que había cambiado de parecer, porque «me he dado cuenta de que estaba equivocado y cuando me doy cuenta de que estoy equivocado, cambio de formar de pensar, ¿usted qué suele hacer en esos casos?»[ii]. El ideal ultracoherente nos exige persistir en el error o en la falsa creencia, aun cuando argumentos mejores nos indiquen lo contrario. En esto la ultracoherencia se une a la poca disposición que se suele tener para ser persuadidos, en la calamitosa idea de que nuestras opiniones forman parte de nuestro cuerpo, como los brazos y las piernas, y por eso nadie puede osar cuestionarlas. Es como pretender arrancarnos el corazón. Frente a esto, Savater afirma que «Evidentemente el cambiar de opinión, el ser flexible en el razonamiento, no sólo no es humillante sino que es el mayor galardón de los seres racionales». En efecto, cambiar de opinión ante posturas más y mejor argumentadas, o a las que se llega por reflexión propia, no es una vergüenza; lo vergonzoso es insistir, persistir, en ideas que sabemos que son erróneas, sólo por mantener a toda costa la insobornable coherencia con lo que siempre hemos pensado.

Otro caso es el de las ideologías que son coherentes desde sus postulados (en ello cifran sus seguidores su fuerza teórica), pero que tienen consecuencias desastrosas, sobre todo en la práctica. Ejemplo de ello es el animalismo, la ideología animalista. Partiendo de la premisa, apuntada por Peter Singer en su famoso libro Liberación animal, de que todos los seres sintientes son, por el hecho de serlo, seres o sujetos éticos, el animalismo llega a la conclusión de que hay que establecer una nueva igualdad (en derechos) entre todos los seres sintientes; esto supone, en la práctica, que un ser humano y un perro, por ejemplo, tienen los mismos derechos y que en abstracto no puede prevalecer el derecho de uno frente al otro (esto sería especieismo o especismo, es decir, discriminación entre especies). Su manera de pensar es coherente y lógica, que en un silogismo se podría enunciar así: «todos los animales sintientes son seres éticos, con posibilidad de tener derechos; el caballo es un ser sintiente; luego el caballo es un ser ético y con posibilidad de tener derechos». Está claro que el argumento es lógico y coherente, porque el caballo es un ser sintiente, y si la premisa de la que se parte (los seres sintientes son seres éticos) es verdadera, la conclusión sólo puede ser que el caballo es un ser ético. Lo que no está tan claro, ni mucho menos, es que la premisa de la que se parte sea efectivamente verdadera, puesto que uno se puede cuestionar si la capacidad de sentir es suficiente para poder ser un sujeto ético. En otra entrada de este blog ya argumenté en contra de esta premisa animalista, que no quiere asumir o reconocer lo que es la ética, esto es, que la ética es lo que marca la frontera, la separación, entre el animal humano y los demás animales y no su continuidad o comunión, al ser una reflexión racional y razonable sobre la libertad. Esto, naturalmente, es dejado de lado o negado por los animalistas. Pero es que, además, el animalismo tiene unas consecuencias desastrosas, unos excesos ciertamente peligrosos. Uno de ellos es el prohibicionismo (de los toros, la caza, la pesca, etc), que llevado al extremo supondría la prohibición de poder alimentarse de animales, al ser seres sintientes y por tanto como nosotros los animales humanos. ¿Qué ocurriría con los vegetales si el prohibicionismo animalista continúa su senda ascendente, lógica y coherentemente ascendente? ¿No sienten de alguna manera? ¿No son seres sintientes? Por ahora no se ha llegado a tanto. En esto siguen siendo especistas. No obstante, algunos defensores del animalismo sí son capaces de llegar lejos, como el jurista Gary Francione, que en su afán de llevar hasta el límite la lógica de la “liberación animal” (que los animales no sean propiedad de nadie, como los animales humanos), propone la castración y esterilización de todos los animales domésticos. Como sostiene el filósofo Francis Wolff, esa postura es «absolutamente coherente», en el sentido de que se deduce del principio de la “liberación animal”, lo que no quita que sea también un absoluto y rotundo disparate. Y más nefasta es, todavía, la vertiente antihumanista del animalismo: la de los que jalean o se alegran (o muestran un crudo desinterés) cuando una persona muere o es gravemente herida en un espectáculo taurino, como los encierros o las corridas. Lamentablemente, hemos visto en los últimos días horrendas muestras de este antihumanismo o barbarismo a secas. Es preocupante, cuanto menos, que para defender a los animales, para velar por su bienestar, haya personas (personas humanas, claro, no hay otras) que se conviertan en totalmente insensibles e indiferentes ante la desgracia y el sufrimiento de otro ser humano. 

