domingo, 31 de agosto de 2014

Dos tramos de escalera

En esta entrada presento un cuento de un amigo, José Antonio Rodríguez-Tembleco (por supuesto, con su permiso), que ganó una de las ediciones del desaparecido concurso "Cuéntame un cuento", la de 2004, que organizaba la concejalía de cultura del Ayuntamiento de Yepes. Aficionado a la literatura, ha recibido la llamada de las musas en muchas ocasiones. Una muestra de lo que podríamos llamar "literatura yepera", dicho sin maldad. 


Jodylehigh. Escaleras. Dominio Público.

DOS TRAMOS DE ESCALERA

Fue la curiosidad, sí. Ella fue la culpable de esto como lo ha sido de tantas y tantas desgracias. Mi madre siempre me recordaba que fue esa misma curiosidad la que llevó a mi padre a marcharse de casa. Curiosidad por otros lugares, por otras mujeres…

Esa curiosidad me empujó a pensar qué es lo que mamá guardaba en el desván para que me estuviera prohibido acercarme a él. Siempre, de pequeño, imaginaba que en ese desván habitaban todos los seres de leyenda que mi madre nombraba con la intención de que el miedo pudiera con esa curiosidad tan extendida en mi familia.

Pero cuando creces esos seres se desvanecen de tu memoria como una tormenta veraniega, pero la curiosidad sigue ahí. Varias veces había necesitado hacer acopio de voluntad para no romper la promesa que le hice a mi madre de no subir esos dos tramos de escalera, para vencer esa curiosidad tan singular en los hombres y acentuada en mi familia.

Pero ya no podía soportarlo. Esa curiosidad me comía por dentro, no podía dormir, apenas si prestaba atención a mis tareas rutinarias y lo que es peor, iba en aumento. Llegué a la conclusión de que mi salud dependía única y exclusivamente de averiguar que escondía mi madre en el desván, detrás de una puerta que nunca había visto.

Fue hace un momento, pero parece que han pasado días. Me levanté en medio de la noche, impulsado por un mal sueño. Fui hacia el baño para despejarme un poco y, sin saber cómo, me encontré enfrente de los dos tramos de escalera que tantas vueltas daban en mi cabeza.

No entendía por qué, ya que para ir al baño había otros caminos más cortos, pero creo que fue esa curiosidad que me estaba destrozando la que me llevó allí. La entrada hacia las escaleras era fría, tanto que daba la sensación de que el calor que traía consigo el verano en curso se había desvanecido dando paso a un increíble frío, un frío que te llegaba desde los rincones más ocultos de la antigua casa y que penetraba en el cuerpo como cuchillas afiladas, llegando hasta el mismo alma.

Supuse que esto sería suficiente para apaciguar mi curiosidad, pero esa sensación de ahogo se hacía más intensa ahora que tenía tan cerca lo que mi subconsciente deseaba desde hacía mucho tiempo. Resuelto a continuar, alargué el brazo hasta la llave de la luz y la accioné. No se encendió, aunque no me sorprendió, ya que esta parte de la casa era al menos de la época victoriana, y nadie se había molestado en hacer unos cuantos arreglos, tales como pulir las viejas escaleras de madera o arreglar el sistema eléctrico.

Aún así, me di cuenta que con el mismo brillo de la Luna podía ver lo suficiente para subir sin tropezar; además, la luz eléctrica podría alertar a mi madre, que supuestamente dormía tranquila en su dormitorio.

Decidido a acabar ya con el suplicio, subí el primer escalón. Cuando apoyé el peso de mi cuerpo un chasquido salió de la madera, como si se quejara de dolor por tener que volver a trabajar después de años sin hacerlo. El sonido era apagado, pero con el silencio que reinaba alrededor llegué a temer que mi madre lo hubiera oído. Esperé, temeroso, oír una fuerte reprimenda desde la habitación de mi madre, pero no ocurrió nada. Aliviado, y con un renovado valor al creer, iluso de mí, que la suerte estaba de mi lado, seguí subiendo. La escalera se quejaba a cada peldaño que subía. La poca luz que entraba desde un ventanal dejaba ver claramente la capa de polvo que cubría los escalones. Eso me asustó un poco, ya que deduje que mis huellas habían quedado impresas en la susodicha capa, de manera que a la mañana siguiente me delatarían. Volví la cabeza lentamente, asustado como un niño que rompe un jarrón y no sabe como arreglarlo… pero para mi sorpresa mis huellas no estaban allí: la capa de polvo estaba inalterada, como si nadie la hubiera pisado. Eso me tranquilizó en cierto modo; si bien no dejaba de inquietarme que ninguna huella hubiera quedado impresa.

