domingo, 28 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (III): Conclusiones

Conclusiones.

En primer lugar, presento un pequeño bosquejo de lo que sería, a la luz del ordenamiento jurídico vigente, el «derecho a decidir» en España:

1)    Artículo 1.1 de la Constitución (CE): «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político».
Artículo 1.2 de la CE: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado».

2)    Artículo 6 CE: «Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política».

3)    Artículo 23.1 CE: «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal». Los artículos 68 y 69 establecen que los miembros del Congreso y el Senado serán elegidos por sufragio universal, libre, igual, directo y secreto. En este sentido, hay que tener en cuenta la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General.

4)    Artículo 92.1 CE: «Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos». Desarrollando esta materia tenemos la Ley Orgánica 2/1980, de 18 de enero, sobre regulación de las distintas modalidades de referéndum.

5)    Artículo 149.1.32º), que dispone como competencia exclusiva del Estado la «Autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum». El artículo 2.1 de la Ley Orgánica 2/1980 establece que «La autorización para la convocatoria de consultas populares por vía de referéndum en cualquiera de sus modalidades, es competencia exclusiva del Estado».

Luego si en España tenemos un derecho a decidir, que no es más que otra manera de decir libertad de elección ─o libertad, a secas─, es un derecho que, obviamente, pertenece a todos los ciudadanos españoles[1], sin excepción y sin que este derecho quede condicionado a que se viva en cierto lugar, se hable cierta lengua o se tengan tales o cuales creencias o costumbres. La libertad de elección es del ciudadano de carne y hueso, al igual que el resto de derechos fundamentales y libertades públicas, y no de las comunidades autónomas o regiones (y mucho menos de los idílicos «pueblos» o «naciones»), cuyas competencias y atribuciones constitucionales o legales deben estar al servicio del ciudadano y de sus derechos, y no a la inversa. Esto es una obviedad. Desde luego, en esta libertad del ciudadano se incluyen las consultas o refrendos sobre cuestiones políticas de relevancia[2], autorizadas siempre por el Estado dentro del marco constitucional y legal[3]. Una consulta que afecte a los límites territoriales de España, y a los derechos y deberes de los ciudadanos españoles, como lo es la planteada por los partidarios del derecho a decidir, es, por su propia lógica, una consulta que debería someterse, en el hipotético caso de celebrarse, al escrutinio de todos los ciudadanos del Estado. Ni más ni menos. Todo intento de limitar el número de ciudadanos que puedan tomar esa decisión, permitiendo que se vote en una región aislando al resto del país, es un torpedo en la línea de flotación de nuestra democracia y del ordenamiento jurídico que le sirve de base; un irresponsable intento de saltarse «a la torera» todas las normas que asientan nuestra democracia, en una populista reivindicación de la «voluntad del pueblo», que no es otra cosa que la voluntad de unos cuantos espabilados.

Nemo. España. Dominio Público.


Porque, no hay que engañarse, todo el embrollo del derecho a decidir no es más que una maniobra política del nacionalismo secesionista o independentista (ahora llamado también «soberanista») para lograr sus objetivos: tener más privilegios y prebendas que el resto de ciudadanos del país, sea en forma de independencia, mayor financiación o más competencias; resumiendo, más poder. Cualquiera de estas cosas les vale. Para ello no se duda en utilizar todas las artimañas a su alcance, siendo la primera de ellas la creación de una identidad colectiva singular que les diferencia de todos los demás ciudadanos, y que justifica políticamente su mayor preponderancia en derechos y en capacidad política. Una identidad insultada, ultrajada, aplastada, por el Estado desde el pasado más remoto, y que de recuperarse mediante la consulta aportará remedios milagrosos a los malsanos problemas actuales: salida de la crisis económica, disminución del paro, fin de la corrupción política, mayor riqueza personal, altas cotas de felicidad, etc. En realidad, una peligrosa ficción que está trayendo graves problemas de convivencia entre los que se amoldan a la identidad colectiva (los nativos) y los que quieren, dentro de las posibilidades del ordenamiento jurídico, ejercer su derecho a ser de otra manera, a seguir siendo ciudadanos[4]. Se trata, cómo no, de una nueva puesta a punto del discurso del odio, del victimismo, de la exaltación y deformación de los sentimientos de pertenencia, de echarle la culpa a los de fuera de los males propios, argumentos tan típicos del nacionalismo; una vez más, de la separación y confrontación entre «los nuestros» (los de aquí, los de siempre, los buenos) y «los otros» (los que amenazan nuestra «esencia de pueblo»).