Una última cuestión en la que la coherencia puede provocar resultados contraproducentes tiene que ver con la vida de los políticos. Aclaro que me refiero a las personas que ostentan o ejercen un cargo público o de representación política, aunque no se me pasa por alto que en una democracia políticos somos todos, sin excusas ni grados. Pues bien, este ejemplo de coherencia lo que nos dice o pide es que los políticos, debido a su imagen pública y su vida, digamos, pública, no tienen vida privada o, en todo caso, de tenerla ésta debe ser totalmente coherente, en el sentido de supeditada, con su imagen pública. Su vida privada no puede “traicionar”, contradecir, su vida pública, porque entonces esa persona podría ser tachada de incoherente y, lo que es peor, de mal político; es decir, esta persona debe comulgar con su ideario político a rajatabla y su conducta (pública y privada) no puede desviarse un ápice del mismo. Esta opinión está muy extendida: los políticos deben predicar con el ejemplo, se insiste machaconamente. Sin embargo, contra esta opinión generalizada se pueden esgrimir una serie de argumentos, que recoge Francisco Laporta en su obra Entre el derecho y la moral cuando analiza las relaciones entre ética y política, a saber:

a) Los programas o los idearios políticos no tienen por qué incluir entre sus medidas modelos de vida privada. Como ha escrito Francisco Laporta «los programas o idearios políticos se conciben en último término para ser aplicados mediante normas jurídicas, es decir, mediante normas acompañadas de coacción y carece totalmente de fundamento ético imponer coactivamente ningún modelo moral de vida privada»[iii]. Esto puede generar, sin duda, un paternalismo por parte del político, al entender que su modo de vida privada es el mejor y más recomendable, debiendo los demás estilos de vida ser postergados o poco a poco eliminados. Nada más lejos de la realidad: si algún objetivo tiene la política, es precisamente el de organizar las instituciones y la normas para que cada ciudadano pueda, dentro del respeto imprescindible al ordenamiento jurídico, elegir su propio modo de vida, sin imposiciones paternalistas ni escapismos irresponsables. Se debe procurar con la acción política que los ciudadanos sean responsables, que cumplan con sus obligaciones, no que sean “santos”. Concluye Laporta manteniendo que «los modelos morales de vida privada deben ser excluidos de los idearios y programas políticos. Nada tienen que ver con ellos»[iv].

b) La vida privada que lleve el político no va a determinar irremediablemente y por siempre su actividad política. Siguiendo a Laporta: «el tipo de vida privada que uno lleva y el tipo de acción política que desarrolla no parecen tener ninguna conexión lógica y necesaria»[v]; esto es, de lo que el político hace en su vida privada no va a deducirse, a inferirse lógicamente (coherentemente), el tipo de medidas, de reformas, de proyectos o de normas que va a adoptar como cargo público o político. Desde luego, el político es la misma persona tanto en su casa como en el despacho oficial, pero los programas políticos no se diseñan en la soledad de lo privado, en la reflexión personal, sino en discusión y deliberación con otras personas, y por supuesto su ejecución o puesta en práctica requiere la colaboración de otros y la presencia de instituciones y de normas jurídicas; en pocas palabras, el programa político pertenece a la esfera pública[vi]. De ahí que Francisco Laporta afirme que, por ejemplo, «se puede ser un excelente político conservador y llevar una vida privada libertina»[vii], sin que la tan temida incoherencia haga que esa persona sea un mal político; podrá ser, a lo sumo, considerado como un inconsecuente en el conjunto de su vida, pero no como un político que incumpla sus deberes y obligaciones ─esto es, un mal político─, que es lo políticamente relevante. E, indudablemente, el político debe predicar con el ejemplo, pero dando ejemplo en su acción política (sus funciones de representación o sus responsabilidades políticas); en lo demás (léase, vida privada), debe cumplir las normas como todo ciudadano de a pie, corriente y moliente, sin que su estilo de vida pueda servir como argumento para enjuiciar su actividad política, lo que, en mi opinión acertadamente, ha sido considerado por Laporta como una práctica antidemocrática y manipuladora[viii].