Entonces el miedo empezó atacarme, el verdadero miedo, ese que poca gente siente verdaderamente; el que te ataca desde lo mas recóndito de tu ser y se expande a una velocidad tan vertiginosa que crees que vas a perder la razón.

Comencé a sentir nauseas, y un mareo tremendo acudió a mi cabeza de tal forma que a punto estuve de caer escaleras abajo. Logré agarrarme a la barandilla y aguanté mi peso con la otra mano sobre la pared. El contacto con ésta era húmedo, frío, como si algo estuviera fluyendo de ella, pero la poca luminosidad con que contaba no me dejó ver de que se trataba.

Pero al final la curiosidad venció al miedo, y reemprendí la marcha. Llegué al rellano entre las dos escaleras, e intenté inhalar una bocanada de aire limpio para tranquilizarme. El aire que inhalé me hizo tambalearme de nuevo, ya que estaba viciado; olía a podredumbre, olía a muerte…

Me di cuenta que el segundo tramo no contaba con luz alguna, de manera que si quería seguir adelante debía ser en la oscuridad, en una total y desesperante oscuridad.

Pero ya había llegado hasta allí y no podía ir marcha atrás. Empecé a subir, palpando la pared y la barandilla al mismo tiempo. Para mi sorpresa los escalones no crujían en este tramo, quizás porque la madera no se había secado al no llegar ningún tipo de luz, o quizás porque no eran de madera, o tal vez…

Mi cabeza empezó a divagar entre pensamientos terribles. Es increíble cómo el miedo te hace recordar todo aquello que puede servir a sus propósitos. Empecé a temblar violentamente, tanto por el frío como por el pánico que empezaba a anteponerse a la curiosidad. Intenté girar hacia atrás, con la lección aprendida y con ganas de que la tibieza de la noche veraniega rozara mi piel para así calentarme tanto física como espiritualmente; pero la oscuridad era total, ya no se veía el primer tramo de escalera, ni se veía el rellano donde casi tropecé por segunda vez; sólo me quedaba seguir adelante, encontrar el final de la escalera, y en este lugar, tratar de encontrar un atisbo de luz para orientarme.

Intenté subir los peldaños que me quedaban lo más rápido posible, pero mi cuerpo ya no respondía como me hubiera gustado. Empecé a subir lentamente, ahogado por la falta de aire puro y por un miedo que ya cubría todo mi ser. Maldije el momento en que se me ocurrió subir a este antro, maldije mi temeridad al no haber obedecido a alguien que seguro sólo intentaba evitarme esto, maldije a esa estúpida curiosidad…

Cuando me hallaba casi sin sentido por el miedo y pensaba que perdería la razón de un momento a otro, mi mano tocó el final de la escalera. El sonido de unos goznes chirriando me devolvió a la realidad. Había llegado a una puerta, y para mi sorpresa estaba abierta…

De la pequeña abertura que había, debido al pequeño empujón que propiné a la puerta, salía algo de luz, no lo bastante para alumbrar los tramos de escaleras, pero sí para poder orientarme lo suficiente en mi regreso escaleras abajo. Pero en ese momento el miedo cedió terreno, y la curiosidad volvió a apretarme el cuerpo. Ya había llegado hasta allí, y no sería en vano. No había sentido tanto miedo y locura como para volver sobre mis pasos sin mi ansiada recompensa; de forma que empujé la puerta poco a poco. Los goznes chirriaron como gritos de terror en la oscuridad; la puerta se abrió.

Sólo tenía que asomarme para ver qué había dentro, sólo tenía que reunir las últimas fuerzas que me quedaban y atravesar ese pequeño quicio, de forma que intenté relajarme y atravesé el umbral…
  
¡Maldita curiosidad, maldita sea! ¡Cuántas veces la curiosidad humana había acabado en tragedia!¡Cuántas veces me dijeron que no subiera esos dos tramos de escalera por nada del mundo!

