Como
es lógico, la coherencia goza de una fuerza irresistible. En cualquier conversación,
si uno de los interlocutores es pillado en un “renuncio” ─forma coloquial de
denominar a la incoherencia o contradicción─ se entiende que esa persona no
posee argumentos de peso y que se limita a soltar, en el mejor de los casos, amables
tonterías. Efectivamente, eso es lo que pensaríamos si alguien nos dijese «dos
y dos son cuatro», e inmediatamente después afirmara, como el INGSOC de 1984, «dos y dos son cinco». La
coherencia se debe predicar de todo discurso elaborado, cómo no, racionalmente;
lo contrario, lo incoherente, es utilizar la razón de un modo torticero, erróneo,
para llegar a conclusiones imposibles o difíciles de compartir. Por ello la
coherencia está ligada, obviamente, a la lógica (la «cochina lógica», que diría
Unamuno), que se centra en la inferencia, esto es, en el proceso que nos
permite deducir, mediante el uso de la razón, una conclusión a partir de unas
premisas o unos enunciados. En este sentido, la coherencia es una actitud
lógica que conecta distintas cosas, distintos argumentos si es el caso, y que
exige de uno ser consecuente, como cuando alguien dice, tras tomar una decisión
complicada y arriesgada, «lo hice por coherencia con mis principios». Aquí
reside su carácter de virtud, en el sentido de hábito, de costumbre, que da
fuerza a aquello que acompaña (nuestros argumentos, por ejemplo) y, como decía
Aristóteles, la virtud «no sólo hace que esté en buena disposición aquello de
lo que es virtud, sino que también lleva bien a cumplimiento su actividad»[i].
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Dicho
esto, hay que precisar que, entendida así, la coherencia es una virtud formal
que nada nos dice sobre los argumentos defendidos o los enunciados presentados,
sobre su contenido concreto; se ciñe sobre el modo, la forma, en que los
argumentos han sido construidos o deducidos. Esto es inobjetable e inatacable,
y también importante, como se dijo antes. Sin embargo, ciertos usos, o más bien
“abusos”, de lo que usualmente, de modo coloquial, se entiende o sobreentiende
por coherencia sí que pueden ser objeto de crítica. Y, consecuentemente, al
abordar estos “abusos” habrá que tener en cuenta, además de la forma, el
contenido. Sin ánimo de ser exhaustivo voy a exponer unos pocos casos de esta
coherencia mal entendida.
Uno
de estos usos coloquiales de lo que se entiende por coherencia es el que obliga
a toda persona a mantenerse firme, inflexible, contra viento y marea, en un
núcleo de creencias o ideas durante toda su vida. Es la “ultracoherencia”. Con
ello se expresa la convicción de que “traicionar” alguna de las ideas de ese
núcleo inconsútil e impermeable es, además de una muestra de incongruencia o
incoherencia, la mayor demostración de falta de personalidad e integridad en la
que se puede caer, una derrota humillante. Prácticamente es una condena a los
infiernos. Es como dejar de existir. Nuestras ideas, según esta postura, son
como nuestro código genético: si las cambio o transformo, también me cambio yo
y entonces ya no sé quién soy o qué soy; si me aparto de sus dictados, de mis
opiniones, me aparto de mi “esencia”, de mi yo. De forma despectiva, a quien
hace esto se le puede llamar “chaquetero”, sobre todo si el cambio es de
posición política. En respuesta a esto hay que decir que todo cambio de
parecer, toda variación en nuestros puntos de vista, en nuestras opiniones y
creencias, no tiene por qué ser visto como un cambio oportuno, por conveniencia
personal, o como una muestra de indefinición, de confusión o de falta de
personalidad. Antes al contrario: bien puede ser efecto de una reflexión
profunda y personal o de que nos hayan persuadido de que hay una opinión mejor
y más razonada. No hay una norma o ley que establezca indefectiblemente que el
cambio de parecer siempre se tenga que deber a motivos inconfesables, o como
mucho de mera oportunidad. Sobre esto Fernando Savater cita en sus conferencias
el ejemplo de la persona que nos dice, con un timbre de gloria y de forma
pomposa, que «yo sigo pensando lo mismo que cuando tenía dieciocho años» ─esto
es el orgullo de ser coherente─, a lo que nuestro filósofo y escritor suele
contestar, con su buen humor, «pues eso es señal de que ni a los dieciocho años
ni ahora has pensado en nada». Otra anécdota que suele comentar Savater, y que
sirve para mostrar el absurdo de esta postura “ultracoherente”, es la que le
pasó a John Maynard Keynes, el acreditado economista, en una entrevista, cuando
un periodista le reprochó a Keynes que sostenía una posición diferente a la que
había mantenido dos años antes en un libro. Ni corto ni perezoso, el economista
británico contestó que así era, que había cambiado de parecer, porque «me he dado cuenta de que estaba equivocado
y cuando me doy cuenta de que estoy equivocado, cambio de formar de pensar,
¿usted qué suele hacer en esos casos?»[ii].