En resumen, es innegable que hay que ser coherente a la hora de construir nuestros argumentos y nuestras opiniones, sobre todo con vistas a su confrontación con otros puntos de vista; es lo que se deriva de ser seres racionales y razonables que buscan lo mejor y más conveniente. Otra cosa, como se ha visto, es adónde nos pueden llevar ciertos malentendidos sobre lo que es la coherencia: a la cerrazón de no querer ser persuadido bajo ninguna circunstancia, haciendo una defensa numantina de nuestras opiniones; a defender ideologías o posturas con consecuencias nefastas o simplemente ridículas a todas luces; a una confusión que nos niegue la posibilidad de discutir competentemente sobre lo que más nos afecta e interesa. Esperemos que estos malos usos o malentendidos, tan habituales ahora, no sean la norma predominante en un futuro. Por lo menos he intentado reflexionar sobre ello en esta entrada, para animar a pensar y, sobre todo, a repensar lo pensado.


[i] Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro II, 6, 1106a, Alianza Editorial, Madrid, 2001, introducción, traducción y notas de José Luis Calvo Martínez.
[ii] Entrevista del Seminario Voces, 12 de noviembre de 2012. http://www.voces.com.uy/entrevistas-1/fernandosavater%E2%80%9Ccambiardeopinionnoeshumillanteeselmayorgalardondelosseresracionales%E2%80%9D
[iii] Francisco Laporta, Entre el derecho y la moral, Fontamara, México, 1993, citado página 128.
[iv] Idem, citado páginas 128-129.
[v]Idem, citado página 129. Cursiva del autor. No obstante, otros autores, como Eusebio Fernández, sostienen que un político que desarrolle su vida privada conforme a ciertas virtudes (prudencia, veracidad, etc) estará en mejores condiciones para ejercer una vida pública honrada. Sin pretender enmendar al profesor Fernández, esto no invalida lo defendido por Laporta, puesto que estar en mejores condiciones o en mejor disposición no equivale, sin más, a que de la vida privada de una persona se tenga que extraer, necesariamente, forzosamente, como será la actuación política de esa misma persona. No se prueba la conexión necesaria, lógica, que niega Francisco Laporta.
[vi] «El proceso democrático versa sobre programas de acción pública ajenos al ámbito íntimo de los políticos», Francisco Laporta, Entre el derecho y la moral, citado página 128.
[vii] Idem, citado página 129.
[viii] «Aquí se refleja limpiamente la actitud conservadora y antidemocrática del necio carroñero que saca a colación la vida privada de los políticos pretendiendo con ello alterar de algún modo el voto del electorado», Entre el derecho y la moral, citado página 128.

jueves, 27 de agosto de 2015

El Derecho Internacional de los Derechos Humanos II: codificación a nivel regional

Codificación de los derechos humanos y sistema de protección de los derechos humanos a nivel regional.

Paralelamente a la codificación de los derechos humanos efectuada a nivel mundial por las Naciones Unidas, diversas organizaciones internacionales de ámbito regional hicieron lo propio dentro de sus respectivas competencias. Así, conviene remarcar la labor realizada por el Consejo de Europa, la Organización de Estados Americanos y la Organización de la Unidad Africana.

a) Sistema europeo: El Consejo de Europa.

Convenio Europeo para la protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales.