Todo esto, además, envuelto con un discurso político chabacano y demagógico, en el que unos pocos abanderan y representan lo que piensa y siente el pueblo en su conjunto, sentimiento que, por supuesto, está y estará siempre por encima de lo que diga la legalidad democrática (ordenamiento jurídico), que se ve no ya como una imposición sino como una invasión. Aquí resuenan las palabras de Aristóteles en relación con los demagogos: «Ellos son los responsables de que prevalezcan los decretos y no las leyes, llevándolo todo ante el pueblo, pues se engrandecen porque el pueblo controla todos los asuntos y ellos la opinión del pueblo, ya que el pueblo les obedece»[5]. Esta situación en la que la ley no gobierna, no manda, sino los demagogos con sus decretos, que proclaman aquellas cosas que el pueblo quiere escuchar, aunque sean desastrosas para todos, se traduce en una situación caótica, desastrosa. «Pues donde no gobiernan las leyes, no hay sistema; ya que es preciso que la ley gobierne todo…»[6]; esto es, sin ley no hay democracia ni sistema político alguno, sino, como se dice coloquialmente, la «ley de la selva». Lo que puede agravarse todavía más con el empleo viciado del referéndum tipo plebiscito para la toma de decisiones políticas, puesto que estas consultas son, como apunta Eduardo Espín, «los refrendos más fácilmente orientables por la propaganda o por sentimientos poco racionalizables»[7]; dicho de otro modo, la carne más jugosa donde el demagogo hinca el diente para saltarse la ley, convertir la democracia en una farsa y conseguir su premio: obtener más poder a costa de todos los demás y, de paso, lograr la impunidad para sus frecuentes corruptelas.

De modo que es totalmente rechazable el derecho a decidir que se quiere hacer del dominio común desde algunos discursos (nacionalistas y no nacionalistas), pasándolo por más democrático que la democracia misma; la situación es más bien la contraria: es una amenaza para nuestra democracia. Igualmente, es rechazable el discurso de las identidades colectivas prepolíticas como base de los derechos y deberes del ciudadano, que sirve de fundamento al derecho a decidir, por lo que tiene de excluyente y de ruptura de la igualdad. Todos (los ciudadanos) hemos nacido en algún sitio, vivimos en algún pueblo o ciudad, hablamos una lengua, tenemos nuestros antepasados, familiares, amigos, y compartimos unas tradiciones o disfrutamos de unas aficiones (tenemos las personas muchas identidades), pero no es sobre estos rasgos sobre los que forjamos nuestro estatus jurídico y político, sino sobre la ciudadanía basada en la participación de todos y en la aceptación de un derecho común e igual para todos, que diría Cicerón. De ahí surge el derecho de todos los ciudadanos a forjarse una o muchas identidades, esto es, la pluralidad, respetando ese derecho común (legalidad democrática); derecho que, como se ha visto, no pertenece a ninguna región o territorio. Como se puede comprobar, el camino es el contrario al que nos indican los defensores del derecho a decidir. Por eso quiero acabar esta entrada con unas palabras de Luigi Ferrajoli, que me parecen muy lúcidas:

«… Es también cierto que la efectividad de cualquier Constitución supone un mínimo de homogeneidad cultural y prepolítica. Pero es todavía más cierto lo contrario: que es sobre la igualdad en los derechos, como garantía de la tutela de todas las diferencias de identidad personal y de la reducción de las desigualdades materiales, como maduran la percepción de los otros como iguales y, por ello, el sentido común de pertenencia y la identidad colectiva de una comunidad política. Se puede, más aun, afirmar que la igualdad y la garantía de los derechos son condiciones no sólo necesarias, sino también suficientes para la formación de la única «identidad colectiva» que vale la pena perseguir: la que se funda en el respeto recíproco, antes que en la recíprocas exclusiones e intolerancias generadas por las identidades étnicas, nacionales, religiosas o lingüísticas»[8].