El ideal ultracoherente nos exige persistir en el error o en la falsa creencia,
aun cuando argumentos mejores nos indiquen lo contrario. En esto la
ultracoherencia se une a la poca disposición que se suele tener para ser
persuadidos, en la calamitosa idea de que nuestras opiniones forman parte de
nuestro cuerpo, como los brazos y las piernas, y por eso nadie puede osar
cuestionarlas. Es como pretender arrancarnos el corazón. Frente a esto, Savater
afirma que «Evidentemente el cambiar de opinión, el ser flexible en el
razonamiento, no sólo no es humillante sino que es el mayor galardón de los
seres racionales». En efecto, cambiar de opinión ante posturas más y
mejor argumentadas, o a las que se llega por reflexión propia, no es una
vergüenza; lo vergonzoso es insistir, persistir, en ideas que sabemos que son
erróneas, sólo por mantener a toda costa la insobornable coherencia con lo que
siempre hemos pensado.
Otro
caso es el de las ideologías que son coherentes desde sus postulados (en ello
cifran sus seguidores su fuerza teórica), pero que tienen consecuencias
desastrosas, sobre todo en la práctica. Ejemplo de ello es el animalismo, la
ideología animalista. Partiendo de la premisa, apuntada por Peter Singer en su
famoso libro Liberación animal, de
que todos los seres sintientes son, por el hecho de serlo, seres o sujetos
éticos, el animalismo llega a la conclusión de que hay que establecer una nueva
igualdad (en derechos) entre todos los seres sintientes; esto supone, en la
práctica, que un ser humano y un perro, por ejemplo, tienen los mismos derechos
y que en abstracto no puede prevalecer el derecho de uno frente al otro (esto
sería especieismo o especismo, es decir, discriminación entre especies). Su
manera de pensar es coherente y lógica, que en un silogismo se podría enunciar
así: «todos los animales sintientes son seres éticos, con posibilidad de tener
derechos; el caballo es un ser sintiente; luego el caballo es un ser ético y
con posibilidad de tener derechos». Está claro que el argumento es lógico y
coherente, porque el caballo es un ser sintiente, y si la premisa de la que se
parte (los seres sintientes son seres éticos) es verdadera, la conclusión sólo
puede ser que el caballo es un ser ético. Lo que no está tan claro, ni mucho
menos, es que la premisa de la que se parte sea efectivamente verdadera, puesto
que uno se puede cuestionar si la capacidad de sentir es suficiente para poder
ser un sujeto ético. En otra entrada de este blog
ya argumenté en contra de esta premisa animalista, que no quiere asumir o
reconocer lo que es la ética, esto es, que la ética es lo que marca la frontera,
la separación, entre el animal humano y los demás animales y no su continuidad
o comunión, al ser una reflexión racional y razonable sobre la libertad. Esto,
naturalmente, es dejado de lado o negado por los animalistas. Pero es que,
además, el animalismo tiene unas consecuencias desastrosas, unos excesos
ciertamente peligrosos. Uno de ellos es el prohibicionismo (de los toros, la
caza, la pesca, etc), que llevado al extremo supondría la prohibición de poder
alimentarse de animales, al ser seres sintientes y por tanto como nosotros los
animales humanos. ¿Qué ocurriría con los vegetales si el prohibicionismo
animalista continúa su senda ascendente, lógica y coherentemente ascendente? ¿No sienten de alguna manera? ¿No son seres
sintientes? Por ahora no se ha llegado a tanto. En esto siguen siendo
especistas. No obstante, algunos defensores del animalismo sí son capaces de
llegar lejos, como el jurista Gary Francione, que en su afán de llevar hasta el