Rubricado el 4 de noviembre de 1950, por inspiración de la Declaración Universal, el Convenio Europeo de Derechos Humanos supone, además de la plasmación internacional de los derechos humanos en el marco del Consejo de Europa, el establecimiento del sistema de protección internacional de los derechos humanos más eficaz y avanzado que hay ahora mismo en el mundo entero. En efecto, el Convenio Europeo constituye un verdadero órgano jurisdiccional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, al que corresponde recibir las demandas individuales o interestatales por presuntas violaciones de los derechos reconocidos en el Convenio, y determinar, cuando proceda, la responsabilidad internacional del Estado infractor. Aquí es donde el mecanismo del Convenio Europeo se muestra evidentemente superior al previsto en los Pactos Internacionales de las NNUU y en las otras organizaciones regionales.

Este sistema ha experimentado una reforma importante con el Protocolo de 11de mayo de 1994, que entró en vigor el 1 de noviembre de 1998. Por este Protocolo se sustituía la Comisión Europea de Derechos Humanos y el antiguo tribunal por un nuevo Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Gracias a esta reforma se ha dotado a este sistema de protección de derechos humanos de un mayor carácter jurisdiccional. La antigua Comisión, órgano cuasi-judicial con connotaciones políticas, tenía importantes atribuciones en materia de admisibilidad de las demandas y de arreglo amistoso entre las partes, situándose, en la realidad, como un filtro que limitaba el acceso al tribunal a los particulares(los Estados accedían directamente al tribunal). Ahora todos los asuntos relacionados con la aplicación del Convenio Europeo son competencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

Las sentencias del Tribunal Europeo sobre violación de los derechos contemplados en el Convenio tienen un carácter declarativo, es decir, se limitan a declarar que un determinado Estado ha incumplido el Convenio y que, por tanto, es responsable de dicha violación[1]. Los Estados Partes están obligados, por el artículo 46[2], a ejecutar las sentencias del Tribunal. Al Comité de Ministros del Consejo de Europa le compete supervisar la ejecución de las sentencias definitivas del Tribunal, en virtud del mismo artículo 46[3]. Este órgano puede, en casos de incumplimiento de estas obligaciones por algún Estado, tomar una serie de medidas encaminadas a hacer valer la obligatoriedad de las sentencias, entre las que se encuentra la expulsión de ese Estado del Consejo de Europa.

Los derechos humanos comprendidos en el Convenio son, fundamentalmente, derechos civiles y políticos: derecho a la vida (art.2), prohibición de la tortura (art. 3) y la esclavitud (art 4), derecho a la libertad y la seguridad (art. 5), libertad de pensamiento, de conciencia y religión (art. 9), libertad de expresión (art. 10), entre otros. En los Protocolos adicionales se han añadido más derechos, alguno de ellos, como el derecho a la educación y a la propiedad, son derecho económicos y sociales. Aunque este tipo de derechos se desarrollaran con más amplitud en la Carta Social Europea.

ClkerFreeVectorImages. Banderaeuropa. Dominio público.


Carta Social Europea.

La Carta Social Europea, de 18 de octubre de 1961, y su Protocolo Adicional, de 5 de mayo de 1988, son los textos que, en el marco del Consejo de Europa, regulan los derechos económicos y sociales. Si bien en esta última década se han adoptado una serie de tratados tendentes a la actualización y perfeccionamiento de la Carta, como el Protocolo de Enmienda de 1991, el Protocolo Adicional de l995 o la Carta Social revisada de 1996.

Los derechos reconocidos en la Carta son, en esencia, derechos relacionados con el trabajo, como el derecho a una retribución equitativa, a la higiene y seguridad en el trabajo, el derecho a la huelga y a la negociación colectiva, entre otros. También se prescriben una serie de derechos destinados a la protección y asistencia social, como el derecho a la protección social, económica y jurídica de la familia.

Para el control de la aplicación de la Carta Social no se prevé la formación de un tribunal, no siguiendo la Carta en este aspecto el camino roturado por el Convenio Europeo de Derechos Humanos. La técnica empleada por la Carta consiste en la presentación de informes periódicos por los Estados Partes. Los informes deben ser entregados a unos comités de expertos en materia de derechos económicos y sociales, que son el Comité de Expertos Independientes, ahora llamado Comité Europeo de Derechos Sociales, y el Comité Gubernamental. Estos órganos se encargan de estudiar esos informes para seleccionar aquellas materias sobre las que el Comité de Ministros deberá formular las recomendaciones oportunas a los Estados, con el fin de aunar esfuerzos en pos de un mejor cumplimiento de la Carta y  su Protocolo. En definitiva, se trata de un sistema similar al contemplado en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

b) Sistema americano.

