jueves, 10 de julio de 2014

Un eslabón más en la cadena



UN ESLABÓN MÁS EN LA CADENA.



        Yarald, Alto Príncipe de Trapadocia, no podía ocultar la tempestuosa cólera que afluía a su mente, y que externamente afeaba, todavía más, su rostro simiesco de ojos diminutos, apenas perceptibles, y nariz un tanto aguileña. La causa de tan amargo momento no era otra que el vil ataque perpetrado contra su castillo en Larinia, la noble capital del reino. Mientras cazaba el jabalí el día anterior, por invitación del Duque Arne, una banda de malhechores y desaprensivos, bien organizados, asaltó el vetusto castillo con dardos incendiarios; el edificio ardió como una tea. Su fiel esposa y sus hijas pudieron salvar la vida, al contrario que el resto de su familia, invitados y personal de servicio, que, con tamaña acción, entraron de forma inesperada en el Hades. La burda añagaza había dado resultado, y le infectaba de un dolor que invadía su alma con insidiosa tenacidad, haciéndole fruncir el ceño y apretar los dientes en una mueca horrible, tenebrosa.

        ¡Este ultraje no puede quedar impune! ¡Esta fechoría debe ser castigada! – Bramó fuertemente entre los restos calcinados, ante las atónitas miradas de sus legados y soldados. – Mi justicia sin límites caerá como una pesada losa sobre los culpables, que desearán no haber nacido. ¡Los patriotas me seguirán en esa cruzada contra esas hienas traidoras!


Hans. Fortaleza de Hohensalzburg. Dominio Público.


        La leva de tropas se acometió inmediatamente. Había que responder, fuera como fuera; no se podía permitir que esos rufianes camparan a sus anchas por el reino, preparando, seguramente, nuevas trapacerías que sufrirían los angustiados inocentes. Y, sobre todo, había que buscar un responsable, un cabeza de turco. No tardó mucho tiempo en dilucidar tan acuciante cuestión; las profundas elucubraciones no eran precisamente de su agrado. Incluso rechazó el dictamen del Consejo de Ancianos, que preceptivamente había solicitado, porque le sugerían que indagara algo más, que mejorara las pesquisas antes de tomar una decisión. Pero no; no podía ser. Las pruebas que tenía eran suficientes, determinantes. Y cada segundo de duda, de retraso, horadaba su corazón, que le traía a colación los rostros desesperados y agonizantes de sus familiares. La reflexión es buena para los filósofos, no para los hombres de acción, se decía continuamente.

        ¡Ha sido Arne! – concluyó en un arrebato de ira en presencia de sus sumisos generales. Un rato después, mientras pasaba la mano siniestra por su puntiaguda oreja derecha y la comisura de su boca vagamente trazada, continuó: – Quiero que las tropas estén preparadas y equipadas en dos días. Llamad a todos los nobles. Espero que me proporcionen ayuda en esta lucha contra el mal.

        El Duque Arne, Jefe de la montañosa región de Capatinia, no se sorprendió cuando le comunicaron la acusación. Desde hacia tiempo conocía el malestar que la política de Yarald, que detraía a los ciudadanos de Capatinia el triple de tributos por el simple motivo de ser de distinto credo, suscitaba entre sus paisanos. Además, sabía que las leyes prescribían sanciones más duras a los capatinios, e impedían que pudieran comerciar con otras regiones en igualdad de condiciones. Y tampoco ignoraba los continuos actos vandálicos que, en los últimos años, sus conciudadanos cometían en Capatinia y en otras regiones del reino. Por ello, estuvo secretamente involucrado en el ataque contra el castillo de Yarald, suministrando armas y entrenamiento a sus castigados paisanos, junto con la oportunidad propicia para ejecutar el golpe mortal. Yarald debía aprender que también él era débil.

        Tal y como Yarald ordenó, el ejército estuvo preparado a tiempo. Los principales esbirros del Príncipe no se demoraron, y enseguida pusieron sus huestes al servicio de Yarald. Conocían de sobra el carácter arriscado, algo temerario, de Yarald, y no querían correr riesgos. La partida, tras los auspicios y una frugal comida, fue inminente.

        Las copiosas legiones de Yarald se dedicaron, durante un mes entero, a devastar los productivos campos de cultivo de Capatinia, tras hacer acopio de provisiones en unos saqueos inhumanos, crueles. Multitud de familias desconsoladas vieron como sus casas eran incendiadas, sus mujeres mancilladas y sus hijos esclavizados. Una ola de terror, llegada de más allá de las abruptas montañas, se apoderó furiosamente de la región. La capital, Trasinia, no tardaría en verse sitiada. Las tropas invasoras avanzaban sin arredrarse lo más mínimo.

