En definitiva, y aunque parezca una perogrullada, lo
más importante a la hora de abordar el populismo es qué se entiende por pueblo
(el primer rasgo expuesto), o, más exactamente, qué entienden los populistas
por pueblo. Desde luego, el pueblo es una palabra ambigua y confusa, de difícil
contorno. Fácilmente se puede caer en la pedantería y en la mitología (y en la
total falsedad) a la hora de exponer lo que es o lo que se entiende por pueblo.
Sin embargo, para el populista el asunto es mucho más sencillo: el pueblo es
juez supremo, gran legislador, magistrado máximo y sumo sacerdote. Todo a un
tiempo. Es la suma de todas las virtudes, habidas y por haber, a pesar de que a
veces se le pueda «tomar el pelo»[1].
Todo el poder, toda la legitimidad, toda la justicia, toda la soberanía, deriva
del pueblo; y toda medida política, social y personal, todo esfuerzo, individual
o colectivo, debe hacerse por el pueblo. Todo existe por el pueblo o a través
del pueblo, y todo lo que debe hacerse debe revertir a éste único sujeto
legítimo. Aquí reside el busilis del asunto: para el populista el pueblo es un
sujeto corpóreo, un ser vivo, como las personas de carne y hueso, tan real como
éstas, o más. No es un cuento, ni una fábula, ni una leyenda; es un ente subjetivo
que goza de una existencia plena, una inteligencia propia y una voluntad
original, que solo el populista conoce. No se trata de «algo» sino de
«alguien». Y no es cualquier «alguien»: aludir al pueblo es como aludir a una
persona de gran prestigio (persona semidivina o cuasidivina) de la que todos hemos
oído hablar, aunque no hayamos visto nunca. Esta «personificación» del pueblo
ha llevado a autores, como Fernando Savater, a señalar con acierto la similitud
que se puede establecer entre la noción de pueblo y la idea de Dios[2].
Hans. Plaza de la Catedral. Dominio público. |
Dos ideas llaman poderosamente la atención, a mi
juicio, de toda esta pintura del pueblo: la legitimidad y la soberanía. La
legitimidad es una cuestión de valor, vinculada ineludiblemente a la justicia. Si
un Estado, un gobierno, una institución, supera el test de los criterios de
justicia asociados al concepto de legitimidad (por ejemplo, seguridad jurídica,
democracia, derechos humanos), entonces es justo, por parte de los ciudadanos,
obedecer y asumir sus normas; estaríamos ante un Estado, un gobierno o una
institución legítima. En este sentido, el máximo representante de la justicia
en la tierra, para el populista, es el pueblo. Obedecer lo que dice el pueblo
es cumplir con la mayor justicia terrenal posible. Es la única fuente de poder
y, por tanto, de legitimidad. En consecuencia, todo aquello que contradiga la
voluntad del pueblo, ya se trate de constituciones, leyes, reglamentos,
sentencias, órdenes policiales, tratados y acuerdos internacionales,
compromisos de todo tipo, tradiciones, o lo que sea, carecerá de legitimidad, será
algo totalmente injusto y podrá ser desobedecido o derogado sin ningún
problema. Por eso el populista (como el pueblo) no se encuentra atado a ninguna
norma que no sea lo que el pueblo quiere, y no duda en preconizar futuras
reformas constitucionales, legislativas y de política interior y exterior, que
pasarán a cumplir a rajatabla la voluntad del pueblo, obedeciendo lo que,
paradójicamente, no había más remedio que obedecer.