El organismo internacional que ha llevado a cabo la protección de los derechos humanos en América ha sido la Organización de Estados Americanos, que cobró forma en la Conferencia Interamericana de Bogotá, de 2 de mayo de l948.

Los principales logros de esta organización en materia de derechos humanos son la Declaración Interamericana de los Derechos del Hombre y la Carta Interamericana de Garantías Sociales, aprobadas en la Conferencia de 1948, y la Convención Americana sobre Protección de los Derechos del Hombre, de 22 de noviembre de 1966.

En general, la Convención Americana trató de emular el ejemplo europeo. Por consiguiente, además de contener las técnicas de control típicas ─informes de los Estados, denuncias interestatales y demandas individuales─ estableció dos órganos de control: la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Los cometidos de la Comisión se centraban en la admisibilidad de las demandas, con un claro objetivo de solución amistosa en la medida de lo posible, y en la instrucción del proceso. Si en un caso no se logra una solución amistosa, el asunto puede llegar hasta la Corte si el Estado denunciado ha aceptado, previamente, su jurisdicción en materia de violación de los derechos humanos de la Convención Americana. Este es el principal handicap del sistema americano, que lo aparta sensiblemente del caso europeo. Por otro lado, las sentencias de la Corte son de obligado cumplimiento para los Estados condenados que hayan asumido su competencia.

Sin embargo, y como dato a favor del sistema americano previsto en la Convención, es conveniente recordar que este texto recoge más derechos que el Convenio Europeo, entre los que se pueden citar los derechos del niño, el derecho a la igualdad ante la ley o el derecho de asilo.

c) Sistema africano.

En el continente africano la iniciativa en materia de derechos humanos ha corrido a cargo de la Organización de la Unidad Africana, que el 27 de julio de 1981 adoptó la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos. La Carta, además de enumerar una lista de derechos semejante a la de otros textos internacionales, expone también los deberes correlativos que incumben a los individuos en relación con los derechos humanos.

Para asegurar el respeto a los derechos contemplados, la Carta Africana hace mención, una vez más, de las técnicas tradicionales: los informes de los Estados[4] y las denuncias, tanto interestatales como individuales, llamadas por la Carta “comunicaciones”. Además, la Carta, en principio, sólo preveía un órgano, la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos, que recibía esas denuncias y, en caso de admisión, las remitía a la Conferencia de Jefes de Estado, junto con un informe que puede ser publicado. En dicha Conferencia se debían realizar los estudios pertinentes que fueran necesarios, a fin de comunicar al Estado denunciado un informe con sus recomendaciones.

A este respecto, el Protocolo a la Carta de 9 de junio de 1998 creó el Tribunal Africano de Derechos Humanos y de los Pueblos, con lo que, en el supuesto de denuncias individuales, cabe la posibilidad de obtener una decisión judicial. No obstante, aquí nos encontramos con una restricción similar a la del Convenio Americano: el Tribunal Africano requiere la previa aceptación de su jurisdicción por parte del Estado denunciado.



[1] El Convenio Europeo establece que en caso de que el derecho interno de ese Estado no permita reparar el daño enteramente, la sentencia del Tribunal podrá fijar una satisfacción equitativa, fundamentalmente una indemnización.
[2] El artículo 46.1 dice que «Las Altas Partes Contratantes se comprometen a acatar las sentencias definitivas del Tribunal en los litigios en que sean partes».
[3] Así, el 46.2 dice que «La sentencia definitiva del Tribunal será transmitida al Comité de Ministros, que velará por su ejecución».
[4] Los informes de los Estados deben ser remitidos al Secretario General de la Organización de la Unidad Africana (artículo 62 de la Carta).

sábado, 8 de agosto de 2015

Asambleas romanas: los comicios curiados

La etimología de la palabra curia se hace derivar de Coviria, «unión de combatientes»[1], aunque también puede estar relacionada con el lugar mismo de la reunión. Bonfante[2] describe las curias como «órganos político-administrativos y de culto» y, en consecuencia, como «órganos creados y ordenados por la Civitas, sostenidos mediante dinero del Estado (Curiorum Aes)». Dicho de otro modo, las curias eran órganos de adscripción ciudadana dentro del sistema político, los primeros en ser constituidos dentro de la naciente ciudad-estado.