[1] Fernando Savater escribe sobre este punto «que los ciudadanos reivindiquen en democracia el derecho a decidir es como si los peces reclamasen airadamente el derecho a nadar. Todos lo tenemos y basamos nuestra ciudadanía en él, aunque sometidos a las leyes que son precisamente el primer resultado de nuestras decisiones colectivas. El derecho a decidir pertenece al ciudadano, que lo es del Estado y no de una de sus regiones o territorios». ¿Ciudadanos o nativos?
[2] El profesor Espín define referéndum como «votación popular sobre la aprobación o abrogación de un texto normativo o sobre cualquier decisión política». El segundo tipo es el que se conoce como plebiscito, que es el contemplado en el artículo 92 de la Constitución, cuyas características son su carácter discrecional (no preceptivo) y consultivo (no vinculante). Ver Lecciones de derecho político, páginas 55-59, citado p. 55.
[3] Así, Eduardo Espín señala que en España son posibles las consultas al electorado en ámbitos territoriales más reducidos, como el regional o local, con la autorización del Estado, que ostenta la competencia exclusiva en esta materia. Ver Lecciones de derecho político, página 57.
[4] En la pasada Diada del 11 de septiembre, el político Albert Rivera, de Ciutadans, que participaba en un programa televisivo, celebrado en plena Plaza de Cataluña, tuvo que sufrir las increpaciones e insultos de muchos viandantes concentrados por la independencia. Entre otras cosas le llamaron «español», como si fuera un insulto (ver vídeo). Ese es el clima de confrontación y enfrentamiento que está fraguando el nacionalismo excluyente de corte secesionista.
[5] Aristóteles, Política, libro IV, 4, 1292a. Edición de Alianza Editorial, Madrid, 1998, introducción, traducción y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez.
[6] Idem, libro IV, 4, 1292a.
[7] Ver Lecciones de derecho político, citado página 58. El profesor Espín apunta a tres factores que favorecen la manipulación de los plebiscitos: 1) influencia de los medios de comunicación y de su propaganda; 2) tendencia sociológica a apoyar las propuestas de la autoridad; y 3) posibilidad de vincular la consulta con sentimientos o emociones del electorado.
[8] Luigi Ferrajoli, Pasado y futuro del Estado de derecho, traducción de Pilar Allegue, en Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, segunda edición, 2005, edición de Miguel Carbonell, páginas 13-29, citado página 29.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (II), como «trasunto de la democracia»

B)              En segundo lugar, el derecho a decidir como la quintaesencia de la democracia.
     
Es frecuente escuchar, desde las huestes de los partidarios del derecho a decidir, que la democracia se sustenta en este derecho imprescindible, en este superderecho, más que en ningún otro. «Lo importante es votar»[1], sentencian, haciendo gala de una visión reduccionista de la democracia. Se resalta el positivo valor de los referéndums, los plebiscitos o las consultas, por ser mecanismos de democracia directa[2]; por canalizar la voluntad personal con la manifestación de la identidad común de un «pueblo». Lo demás (la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, las instituciones y los derechos fundamentales de los ciudadanos), es secundario. Con estas argumentaciones, da la impresión de que la única elección válida, la única decisión válida, en cuanto democrática, que vamos a conocer en España es la derivada de este derecho a decidir creado ex novo; todas las demás elecciones realizadas previamente carecen de valor en comparación con ésta. Las elecciones anteriores son, más bien, imposiciones carentes de legitimidad.