límite la lógica de la “liberación animal” (que los animales no sean propiedad
de nadie, como los animales humanos), propone la castración y esterilización de
todos los animales domésticos. Como sostiene el filósofo Francis Wolff, esa
postura es «absolutamente coherente», en el sentido de que se deduce del
principio de la “liberación animal”, lo que no quita que sea también un
absoluto y rotundo disparate. Y más nefasta es, todavía, la vertiente
antihumanista del animalismo: la de los que jalean o se alegran (o muestran un
crudo desinterés) cuando una persona muere o es gravemente herida en un espectáculo
taurino, como los encierros o las corridas. Lamentablemente, hemos visto en los
últimos días horrendas muestras de este antihumanismo o barbarismo a secas. Es
preocupante, cuanto menos, que para defender a los animales, para velar por su
bienestar, haya personas (personas humanas, claro, no hay otras) que se
conviertan en totalmente insensibles e indiferentes ante la desgracia y el
sufrimiento de otro ser humano.
Una
última cuestión en la que la coherencia puede provocar resultados contraproducentes
tiene que ver con la vida de los políticos. Aclaro que me refiero a las
personas que ostentan o ejercen un cargo público o de representación política,
aunque no se me pasa por alto que en una democracia políticos somos todos, sin
excusas ni grados. Pues bien, este ejemplo de coherencia lo que nos dice o pide
es que los políticos, debido a su imagen pública y su vida, digamos, pública,
no tienen vida privada o, en todo caso, de tenerla ésta debe ser totalmente
coherente, en el sentido de supeditada, con su imagen pública. Su vida privada
no puede “traicionar”, contradecir, su vida pública, porque entonces esa
persona podría ser tachada de incoherente y, lo que es peor, de mal político;
es decir, esta persona debe comulgar con su ideario político a rajatabla y su
conducta (pública y privada) no puede desviarse un ápice del mismo. Esta
opinión está muy extendida: los políticos deben predicar con el ejemplo, se
insiste machaconamente. Sin embargo, contra esta opinión generalizada se pueden
esgrimir una serie de argumentos, que recoge Francisco Laporta en su obra Entre el derecho y la moral cuando
analiza las relaciones entre ética y política, a saber:
a) Los programas o los idearios
políticos no tienen por qué incluir entre sus medidas modelos de vida privada.
Como ha escrito Francisco Laporta «los programas o idearios políticos se
conciben en último término para ser aplicados mediante normas jurídicas, es
decir, mediante normas acompañadas de coacción y carece totalmente de
fundamento ético imponer coactivamente ningún modelo moral de vida privada»[iii].
Esto puede generar, sin duda, un paternalismo por parte del político, al
entender que su modo de vida privada es el mejor y más recomendable, debiendo
los demás estilos de vida ser postergados o poco a poco eliminados. Nada más
lejos de la realidad: si algún objetivo tiene la política, es precisamente el
de organizar las instituciones y la normas para que cada ciudadano pueda,
dentro del respeto imprescindible al ordenamiento jurídico, elegir su propio
modo de vida, sin imposiciones paternalistas ni escapismos irresponsables. Se
debe procurar con la acción política que los ciudadanos sean responsables, que
cumplan con sus obligaciones, no que sean “santos”. Concluye Laporta
manteniendo que «los modelos morales de vida privada deben ser excluidos de los
idearios y programas políticos. Nada tienen que ver con ellos»[iv].
