UN
ESLABÓN MÁS EN LA CADENA.
Yarald, Alto Príncipe de Trapadocia, no
podía ocultar la tempestuosa cólera que afluía a su mente, y que externamente
afeaba, todavía más, su rostro simiesco de ojos diminutos, apenas perceptibles,
y nariz un tanto aguileña. La causa de tan amargo momento no era otra que el
vil ataque perpetrado contra su castillo en Larinia, la noble capital del
reino. Mientras cazaba el jabalí el día anterior, por invitación del Duque
Arne, una banda de malhechores y desaprensivos, bien organizados, asaltó el
vetusto castillo con dardos incendiarios; el edificio ardió como una tea. Su
fiel esposa y sus hijas pudieron salvar la vida, al contrario que el resto de
su familia, invitados y personal de servicio, que, con tamaña acción, entraron
de forma inesperada en el Hades. La burda añagaza había dado resultado, y le
infectaba de un dolor que invadía su alma con insidiosa tenacidad, haciéndole
fruncir el ceño y apretar los dientes en una mueca horrible, tenebrosa.
─ ¡Este
ultraje no puede quedar impune! ¡Esta fechoría debe ser castigada! – Bramó
fuertemente entre los restos calcinados, ante las atónitas miradas de sus
legados y soldados. – Mi justicia sin límites caerá como una pesada losa sobre
los culpables, que desearán no haber nacido. ¡Los patriotas me seguirán en esa
cruzada contra esas hienas traidoras!
Hans. Fortaleza de Hohensalzburg. Dominio Público. |
La leva de
tropas se acometió inmediatamente. Había que responder, fuera como fuera; no se
podía permitir que esos rufianes camparan a sus anchas por el reino,
preparando, seguramente, nuevas trapacerías que sufrirían los angustiados
inocentes. Y, sobre todo, había que buscar un responsable, un cabeza de turco.
No tardó mucho tiempo en dilucidar tan acuciante cuestión; las profundas
elucubraciones no eran precisamente de su agrado. Incluso rechazó el dictamen
del Consejo de Ancianos, que preceptivamente había solicitado, porque le
sugerían que indagara algo más, que mejorara las pesquisas antes de tomar una
decisión. Pero no; no podía ser. Las pruebas que tenía eran suficientes,
determinantes. Y cada segundo de duda, de retraso, horadaba su corazón, que le
traía a colación los rostros desesperados y agonizantes de sus familiares. La
reflexión es buena para los filósofos, no para los hombres de acción, se decía
continuamente.
─ ¡Ha
sido Arne! – concluyó en un arrebato de ira en presencia de sus sumisos
generales. Un rato después, mientras pasaba la mano siniestra por su puntiaguda
oreja derecha y la comisura de su boca vagamente trazada, continuó: – Quiero
que las tropas estén preparadas y equipadas en dos días. Llamad a todos los
nobles. Espero que me proporcionen ayuda en esta lucha contra el mal.
El Duque
Arne, Jefe de la montañosa región de Capatinia, no se sorprendió cuando le
comunicaron la acusación. Desde hacia tiempo conocía el malestar que la
política de Yarald, que detraía a los ciudadanos de Capatinia el triple de
tributos por el simple motivo de ser de distinto credo, suscitaba entre sus
paisanos. Además, sabía que las leyes prescribían sanciones más duras a los
capatinios, e impedían que pudieran comerciar con otras regiones en igualdad de
condiciones. Y tampoco ignoraba los continuos actos vandálicos que, en los
últimos años, sus conciudadanos cometían en Capatinia y en otras regiones del
reino. Por ello, estuvo secretamente involucrado en el ataque contra el
castillo de Yarald, suministrando armas y entrenamiento a sus castigados
paisanos, junto con la oportunidad propicia para ejecutar el golpe mortal.
Yarald debía aprender que también él era débil.
Tal y como
Yarald ordenó, el ejército estuvo preparado a tiempo. Los principales esbirros
del Príncipe no se demoraron, y enseguida pusieron sus huestes al servicio de
Yarald. Conocían de sobra el carácter arriscado, algo temerario, de Yarald, y
no querían correr riesgos. La partida, tras los auspicios y una frugal comida,
fue inminente.
Las copiosas legiones de Yarald se
dedicaron, durante un mes entero, a devastar los productivos campos de cultivo
de Capatinia, tras hacer acopio de provisiones en unos saqueos inhumanos,
crueles. Multitud de familias desconsoladas vieron como sus casas eran
incendiadas, sus mujeres mancilladas y sus hijos esclavizados. Una ola de
terror, llegada de más allá de las abruptas montañas, se apoderó furiosamente
de la región. La capital, Trasinia, no tardaría en verse sitiada. Las tropas
invasoras avanzaban sin arredrarse lo más mínimo.