Al menos en ese momento algo de felicidad se impuso al miedo. Me di cuenta de que mi madre sabía el motivo por el cual me avisaba continuamente que la curiosidad debida a mi procedencia por parte paterna me podía traer problemas. La exigua luz que había en el entorno no era natural, e incluso asustaba más que la propia oscuridad. Con la poca cordura que me quedaba alcancé a divisar el reloj que le había regalado en uno de sus cumpleaños. Entonces supe con certeza lo que mi interior ya me decía desde el quicio de la puerta.

Un tremendo ruido estalló detrás de mí, las escaleras se quejaban más que nunca con un crujido que helaba la sangre. Cientos de lamentos empezaron a atormentarme la cabeza, lamentos y sollozos que nunca sabré si fueron reales o productos de mi destrozada mente.

Una sacudida recorrió todo mi cuerpo de una manera violenta. El ruido que venía de la escalera era más intenso, y se acercaba cada vez más. Los lamentos y sollozos eran cada vez más espeluznantes, de forma que casi no podía oír otra cosa. Sabía que lo que subía por las escaleras llegaría en cualquier momento, y que ya no había marcha atrás.

Al final, la curiosidad ganó, y a un alto precio. Supongo que era preferible así que no haber seguido con ese sufrimiento que cada día me impedía ser yo mismo.

La curiosidad pudo conmigo, igual que pudo con mi padre, igual que lo devoró a él…

Al menos comprendí que mi padre nunca me abandonó, que él nunca se fue. Al menos no yacería sólo, sino que mi cadáver y el de mi padre se harían compañía por siempre…  y para siempre…

JOSÉ ANTONIO RODRÍGUEZ-TEMBLECO GÁLVEZ

martes, 26 de agosto de 2014

María Luisa Mora, el pan que nos alimenta

Cuando me empezó a interesar, hace unos cuantos años, la literatura, como lector, sabía que en Yepes «teníamos» una poetisa que había publicado varios libros. Sin embargo, no había picado la curiosidad de leer alguno de sus poemarios. En su lugar, me centraba en los «clásicos». Hasta que un día, en la universidad, mi profesor Santiago Sastre, poeta al igual que María Luisa y gran admirador de su poesía, al verme con un libro de Baudelaire, inició una conversación conmigo. Entre otras cosas, me preguntó de dónde era, y al responderle que de Yepes, quiso saber si conocía a María Luisa Mora y si había leído algo suyo. Contesté sí a lo primero y, con vergüenza, no a lo segundo (tan enfrascado estaba en la lectura de los clásicos); aun así, me recomendó, con la mejor intención, la lectura de sus poemas. Eso, como se suele decir, marcó un punto de inflexión y me hizo ver lo que me estaba perdiendo. Fue una estupenda recomendación.




Entonces indagué en su trayectoria, libros y premios, y leí sus obras Meditación de la derrota y La isla que no es, las más recientes entonces, descubriendo unos versos sin cursilerías ni palabras altisonantes que, con sencillez ─que no simplicidad─, hablaban de cosas cotidianas ─que no vulgares─, pero con profundidad y con emoción. Como escribe Santiago Sastre, en su presentación de El mundo raro, «La poesía de María Luisa Mora se caracteriza por la claridad, por la plasmación de la vida y de los sentimientos, y por el empleo de un ritmo conjugado de imágenes literarias». Bajo mi punto de vista, que no es el de un experto, lo que más atrae de su poesía es que se presenta sin ropajes costosos ni extravagantes, sin un lenguaje rebuscado, transmitiendo las cosas cotidianas (cocinar, planchar la ropa, lavar, etc), el día a día de nuestras vidas, con una sencillez y una claridad que no huye ni de la reflexión ni de sentimientos como la tristeza, la melancolía, la extrañeza o la soledad, ni de temas como el amor o la muerte (como la de su hija Verónica, que fue compañera mía de clase en el colegio); con su obra podemos conocer cómo ve, cómo siente la vida, con lo que tiene de alegría o regocijo, pero también de amargura y sufrimiento. No en vano, uno de sus poemas de Meditación de la derrota, titulado Lo verdadero, comienza con el siguiente verso: «Amo lo sencillo».