Lo que quisiera destacar, a este respecto, es la interesada, y falsa, contraposición que se ha establecido entre derecho a decidir (democracia) y la legalidad (ordenamiento jurídico). Hay que votar, hay que decidir, hacer la consulta, comprobar la voluntad del «pueblo», que «éste» decida su futuro, aunque eso contradiga la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Nuestras normas no pueden ir en contra de nuestra voluntad (del «pueblo», claro), por lo que las primeras deben ceder el paso a la segunda en caso de colisión. Esta supuesta oposición ya se trató en la entrada de este blog titulada Constitución y democracia: una armonía aparente, cuando se analizó la objeción democrática a la presencia en las constituciones de normas cuya reforma, por la vía democrática, requiere condiciones muy gravosas[3]. La objeción se planteaba de esta manera: si nuestro ordenamiento jurídico-político es democrático, con una Constitución de origen democrático, ¿por qué hay materias, como los derechos fundamentales, que se superprotegen (atrincheran) en la Constitución, especialmente frente a eventuales mayorías democráticas?  Entonces se dijo que tanto la democracia como los derechos fundamentales reposaban en la «consideración del individuo como un sujeto reflexivo, racional, dotado de capacidad para elaborar una concepción propia de la justicia y de velar por el interés general, de modo imparcial»[4]. Si la Constitución impone gravámenes, obstáculos, a la decisión democrática es precisamente para salvaguardar los derechos básicos de los ciudadanos[5], pero también el propio proceso democrático, que sin esa instancia, esos límites, puede derogar o dejar sin contenido esos derechos fundamentales, básicos, en los que se apoya, y acabar autodestruyéndose. Y esto era así porque el procedimiento democrático dejaba varias cosas sin resolver: primero, determinar con carácter previo al propio proceso quiénes pueden votar y sobre qué[6]; y segundo, llevado hasta el extremo, el procedimiento democrático exigiría mantenerse constantemente abierto, lo que resultaría absurdo desde un punto de vista práctico[7]. Debe haber una instancia que zanje estas cuestiones, y no es otra que la Constitución (o como dirían los defensores del derecho a decidir, la legalidad), que también es democrática. Así remataba este razonamiento en ese texto: «la Constitución debe verse, no como una entidad malintencionada que se impone por la fuerza a los poderes constituidos, sino como una garantía de esos poderes, en especial de aquel que se expresa mediante la democracia; la Constitución, en suma, posibilita el inicio del procedimiento democrático, con el elenco de derechos sustantivos en los que reposa, y lo garantiza incluso frente a sí mismo». Por lo tanto, no hay una contradicción insuperable entre democracia (derecho a decidir) y legalidad (ordenamiento jurídico constitucional democrático) ─como quieren hacernos entender los promotores del derecho a decidir─ sino todo lo contrario[8].


Geralt. Protecciónlasmanos. Dominio Público.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Derecho decisorio (I), derecho a la autodeterminación de los pueblos

DERECHO DECISORIO[1]

Siempre es reconfortante para cualquier persona contemplar como el catálogo de derechos que se disfrutan puede verse ampliado: por lo que supone de libertad, y de responsabilidad, para los ciudadanos y los poderes públicos. Esto es lo que, en un primer momento, podría pensarse del tan cacareado «derecho a decidir», último descubrimiento de la maquinaria política nacionalista, torpemente secundada por partidos, digamos, «estatales» o «nacionales»; al parecer, el culmen de la democracia, que hasta la aparición de este derecho estaba en tinieblas, como difuminada. El derecho a decidir se va a encargar de que seamos lo que queremos ser, de ser nosotros mismos y no otros, tanto individual como colectivamente; dicho llanamente, de que nos podamos sentir a gusto, como cuando uno estira las piernas sentado en su cómodo sofá después de un día agotador. Ahora bien, tal y como ha sido concebido este «superderecho» desde ciertas fuerzas políticas y sociales, con toda la pompa y la parafernalia mediática y propagandística, ¿se puede asegurar con algo de rigor que suponga una novedad en el universo de lo político y lo jurídico, algo que nadie había inventado antes? Más bien al contrario. Sin embargo, conviene examinar las dos ideas-fuerza que implica este derecho, para ver el alcance de su presunta «novedad».