Por tanto, las curias cumplían funciones religiosas, administrativas y militares[3]. Respecto a la primera, las curias eran uniones de familias concentradas en torno a unos cultos religiosos comunes[4]. Así, cada curia tenía un jefe, el curión, responsable del cumplimiento de los ritos religiosos propios de cada curia, conjuntamente con los comunes a todas (por ejemplo, las Fordicidia y las Fornacalia); el jefe de todas las curias recibía el nombre de Curio Maximus. A diferencia de los ritos religiosos de las Gentes, las ceremonias de las curias tienen la consideración de Sacra Publica, como bien señala Bonfante[5].


MariamS. Foro romano. Dominio público.


La función administrativa de las curias queda constatada con su participación en una serie de actos relativos al derecho familiar, actos considerados «graves» y, por ello, investidos de carácter público. Estos actos son la Gentis Enuptio, la Detestatio Sacrorum, la Adrogatio y el Testamentum, de los que se hablará más adelante. No obstante, lo más frecuente era que las curias, y más exactamente la asamblea que éstas formaban, no intervinieran en aquellos actos relacionados con el derecho de las familias. Ni siquiera se puede aceptar, en opinión de De Martino[6], que las curias funcionasen como una especie de registro civil.

En cuanto al terreno militar, su incidencia era más relevante. El miembro de la curia era considerado ciudadano y, como tal, «estaba llamado a formar parte del ejército como una de las funciones primarias de la organización político-ciudadana»[7]. Así pues, cada curia debía reunir una centuria de infantería (pedites), y contribuir con diez caballeros, lo que daba un total de tres mil infantes y trescientos caballeros, la primera y única legión del primitivo ejército romano[8]. La curia, eso si, no se correspondía con la centuria, puesto que la curia únicamente funcionaba como distrito de leva del ejército y no era el ejército mismo[9]. Su principal finalidad era superar el antiguo ejército gentilicio, lo que, como mantiene De Martino[10], identificó el ejército con el pueblo. En efecto, a partir de entonces, la situación del ciudadano en el ordenamiento político estaría en estrecha conexión con el puesto que ocupara en la milicia. La organización en curias propició un ordenamiento político más unitario.

Estas curias, en número de treinta según el sistema decimal latino (es decir, diez por cada tribu o todo-parte, como diría Mommsen), reunidas en el recinto del Comicio[11], dentro del Pomerio, constituyeron la asamblea popular más antigua del mundo romano, los Comitia Curiata. Mommsen[12] pone de manifiesto como las curias, en sí mismas, no tenían capacidad de obrar, capitalidad según sus palabras, pero de la concentración de todas ellas y de las decisiones tomadas por la mayoría se derivaban acuerdos vinculantes para el conjunto de la comunidad.

Ahora bien, en sus reuniones el comicio curiado dependía enteramente de la actividad del magistrado supremo de la época, el Rey. Éste era el único que estaba legitimado para convocar el comicio, mediante el Kalator[13]. Los días de reunión eran el 24 de marzo y el 24 de mayo[14], identificados en el calendario con las siglas Q.R.C.F, Quando Rex Comitiavit Fas[15], aparte, por supuesto, de otras convocatorias que el Rey podía realizar cuando así lo estimara conveniente. Durante las reuniones sólo tenía derecho a hablar el Rey o aquella persona a la que el rey concediese la palabra. El pueblo sólo intervenía directamente en el momento de la votación, respondiendo afirmativa o negativamente a la propuesta (rogatio) del monarca, lo que le daba la posibilidad de rechazar dicha propuesta. Esto hace que Mommsen considere al pueblo como el «representante y depositario supremo de la soberanía política»[16], estableciendo este autor los siguientes requisitos para validar todo acto del pueblo: pregunta (rogatio) dirigida por el Rey y voto afirmativo de la mayoría de las curias, «que eran libres de emitirlo en contrario»[17].