Después, cuando colaboré con el Ayuntamiento de Yepes, en el área de cultura, tuve la oportunidad de conocer mejor a María Luisa, ya no sólo «de vista», como se dice en el pueblo. Le propusimos desde la concejalía que fuera la presidenta del jurado de un modesto concurso de poesía que llevaría su nombre, a lo que accedió gustosamente. Hicimos tres ediciones (2004, 2005 y 2006), con una buena participación y unos actos sencillos pero emotivos, en los que pudimos disfrutar de sus poemas recitados por ella misma, en particular de su libro La respuesta está en el viento, publicado en 2005. Al mismo tiempo, también contamos con colaboraciones de lujo, como la de Santiago Sastre. Se trataba de promover la poesía, algo a lo que María Luisa ha dedicado toda su vida. Por eso en su poema Profeta, del libro El mundo raro, confiesa «Yo, tan sólo/ deseo que mis versos/ desciendan sigilosamente/ desde mis libros hasta/ las manos limpias de la gente,/ al fondo de su mismo/ corazón, que los espera/ con asombro o con desdén».

María Luisa Mora ha publicado un total de 12 libros (expongo la lista a continuación), consiguiendo premios tan reconocidos como el Adonáis, el Carmen Conde o el Rafael Morales. Por consiguiente, no debe extrañar a nadie que el pasado año se publicara su poesía completa ─con la excepción de Poemas del crepúsculo, que no se publicó en papel─ en un volumen titulado El pan que me alimenta, 1986-2013, que cuenta con un detallado prólogo sobre la vida y obra de María Luisa a cargo de Santiago Sastre. Toda una suerte para los que disfrutamos de su poesía, que así ya podemos tener en papel sus primeras obras, difíciles de conseguir (menos mal que María Luisa, su blog www.moralameda.buenblog.com y su Facebook han suplido esta carencia, al menos virtualmente). Precisamente el pasado domingo 24 de agosto ha tenido lugar en Yepes, la isla que no es, en el Centro Cultural "Calderón de la Barca", la presentación de este gran libro. Para llevar a buen puerto este acto, María Luisa contó con la presencia de Paula Mohino, responsable de la Biblioteca de Yepes, y de Emilio Pastor Platero, profesor del Instituto de Secundaria de Yepes, que realizó una magnífica exposición sobre la obra de nuestra autora.


El acto de presentación del libro El pan que me alimenta


Espero que estas palabras susciten el interés de los que siguen este blog por la lectura de la obra de María Luisa Mora, todo un clásico en el mejor sentido de la palabra. Ese era mi cometido en esta entrada: ojalá haya estado a la altura. Sin duda, lo mejor es, para toda aquella persona que le guste la poesía, acudir a sus libros y leer sus versos; en ellos el lector encontrará un nutritivo pan con el que alimentarse.


El «responsable» de este blog junto a María Luisa Mora y su libro El pan que me alimenta.

  
LIBROS DE MARÍA LUISA MORA:
1)      Las hiedras difíciles, Ed. Torremozas, Madrid, 1986.
2)      Este largo viaje hacia la lluvia, Ed. Rialp, Madrid, 1988. Accésit Premio Adonáis 1987.
3)      La Tierra indiferente, Ed. Torremozas, Madrid, 1990. VII Premio Carmen Conde.
4)      La mujer y la bruma, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 1992. Accésit Premio Rafael Morales 1991.
5)      Busca y captura, Ed. Rialp, Madrid, 1994. Premio Adonáis 1993.
6)      Meditación de la derrota, Ed. Torremozas, Madrid, 2001.
7)      La isla que no es, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 2002. Accésit Premio Rafael Morales 2001.
8)      La respuesta está en el viento, Ed. Torremozas, Madrid, 2005. Finalista Premio Fernando Rielo 2004
9)      Navegaciones, Ed. Vitruvio, Madrid, 2009.
10)   Poemas del crepúsculo, Ed. Descrito, Toledo, 2011, versión digital.
11)   El don de la batalla, Ed. Vitruvio, Madrid, 2012. X Premio “Ciega de Manzanares” 2011
12)   El mundo raro, Colección Melibea, Talavera de la Reina, 2013. Premio Rafael Morales 2012.    
        