Openclips. Worldmap. Dominio Público.


A)              En primer lugar, el derecho a decidir como el derecho a la autodeterminación de los pueblos.

Para apoyar su pretensión, los defensores del derecho a decidir sostienen que con la práctica del referéndum plebiscitario, o consulta, que conlleva este nuevo derecho se podrá conseguir, al fin, el cumplimiento de la ansiada autodeterminación de los pueblos, constreñida por el yugo del Estado. Desde sus filas se suelen citar, con sonoridad y solemnidad[2], los textos de derecho internacional que recogen la autodeterminación de los pueblos como un derecho, a saber:

1)    La Carta de las Naciones Unidas, de 26 de junio de 1945, que en su artículo 1.2, cuando expone los propósitos de las Naciones Unidas, organismo creado por la Carta, menciona el de «Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos, y tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal». La libre autodeterminación de los pueblos se vuelve a citar en el artículo 55 de este texto, como base de las «relaciones pacíficas y amistosas entre las naciones».  

2)    Los Pactos Internacionales de 16 de diciembre de 1966, adoptados en el marco de las Naciones Unidas ─de los que España es parte─, que en su común artículo 1 reconocen abiertamente el derecho a la autodeterminación de los pueblos, al decir “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural».


Una espinosa cuestión que suscita el texto internacional transcrito es, sin duda, qué se entiende por pueblo. Aquí es preciso ser cautelosos, puesto que la tentación de realizar definiciones que mezclen lo romántico, lo metafísico y lo pseudocientífico, algo totalmente disparatado, es muy grande; no faltan ejemplos irrisorios que abonen el cúmulo de despropósitos que se han cometido al tratar de pergeñar la «esencia» de un pueblo[3]. Se hace perentorio, a mi modo de ver, definir lo que es un pueblo sin recurrir a lo épico, a lo legendario, en definitiva, a identidades colectivas prepolíticas de corte nacionalista fabricadas ad hoc[4]. Sin pretender sentar cátedra, es sumamente interesante lo que Cicerón, en La República, escribe al respecto, cuando sostiene que el pueblo, base de la República (la «cosa del pueblo»), no es «cualquier conjunto de hombres reunidos de cualquier manera, sino una asociación numerosa de individuos, agrupados en virtud de un derecho por todos aceptado y de una comunidad de intereses»[5]. En las palabras del filósofo y jurista romano, en suma, podemos destacar que el elemento (artificial) que da origen al pueblo es la voluntad de los individuos, de los ciudadanos, de asociarse, de consensuar un derecho común para todos, y no ninguna identidad colectiva previa (esencial) que se superponga a esos mismos individuos o que tenga derechos superiores a los derechos de los ciudadanos[6]. En este sentido, también se puede traer a colación la definición que hace el profesor Espín Templado, que escribe «Por Pueblo se entiende el conjunto de individuos que integra la población de un Estado y que posee derechos políticos. El concepto alude, por tanto, al conjunto de la población como suma de individuos dotados de derechos políticos»[7]. De modo que son los individuos los que tienen derechos y no el pueblo como entidad propia, como esencia pura independiente, que en consecuencia no tiene consistencia más allá de los individuos que lo integran[8].

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Principales fiestas del calendario romano

Principales bloques de fiestas del calendario romano.

En este apartado voy a seguir la clasificación diseñada por Manuel Marcos Casquero[i], para quien el calendario romano, evidentemente imbuido por la arcaica religión, se dividía fundamentalmente en dos bloques: uno caracterizado por contener fiestas con un tono bélico o guerrero, y otro que contemplaba fechas dedicadas a la agricultura y la ganadería. Son estas dos vertientes, lo guerrero y lo agrícola, las que definen, en esencia, al primitivo pueblo romano, por lo que indefectiblemente se veían reflejadas en el calendario que organizaba sus fiestas.
 