        Trasinia, la ciudad más grande de la región, no era una urbe esplendorosa, pero estaba fortificada con murallas y empalizada. Abundaban en su interior muchas casas bajas, de construcción sencilla, propias de agricultores y pequeños comerciantes. Desde luego, no eran gentes aptas para el manejo de armas, aunque, dado el caso, podían organizarse para plantar, por lo menos, una trémula defensa. En consecuencia, no es de extrañar el gran desasosiego que provocó en la población el anuncio del advenimiento de las legiones de Yarald. Todos lo sabían: sólo se contaba con los efectivos del Duque Arne, y esto no bastaba para contener durante mucho tiempo el asedio de un ejército cuyas enseñas militares se divisaban por millares. Los vigías describían continuamente los ejercicios de entrenamiento efectuados por el poderoso ejército, apostado no muy lejos de ellos. La tensión de los habitantes era palpable; su desesperanza, indescriptible.

        Durante dos semanas el suministro de víveres quedó cortado en una ciudad ya de por si escasa de alimentos; los estragos a niños y enfermos minaban el ánimo  renqueante de unos hombres desechos. Por culpa de unos pocos, los asaltantes, estaba siendo torturado todo un pueblo. La indignación crecía paulatinamente, y Arne se percató de ello. Para eludir posibles represalias contra su persona, no dudó un instante en pedir una audiencia con Yarald, con el fin de parlamentar sobre una posible solución.

        El encuentro con Yarald no fue fructífero. Ya desde el momento en que Arne reconoció el gesto adusto y la cabellera corta de color ceniciento de Yarald comenzó a sospechar el desenlace. El arrogante Príncipe presionó a Arne para que entregara, sin condiciones, la ciudad, cosa que éste no quiso conceder. En su lugar, un torticero Arne sugirió, algo nervioso, la entrega de los culpables, que se encontraban en los calabozos de Trasinia, a cambio de que Yarald levantara el sitio y dejara de zaherir a su pueblo. Yarald lanzó una mirada hosca a Arne y sentenció el asunto: él se encargaría de descubrir a los culpables, incluido el mismo, y de ajusticiarlos en consecuencia por su felonías; si Arne se oponía, lo haría de igual modo. El medroso Arne respondió que su ciudad no estaba dispuesta a soportar esa humillación, y se marchó. Poco después, Yarald acicateaba a sus soldados para que emprendieran el ataque. Esa caterva de rebeldes sería hostigada hasta la extenuación. Su suerte estaba echada.

        Obviamente, la ciudad no resistió el envite; las legiones de Yarald penetraron en su interior con suma facilidad, luchando con un pueblo en un estado de ánimo deleznable, con hombres repantigados en las calles y mujeres suplicantes. Cuando la cacería cesó, Yarald instaló su Alto Tribunal en el centro de la plaza; él era el único magistrado y el único acusador. Condenó a los que se hallaban encarcelados, según la costumbre de los antepasados, a la pena de azotamiento y decapitación. Los jefes de las principales familias fueron fustigados con inquina, y, entre otras cosas, sufrieron la confiscación de dos tercios de sus fortunas; el resto de varones mayores de veinte años fueron condenados a la esclavitud en las minas. El Duque Arne, máximo promotor del ataque origen de este desastre, se escabulló cobardemente junto con sus sicarios; otros habían recibido el castigo por él.

        Al terminar los procesos, Yarald ordenó limpiar la pestífera plaza. Después de esto elevó una plegaria a los dioses, celebró un opíparo banquete y salió de la ciudad en dirección a su nuevo castillo. El viento sibilante se escurría tenuemente por unas calles desiertas. Todo había acabado.

        Como curiosidad, unos días antes del ataque al castillo de Yarald un sabio griego visitó Larinia, convidado por el Consejo de Ancianos. Habló, ante estos egregios hombres, sobre la justicia, sosteniendo que «es peor cometer una injusticia que recibirla», y, en el caso de cometer una injusticia, lo mejor es ser castigado correctamente, puesto que «el fin de todo el que se encuentra castigado, al ser castigado correctamente por otro, es volverse mejor». Y añadió: «nadie castiga a los injustos teniendo en mente que cometieron injusticia. El que se dispone a castigar con razón no toma venganza por la injusticia pasada, puesto que no desharía lo hecho». Tal vez estas opiniones no bastan para la vida práctica, para resolver los problemas cruciales, al no decirnos nada en concreto. Por supuesto, es difícil saber si se está plenamente en la verdad. Pero no estaría de más tenerlas en cuenta, sobre todo para no entablar competiciones por la mayor barbaridad, como la protagonizada por Yarald y los capatinios. En caso contrario, acciones como éstas tan sólo son eslabones en una larga, larga, cadena de injusticias.



No hay comentarios:

Publicar un comentario