A continuación, presento una escueta selección de poemas de María Luisa, como aperitivo.

RECETA TONTA
A Estrella y Arturo
Del libro Busca y captura, 1994, Ed. Rialp, Premio Adonais 1993.

PARA que se nos evapore la tristeza
hay que hacer lo siguiente:
Tomar una lágrima y echarle sal y un ajo picadito
y una aceituna negra
y un trozo de tomate
y un sombrero redondo
y alguna jaula, abierta, con un tigre de plástico.
Después, poner todo al fuego y esperar cinco años,
como mínimo;
y, mientras tanto, no vendrá mal un beso
a un hombre bueno y, así, como muy alto;
y tener varios hijos y unas cuantas palomas invisibles,
para que nos avisen del tiempo que nos queda,
y el ding de una campana
y el dong de alguna alfombra que pisamos;
y, pasado ese tiempo,
tendremos la sonrisa preparada.
Y durará, no crean;
aunque pasen las cosas que nos pasan;
aunque llueva;
aunque se abra la tierra y fallezca un ciprés;
aunque se nos estrelle el corazón contra una nube de cemento,
la tristeza habrá sido desterrada de nosotros.

CONTRADICCIÓN
Del libro Meditación de la derrota, Ed. Torremozas, 2001.

PODRÍA vivir sin corazón,
arrojarlo al abismo,
al camino del que nadie regresa,
y podría seguir sonriendo,
ampliamente,
como sonríen las personas
que no esperan la lluvia
ni un pájaro
ni una promesa
ni un balcón donde asomarse al mundo.

Y podría caminar, sin él,
hacia lo fácil,
sin dejar, en la huella, el peso
de mi espíritu,
ni, en el tronco de los árboles,
la cicatriz de algún latido.

Como si, en mi vida, sólo la derrota
hallase un lugar para existir.

Pero sucede
que nunca supe vivir sin corazón.


EL PRECIO
De libro El don de la batalla, 2012, Ediciones Vitruvio, X Premio de poesía “Ciega de Manzanares”, 2011.

CASI nadie sabe lo que haces.
Compras el pan procurando desviar
el tema de unos versos
que nadie saca a relucir.
A veces, te preguntan
cuánto ganas por poema,
cuánto pagan por la belleza en las ciudades.

Callas, muerta de vergüenza,
no entendiendo un mundo
que pone precio al pan que te alimenta.

miércoles, 20 de agosto de 2014

Magistraturas romanas: el pretor

Sobre el pretor Cicerón dice que «El árbitro del derecho, que tendrá la misión de juzgar los asuntos privados o de mandar que se juzguen, sea el pretor. Sea éste el guardián del derecho civil. Tenga éste tantos colegas con el mismo poder cuantos decretare el Senado u ordenare el pueblo»[i].

A primera vista, lo que más sobresale de esta magistratura es que realizaba una función jurisdiccional (la iurisdictio), particularmente relacionada con la jurisdicción civil, como apunta el arpinate. En este sentido, también hay referencias a esta labor en otros autores. Así, Tito Livio nos habla de la misma en VII, 1, 6, cuando añade «y en cuanto al pretor, que incluso administrase justicia, colega de los cónsules nombrado bajo los mismos auspicios»[ii]. O en el teatro de Plauto, donde se alude al pretor como aquel magistrado ante el que se acudía para citar a alguien ante la justicia[iii], junto con otras potestades, relacionadas con la manumisión de esclavos[iv] (manumissio vindicta) o la elaboración de un «álbum»[v].

Openclips. Cesaremperador. Dominio público.

El pretor dirimía en el foro, concretamente en el comicio[vi], los pleitos pronunciando una serie de palabras, para que sus actos se ajustasen a la ley. Estas palabras, según Varrón, eran «do, dico, addico»[vii] («doy, digo, adjudico»), palabras que sólo podían pronunciarse en aquellos días que fueran fastos[viii], esto es, en los que estuviera religiosamente permitido impartir justicia. Si el pretor administraba justicia en un día nefasto, no por ello sus decisiones no iban a ser válidas, pero, desde luego, iban a estar viciadas. Además, en este caso cometería una falta que debería ser expiada mediante un sacrificio expiatorio.