El primero de los bloques, o ciclos, el guerrero, se iniciaba con el primer mes del año, marzo, dedicado al dios Marte, padre del fundador y primer rey romano Rómulo. Durante este mes se desarrollaban una serie de festividades en las que intervenían de forma preferente el colegio de los salios, que el 1 de marzo iniciaban unas procesiones en las que, entre grandes saltos, batían sus escudos con bastones y entonaban una letanía[ii]. La finalidad de estos rituales era instigar, incentivar, despertar el ánimo guerrero del pueblo de cara a un nuevo año y a un tiempo primaveral propicio para las empresas bélicas. Algunas de las fiestas en las que participaban los salios eran las Ecurria[iii], en los días 27 de febrero y 14 de marzo, en las que se celebraban juegos y carreras de caballos en el campo de Marte, y las Quinquatrus[iv], en honor a Minerva, diosa de la guerra justa y sabia, durante la cual se disputaban numerosos combates de gladiadores en la arena del circo. Mención aparte merecen dos fiestas de carácter purificatorio y expiatorio: el Tubilustrium[v] y el Armilustrium[vi]. El 23 de abril se celebraban las primeras, limpiándose las trompetas de guerra en el Atrium Sutorium y ofreciéndose un sacrificio, según Ovidio, «a la potente diosa», probablemente Minerva. Por su parte, en el Armilustrium se procedía a lavar las armas del ejército a su regreso de la guerra, motivo por el cual se celebraban el 19 de octubre.


Nemo. Ceresdiosa. Dominio Público.

En cuanto al segundo de los ciclos, el agrario-ganadero, baste añadir que comenzaba a la par que el guerrero, jugando un papel importante en sus celebraciones la hermandad de los fratres Arvales, a los que antes se aludió. Entre las fiestas con un componente agrícola pueden citarse, entre otras, las siguientes: las Cerialia[vii] del 12 al 19 de abril, instituidas en honor a Ceres, divinidad agrícola a la que los campesinos debían ofrecer harina de escanda, sal chisporroteante y unos granos de incienso, o, en su defecto, unas antorchas resinosas, e inmolar una cerda para que fueran copiosas las cosechas; las Robigalia[viii] del 25 de abril, dirigidas a Robigo, divinidad que simboliza la roya de los cereales, por los que el Flamen Quirinalis le ofrecía «las entrañas de un perro y las vísceras de una oveja» para contener sus ánimos; las Fordicidia del 15 de abril, en las que cada curia sacrificaba una vaca preñada que representaba la fecundidad de la naturaleza; y las Vinalia[ix], en las que se realizaba la vendimia, con dos fechas: las Vinalia Priora del 23 de abril y las Vinalia Rustica del 19 de agosto. Respecto a la ganadería, merecen ser puestas de relieve las Parilia[x], dedicadas a Pales, señora de los pastores, que exigía un ritual en el que, de forma sucinta, se sacaban unos pastelillos con leche, se elevaba una plegaria y, finalmente, se debía saltar sobre tres hogueras dispuestas en fila.

Fiestas de carácter funerario y purificatorio.

Desde luego, no todas las celebraciones religiosas incumbían a la guerra o al campo. El profesor Marcos Casquero menciona la presencia en el calendario de un ciclo de fiestas con un contenido purificatorio y funerario, fiestas que tenían lugar en los meses de enero y febrero. Precisamente, el mes de febrero, que originariamente no formaba parte del calendario romano, era el mes de las purificaciones[xi]. Así, sobresalen dos fiestas dedicadas a los familiares, las Feralia[xii] del 21 de febrero y las Caristia[xiii] del día siguiente. Las primeras, instituidas en honor a los familiares fallecidos; las segundas, celebradas en honor de los familiares queridos vivos. En ambas se realizaban ofrendas, plegarias y libaciones, bien a la sepultura de los antepasados, bien a los Lares Familiares, para demostrar del respeto y afecto debido a la familia y, de paso, eludir las posibles represalias de las furiosas almas de los ancestros[xiv].