Trasinia,
la ciudad más grande de la región, no era una urbe esplendorosa, pero estaba
fortificada con murallas y empalizada. Abundaban en su interior muchas casas
bajas, de construcción sencilla, propias de agricultores y pequeños
comerciantes. Desde luego, no eran gentes aptas para el manejo de armas,
aunque, dado el caso, podían organizarse para plantar, por lo menos, una
trémula defensa. En consecuencia, no es de extrañar el gran desasosiego que
provocó en la población el anuncio del advenimiento de las legiones de Yarald.
Todos lo sabían: sólo se contaba con los efectivos del Duque Arne, y esto no
bastaba para contener durante mucho tiempo el asedio de un ejército cuyas
enseñas militares se divisaban por millares. Los vigías describían
continuamente los ejercicios de entrenamiento efectuados por el poderoso
ejército, apostado no muy lejos de ellos. La tensión de los habitantes era
palpable; su desesperanza, indescriptible.
Durante
dos semanas el suministro de víveres quedó cortado en una ciudad ya de por si
escasa de alimentos; los estragos a niños y enfermos minaban el ánimo renqueante de unos hombres desechos. Por
culpa de unos pocos, los asaltantes, estaba siendo torturado todo un pueblo. La
indignación crecía paulatinamente, y Arne se percató de ello. Para eludir
posibles represalias contra su persona, no dudó un instante en pedir una
audiencia con Yarald, con el fin de parlamentar sobre una posible solución.
El
encuentro con Yarald no fue fructífero. Ya desde el momento en que Arne
reconoció el gesto adusto y la cabellera corta de color ceniciento de Yarald
comenzó a sospechar el desenlace. El arrogante Príncipe presionó a Arne para
que entregara, sin condiciones, la ciudad, cosa que éste no quiso conceder. En
su lugar, un torticero Arne sugirió, algo nervioso, la entrega de los
culpables, que se encontraban en los calabozos de Trasinia, a cambio de que
Yarald levantara el sitio y dejara de zaherir a su pueblo. Yarald lanzó una
mirada hosca a Arne y sentenció el asunto: él se encargaría de descubrir a los
culpables, incluido el mismo, y de ajusticiarlos en consecuencia por su
felonías; si Arne se oponía, lo haría de igual modo. El medroso Arne respondió
que su ciudad no estaba dispuesta a soportar esa humillación, y se marchó. Poco
después, Yarald acicateaba a sus soldados para que emprendieran el ataque. Esa
caterva de rebeldes sería hostigada hasta la extenuación. Su suerte estaba echada.
Obviamente, la ciudad no resistió el
envite; las legiones de Yarald penetraron en su interior con suma facilidad,
luchando con un pueblo en un estado de ánimo deleznable, con hombres
repantigados en las calles y mujeres suplicantes. Cuando la cacería cesó,
Yarald instaló su Alto Tribunal en el centro de la plaza; él era el único
magistrado y el único acusador. Condenó a los que se hallaban encarcelados,
según la costumbre de los antepasados, a la pena de azotamiento y decapitación.
Los jefes de las principales familias fueron fustigados con inquina, y, entre
otras cosas, sufrieron la confiscación de dos tercios de sus fortunas; el resto
de varones mayores de veinte años fueron condenados a la esclavitud en las
minas. El Duque Arne, máximo promotor del ataque origen de este desastre, se
escabulló cobardemente junto con sus sicarios; otros habían recibido el castigo
por él.
Al
terminar los procesos, Yarald ordenó limpiar la pestífera plaza. Después de
esto elevó una plegaria a los dioses, celebró un opíparo banquete y salió de la
ciudad en dirección a su nuevo castillo. El viento sibilante se escurría
tenuemente por unas calles desiertas. Todo había acabado.
Como
curiosidad, unos días antes del ataque al castillo de Yarald un sabio griego
visitó Larinia, convidado por el Consejo de Ancianos. Habló, ante estos
egregios hombres, sobre la justicia, sosteniendo que «es peor cometer una
injusticia que recibirla», y, en el caso de cometer una injusticia, lo mejor es
ser castigado correctamente, puesto que «el fin de todo el que se encuentra
castigado, al ser castigado correctamente por otro, es volverse mejor». Y
añadió: «nadie castiga a los injustos teniendo en mente que cometieron
injusticia. El que se dispone a castigar con razón no toma venganza por la
injusticia pasada, puesto que no desharía lo hecho». Tal vez estas opiniones no
bastan para la vida práctica, para resolver los problemas cruciales, al no
decirnos nada en concreto. Por supuesto, es difícil saber si se está plenamente
en la verdad. Pero no estaría de más tenerlas en cuenta, sobre todo para no
entablar competiciones por la mayor barbaridad, como la protagonizada por
Yarald y los capatinios. En caso contrario, acciones como éstas tan sólo son
eslabones en una larga, larga, cadena de injusticias.
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