Como magistrado cum imperio, nombrado en los comicios centuriados, el pretor disponía del mando militar, y podía ponerse al frente del ejército[ix], por supuesto, subordinado al cónsul. En efecto, no debemos ignorar que Varrón, en De Lingua Latina V, 87, define pretor como aquel que está al frente del ejército[x]. Además, Cicerón atribuye al pretor el derecho a convocar al pueblo y al Senado, aspecto éste que no es corroborado por Varrón, que al enumerar los magistrados que podían convocar al pueblo omite al pretor[xi].

En cuanto al número de pretores, sabemos, por Tito Livio, que después del año 367 a.C, tras la refundación de esta magistratura, solamente había un pretor, el pretor urbano, que asumía la iurisdictio entre los ciudadanos romanos. El progresivo aumento de población extranjera en Roma aconsejó la creación de una nueva pretura, para estas personas, el praetor peregrinus; posteriormente, la expansión romana a lo largo del Mediterráneo, con las provincias, fijó el número de pretores en seis. Por otro lado, aun cuando desde el año 367 la pretura se configuró como una magistratura patricia, no nos es desconocido que, a partir del año 337, con la elección del plebeyo Quinto Publilio Filón[xii], se convirtió, al igual que el consulado, en una magistratura compartida.




[i] Cicerón, De Legibus, III, III, 8. Marco Tulio CICERÓN, La República y Las Leyes, Akal, Madrid, 1989, Edición de Juan María Núñez González.
[ii] Esto es, nombrado en los comicios centuriados. También ver Livio, VIII, 31, 3-4. TITO LIVIO, Historia de Roma desde su Fundación, tomo II libros IV-VII y tomo III libros VIII-X, Gredos, Madrid, 1990, Edición de José Antonio Villar Vidal.
[iii] Así, Aulularia, v. 318, Persa, v. 748 y Poenulus, v. 185. Las citas de Plauto están extraídas de las ediciones Anfitrión, La Comedia de los Asnos, La Comedia de la Olla, Espasa Calpe, Madrid, 1996, edición de Gregorio Hinojo, y Comedias II, Cátedra, Madrid, 1995, edición de José Román Bravo.
[iv] Plauto, Miles Gloriosus, v. 962, y Persa, v. 487. La manumissio vindicta era un proceso fingido ante el pretor, en el que un ciudadano romano afirmaba que un esclavo era libre. Entonces, el pretor tocaba con una varita (vindicta) la cabeza del esclavo, simbolizando dicho acto su libertad. En Miles Gloriosus, el protagonista, Pirgopolínices, dice, a propósito de una mujer, «¿es libre de nacimiento o una esclava liberada por la vara del pretor?».
[v] Plauto, Persa, v. 75. El álbum del pretor era un tablero donde se mostraban los edictos del pretor, aquellas medidas jurídicas procesales por las que este magistrado dirigía el proceso. Cicerón, en De Rep, I, XIII, 20, se refiere jocosamente a los interdictos del pretor.
[vi] Plauto, Persa, v. 487, Poenulus, v. 587; Ovidio, Fasti, IV, v. 179-372. Publio OVIDIO Nasón, Fastos, Editora Nacional, Madrid, 1984, edición de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[vii] Varrón, De Ling. Lat. VI, 30. La fórmula completa era «do honorum possesionem, dico ius, addico id de quo ambigitur». Marco Terencio VARRÓN, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[viii] Varr. De Ling. Lat. VI, 30; Ovidio, Fasti, I, 45-62. La religiosidad impregnaba todos los actos de la vida romana, tanto políticos, jurídicos como militares.
[ix] Liv. VII, 23, 3 y 25, 12.
[x] Varrón, «In re militari praetor dictus qui praeiret exercitui». En De Lingua Latina, V, 80, Varrón dice «Praetor dictus qui praeiret iure et exercitu», mostrando sus funciones tanto jurisdiccionales como militares.
[xi] Varr. De Ling. Lat. VI, 93, donde escribe que sólo pueden convocar al ejército ciudadano el censor, el cónsul, el dictador y el interrex.
[xii] Liv. VIII, 14, 9.

martes, 5 de agosto de 2014

Primer proyecto de Tribunal Penal Internacional


En esta entrada presento parte de un trabajo escrito para el área de Derecho Procesal de la Universidad de Castilla-La Mancha, en Toledo. El curso versaba sobre los crímenes de lesa humanidad, y a mí me tocó desarrollar la parte relativa a la evolución histórica de la persecución de dichos crímenes. Concretamente, en el texto se expone el protagonismo de la Cruz Roja, y de personas como Gustave Moynier, en el surgimiento del Derecho Humanitario Bélico y de instituciones tan imprescindibles como el Tribunal Penal Internacional.