b) La vida privada que lleve el
político no va a determinar irremediablemente y por siempre su actividad
política. Siguiendo a Laporta: «el tipo de vida privada que uno lleva y el tipo
de acción política que desarrolla no parecen tener ninguna conexión lógica y necesaria»[v];
esto es, de lo que el político hace en su vida privada no va a deducirse, a
inferirse lógicamente (coherentemente), el tipo de medidas, de reformas, de
proyectos o de normas que va a adoptar como cargo público o político. Desde
luego, el político es la misma persona tanto en su casa como en el despacho
oficial, pero los programas políticos no se diseñan en la soledad de lo
privado, en la reflexión personal, sino en discusión y deliberación con otras
personas, y por supuesto su ejecución o puesta en práctica requiere la
colaboración de otros y la presencia de instituciones y de normas jurídicas; en
pocas palabras, el programa político pertenece a la esfera pública[vi].
De ahí que Francisco Laporta afirme que, por ejemplo, «se puede ser un
excelente político conservador y llevar una vida privada libertina»[vii],
sin que la tan temida incoherencia haga que esa persona sea un mal político;
podrá ser, a lo sumo, considerado como un inconsecuente en el conjunto de su
vida, pero no como un político que incumpla sus deberes y obligaciones ─esto
es, un mal político─, que es lo políticamente relevante. E, indudablemente, el
político debe predicar con el ejemplo, pero dando ejemplo en su acción política
(sus funciones de representación o sus responsabilidades políticas); en lo
demás (léase, vida privada), debe cumplir las normas como todo ciudadano de a
pie, corriente y moliente, sin que su estilo de vida pueda servir como
argumento para enjuiciar su actividad política, lo que, en mi opinión
acertadamente, ha sido considerado por Laporta como una práctica
antidemocrática y manipuladora[viii].
En resumen, es
innegable que hay que ser coherente a la hora de construir nuestros argumentos
y nuestras opiniones, sobre todo con vistas a su confrontación con otros puntos
de vista; es lo que se deriva de ser seres racionales y razonables que buscan
lo mejor y más conveniente. Otra cosa, como se ha visto, es adónde nos pueden
llevar ciertos malentendidos sobre lo que es la coherencia: a la cerrazón de no
querer ser persuadido bajo ninguna circunstancia, haciendo una defensa
numantina de nuestras opiniones; a defender ideologías o posturas con consecuencias
nefastas o simplemente ridículas a todas luces; a una confusión que nos niegue
la posibilidad de discutir competentemente sobre lo que más nos afecta e
interesa. Esperemos que estos malos usos o malentendidos, tan habituales ahora,
no sean la norma predominante en un futuro. Por lo menos he intentado
reflexionar sobre ello en esta entrada, para animar a pensar y, sobre todo, a
repensar lo pensado.
[i] Aristóteles,
Ética a Nicómaco, libro II, 6, 1106a,
Alianza Editorial, Madrid, 2001, introducción, traducción y notas de José Luis
Calvo Martínez.
[ii] Entrevista
del Seminario Voces, 12 de noviembre de 2012. http://www.voces.com.uy/entrevistas-1/fernandosavater%E2%80%9Ccambiardeopinionnoeshumillanteeselmayorgalardondelosseresracionales%E2%80%9D
[v]Idem, citado página 129. Cursiva del autor. No obstante,
otros autores, como Eusebio Fernández, sostienen que un político que desarrolle
su vida privada conforme a ciertas virtudes (prudencia, veracidad, etc) estará
en mejores condiciones para ejercer una vida pública honrada. Sin pretender
enmendar al profesor Fernández, esto no invalida lo defendido por Laporta, puesto
que estar en mejores condiciones o en mejor disposición no equivale, sin más, a
que de la vida privada de una persona se tenga que extraer, necesariamente,
forzosamente, como será la actuación política de esa misma persona. No se
prueba la conexión necesaria, lógica, que niega Francisco Laporta.
[vi] «El proceso
democrático versa sobre programas de acción pública ajenos al ámbito íntimo de
los políticos», Francisco Laporta, Entre
el derecho y la moral, citado página 128.
[viii] «Aquí se
refleja limpiamente la actitud conservadora y antidemocrática del necio
carroñero que saca a colación la vida privada de los políticos pretendiendo con
ello alterar de algún modo el voto del electorado», Entre el derecho y la moral, citado página 128.
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