Otra fecha importante del mes de febrero, que no quisiera pasar por alto, son las Lupercalia[xv], que según Varrón tenían un contenido purificatorio. Durante estas fiestas los lupercos, ministros del culto al dios Fauno, partiendo desnudos desde la gruta del Lupercal, a la que debían su nombre[xvi], efectuaban una carrera mágica a lo largo del antiguo Pomoerium. En su loca carrera portaban unos látigos, confeccionados con piel de macho cabrío, con los que golpeaban a todos aquellos que se interpusieran en su camino. El macho cabrío era símbolo de fecundidad, por lo que las mujeres que deseaban quedarse encinta ofrecían sus espaldas para que los lupercos las azotaran. Con esto se creía que las mujeres eliminaban todo aquello que les impedía quedar embarazadas, estando, desde entonces, dispuestas para la reproducción.




[i] Ver su introducción a su edición de los Fastos de Ovidio, págs 53-62. Publio OVIDIO Nasón, Fastos, Editora Nacional, Madrid, 1984, Edición de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[ii] Ovidio, Fasti, III, v. 259-392.
[iii] Ovidio, Fasti, II, 857-869 y III, 517-522; Varrón, De Ling. Lat. VI, 13. Marco Terencio VARRÓN, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[iv] Ovidio, Fasti, III, 809-848 y VI, 651-710. Varrón, De Ling. Lat. VI, 14 y 17; Plauto, Miles Gloriosus, v. 693. Tito Maccio PLAUTO, Comedias II, Cátedra, Madrid, 1995, Edición de José Román Bravo. Había dos Quiquatrus: las mayores, del 19 al 23 de abril; y las menores, del 13 de junio.
[v] Ovidio, Fasti, III, 849-850; Varrón, De Ling. Lat. VI, 14.
[vi] Varrón, De Ling. Lat. VI, 22.
[vii] Ovidio, Fasti, IV, 393-620 y 679-712; Varrón, De Ling. Lat. VI, 15.
[viii] Ovidio, Fasti, IV, 905-942; Varrón, De Ling. Lat. VI, 16.
[ix] Ovidio, Fasti, IV, 863-900; Varrón, De Ling. Lat. VI, 16 y 20.
[x] Ovidio, Fasti, IV, 721-806; Varrón, De Ling. Lat. VI, 15.
[xi] Ovidio, en el libro II de los Fastos, nos informa sobre el origen del nombre del mes de febrero. Así, el mes de febrero tomó su denominación de la palabra februa, que designa a los objetos que se empleaban en los rituales expiatorios, por lo que este mes era conocido comúnmente como el mes de las purificaciones o expiaciones. 
[xii] Ovidio, Fasti, II, 533-570; Varrón, De Ling. Lat. VI, 13.
[xiii] Ovidio, Fasti, II, 617-638.
[xiv] No pasa desapercibido el hecho de que los romanos eran muy supersticiosos, como prueba la devoción e interés que mostraban por los presagios, los auspicios y, en general, cualquier forma de adivinación (ver Jérôme Carcopino, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del imperio (1939), Temas de Hoy, Madrid, 1993, págs. 174-175). Cicerón, en De Leg, II, XIII, 32-33, reconoce la existencia de la ciencia adivinatoria del colegio de los augures, elogiando su utilidad de cara a la realización de cualquier empresa. Es más, era tal el respeto que Cicerón sentía por el arte adivinatorio que incluso escribió un tratado sobre ello, titulado De Divinatione (Sobre la adivinación).  
[xv] Ovidio, Fasti, II, 267-452; Varrón, De Ling. Lat. VI, 13.
[xvi] Varrón, De Ling. Lat. V, 85.