PRIMER PROYECTO DE TRIBUNAL PENAL INTERNACIONAL


El siglo XIX, a grandes rasgos, marcó el fin del Antiguo Régimen dentro de los Estados y, por extensión, el tránsito de una sociedad internacional de corte monárquico a una nueva, poblada por Estados nacionales. Sin embargo, también se caracterizó por un recrudecimiento de las guerras que en el mismo tuvieron lugar. Ideas como la razón de Estado y el recurso a la guerra, ampliamente utilizadas desde el siglo XVI, fueron renovadamente empleadas en el nuevo orden internacional para justificar el inicio de las hostilidades, llegándose a considerar la guerra como «la continuación de la política por otros medios»[1]. En otras palabras, los Estados siguieron considerando durante el siglo XIX que el uso de la fuerza era una potestad discrecional de la que podían hacer uso siempre que creyeran que su soberanía corría peligro, sin que la nueva filosofía que animaba la organización del poder cambiara un ápice esta postura. Pero es que, además, y por inspiración de la Revolución Francesa, en esta centuria se desarrolló la guerra nacional («la nación en armas»), que contribuyó a la masificación de los ejércitos y, por consiguiente, al aumento de las víctimas durante las contiendas. La cruenta batalla de Solferino, de 24 de junio de 1859, donde casi cuarenta mil personas fueron matadas o heridas, puede servir para ilustrar esto último.

Primeros pasos: el Derecho de Ginebra y la labor del Comité Internacional de la Cruz Roja.

Ante esta situación comenzaron a proliferar distintos movimientos de corte humanitario y pacifista. Uno de los primeros fue el Movimiento de la Cruz Roja, que el 26 de octubre de 1863 aprobó sus principios en la conferencia internacional de carácter no gubernamental celebrada en Ginebra, a instancias del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). La finalidad de este movimiento era crear un entramando de sociedades nacionales de voluntarios encargados de atender a los soldados heridos y enfermos como consecuencia de las batallas. Con esto se garantizaba un tratamiento mínimamente humano a los combatientes, que muchas veces perecían debido a la falta de asistencia médica en el campo de guerra.



Nemo. Rojocruz. Dominio Público.


Pero el impulso de la Cruz Roja no se detuvo aquí. El siguiente paso era que las principales potencias europeas se comprometieran a respetar, en caso de guerra, los  cometidos del movimiento ginebrino. Esto se consiguió en la Conferencia intergubernamental convocada por el gobierno suizo, en la que se aprobó la Convención de Ginebra de 22 de agosto de 1864, relativa a la mejora de la suerte de los soldados heridos y enfermos en campaña. Cuatro años después, y una vez  más bajo los auspicios de la Confederación suiza y del CICR, se aprobaron unos artículos adicionales a la Convención, para adaptar este texto a la guerra marítima. Había nacido una rama del Derecho Internacional hasta entonces desconocida: el Derecho Humanitario Bélico, también conocido como Derecho de Ginebra.

No obstante, esta regulación no estuvo exenta de defectos o errores. El más importante fue no contener ninguna norma o cláusula relativa a las posibles infracciones de sus disposiciones, ni, por tanto, ningún mecanismo o técnica de control. En la ingenuidad de los relatores de esta Convención, esta tarea quedó encomendada a la buena fe de los Estados partes, que deberían introducir en sus ordenamientos internos sanciones adecuadas para el caso de incumplimiento del convenio. Como era de esperar, el devenir de los acontecimientos se encargó de poner las cosas en su sitio, y mostró a los promotores de esta regulación lo confiados y altruistas que habían sido. Basta citar la guerra franco-alemana de 1870, donde se registraron un buen número de notorias violaciones de la Convención, a pesar de los esfuerzos de la Cruz Roja en sentido contrario.