Además, las decisiones de los comicios curiados contaban con otra traba: el examen y revisión de sus acuerdos por parte del consejo de ancianos, el Senado. Dionisio de Halicarnaso relata como la voluntad del pueblo estaba constreñida por la autoridad de la conspicua cámara de ancianos, en particular cuando dice «La decisión de la mayoría de las curias se llevaba al Senado»[18]. Esto es lo que se conoce como Auctoritas Patrum, que alcanzó su plenitud en el periodo republicano.

Concluyendo, con la implantación de las curias y los Comitia Curiata, podemos atisbar la transición de la comunidad romana hacia una comunidad unitaria, la ciudad-estado, de la que el ejército ciudadano reclutado a través de las curias es una de sus mejores expresiones.




[1] Ver Alicia Valmaña Ochaíta, Las reformas políticas del censor Apio Claudio Ciego, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Colección Tesis Doctorales, 38, Cuenca, 1995, página 19; Francesco De Martino, Storia della costituzione romana, Casa Editrice dott. Eugenio Jovene, Nápoles, 1972, volumen I, págs. 146-147; Giuseppe Grosso, Lezioni di Storia del Diritto Romano, G. Giappichelli Editore, Torino, p. 42.
[2] Pietro Bonfante, Storia del Diritto Romano, página 90.
[3] De Martino, Storia della costituzione romana, I, Pág. 149.
[4] Ibidem, p. 148.
[5] Ver nota 2.
[6] Para todo este párrafo dedicado a la función administrativa de las curias véase De Martino, Storia della costituzione romana, I, Págs. 152-154.
[7] Alicia Valmaña, Las reformas políticas del censor Apio Claudio Ciego, citado página 19.
[8] Varrón, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero V, 89 y 91.  También ver De Martino, Storia della costituzione romana, I, p. 150.
[9] De Martino, Storia della costituzione romana, I, p. 124-125.
[10] Ibidem, p. 123-126.
[11] Dionisio de Halicarnaso, Historia Antigua de Roma, tomo I libros I-III, Gredos, Madrid, 1984, Edición de Almudena Alonso y Carmen Seco, III, 67, 4.  Theodor Mommsen, Compendio de Derecho Público Romano, Analecta Editorial, edición facsímil, 1999, traducción de Pedro Dorado Montero, Pág. 512. Varrón nos dice que «El comitium se llama así porque en aquel lugar se reunían para celebrar los comicios curiados y los debates jurídicos» (Comitium ab eo quod coibant eo comitis curiatis et litium causa), De Lingua Latina, V, 155.
[12] Mommsen, Compendio de Derecho Público Romano, Pág. 29.
[13] Alberto Burdese, Manual de derecho público romano, Bosch, Barcelona, 1972, p. 19: «Esta asamblea se identifica con los Comitia Calata reunidos por el Rey por medio del Kalator». Ver Varrón, De Lingua Latina, VI, 27.
[14] Para todo lo relativo al desarrollo de las reuniones de las curias, ver Theodor Mommsen, Historia de Roma, Editorial Turner, Madrid, 1983, traducción de A. García Moreno, I, págs. 119-123.
[15] Burdese, Manual de derecho público romano, Pág. 19. Para un correcto estudio del significado de estas siglas, véase Varrón, De Lingua Latina, VI, 31 y Ovidio, Fasti, Editora Nacional, Madrid, 1984, Edición de Manuel Antonio Marcos Casquero, V, 727-728.
[16] Theodor Mommsen, Historia de Roma, I, citado página 120.
[17] Ibidem, citado página 121. Respecto al voto en sí mismo, Bonfante apunta como los votantes se repartían por Gentes dentro de cada curia, si bien el voto no se recogía por Gentes sino por personas. Ver Bonfante, Storia del Diritto Romano, p. 91. En el mismo sentido, De Martino, I, p. 108.
[18] Dionisio, II, 14, 3.