sábado, 26 de julio de 2014

Derecho, moral, Constitución

El positivismo metodológico postula una «forma de aproximarse al Derecho»[1], un procedimiento mediante el que se consigue alcanzar la verdad del Derecho. Su mejor argumento es el de la separación entre Derecho y moral, también conocido como «tesis de la neutralidad», constituyendo la tesis central de lo que se entiende por positivismo jurídico. Según esta tesis lo que define conceptualmente al Derecho no es su contenido, en mayor o menor armonía con la moral, sino su particular modo de hacer efectivo ese contenido[2]; empleando un símil literario, podemos decir que el Derecho es una novela en la que no importa el argumento, sino el estilo, la forma. Así pues, lo que caracteriza al Derecho es el empleo de la fuerza para hacer valer sus prescripciones; este es su ingrediente principal. Por supuesto, el Derecho presenta siempre una conexión con el sistema normativo de la moral[3], que tiene que ver con su contenido; pero este enlace con la moral es un rasgo contingente en el sentido de que el Derecho puede estar conectado con cualquier tipo de moral. Como bien resume el profesor Prieto, «la idea es, pues, que el Derecho no tiene por qué expresar el dictamen de la moral, sino que es el producto de una convención, de un mero acto de voluntad»[4]. En definitiva, el Derecho no tiene por qué ser necesariamente justo, no existiendo, a este respecto, una obligación moral de obedecerlo.

Joergelman. Bibliotecabufete. Dominio Público.

 
Pues bien, el constitucionalismo se opone frontalmente a esta concepción positivista, apostando por el punto de vista contrario. Y esto es así porque la Constitución, en función de sus principios[5], se ha “rematerializado”, concentrando en su texto lo que Luis Prieto cita como «ética de la modernidad»; es decir, se ha introducido en la norma suprema, que es una norma jurídica, una gran cantidad de valores morales, siendo los más destacables la democracia y los derechos fundamentales, tantas veces traídos a colación. Los principios constitucionales han “positivizado” una ética[6]; son, dicho rápidamente, Derecho y moral al mismo tiempo[7]. Así, la ética positivizada por la Constitución deja de estar a extramuros del Derecho, como un criterio que sirve para medir la justicia del sistema jurídico, para fundirse con el mismo Derecho, erigiéndose, además, en criterio de validez del resto de normas gracias a la supremacía de la Constitución[8]. Esto es lo que se denomina «desplazamiento del juicio moral»[9], que lleva aparejado una conexión entre Derecho y moral, conexión producida, como acabamos de ver, por la Constitución. Ni que decir tiene que, de esta anunciada conexión, se deduce una obligación moral de obediencia al Derecho. Sin embargo, esto no entra en contradicción con la tesis positivista de la separación, puesto que ésta nunca negó que tal unión pudiera darse, sino que se limitó a esclarecer que tal ligazón no era, de por sí, necesaria. Para ser más exactos, si nos atenemos a la clásica distinción entre moral social y moral crítica[10], lo que la tesis de la separación niega con rotundidad es la vinculación entre el Derecho y la segunda, mientras que concede sin reparos una conexión con la primera, esto es, con la moral social sentida por una comunidad[11]. Y las Constituciones modernas no dejan de establecer una conexión entre Derecho y moral social, ya que los principios pueden tener un contenido moral de lo más variable, es decir, pueden tener cualquier contenido moral[12], por lo que si conectan al Derecho con alguna moral es con la moral social. Ahora bien, si desde estos planteamientos constitucionales se ha sugerido esta conexión es porque se partía del convencimiento de que la moral que aparecía reflejada en la Constitución era la moral crítica, verdadera, esclarecida, cosa que no es así[13]. Una moral se institucionaliza en un texto normativo cuando es mayormente compartida por una comunidad, pero, si esto es así, entonces esa moral es una moral social, perfectamente revisable desde otras posturas más críticas. Luego debemos mantener la tesis positivista de la separación entre Derecho y moral.

En consecuencia, el profesor Luis Prieto, sopesando todos estos argumentos, ve plausible la formación de un «constitucionalismo positivista»[14], de una teoría que propugna una Constitución como «consenso de moralidad pública», como punto de vista acerca de la justicia, pero, al mismo tiempo, reconoce abiertamente que la Constitución no abarca por sí misma toda la moral. De este modo, aun reconociendo que todo Derecho representa una posición moral, se posibilita, desde la instancia de una moral crítica, la revisión de su contenido, la discusión sobre su justicia o injusticia[15]. Este modelo, que Luis Prieto considera semejante al tipo de ciencia jurídica propuesto por Luigi Ferrajoli, se muestra respetuoso con la tesis positivista de la separación entre Derecho y moral, permitiendo, por lo demás, que se mantengan ideales tan arraigados como la democracia y los derechos básicos de las personas por medio de esa crítica constante a la justicia de la Constitución[16].                    




[1] Luis Prieto Sanchís, Constitucionalismo y Positivismo, Fontamara, México, 1999, citado página 11.
[2] Idem, Pág. 12: «lo que lo define (al Derecho) no es aquello que manda o prohíbe, sino la forma de hacerlo» El paréntesis es mío. En la página siguiente el profesor Prieto especifica más esta afirmación, al escribir que «el Derecho se define, no en función de su contenido más o menos coincidente con la moralidad, sino en función de un elemento especifico, como es la organización del uso de la fuerza o, si se quiere, del hecho de que tales contenidos aparecen vinculados al uso de la fuerza».
[3] Idem, Pág. 12, donde se dice que el Derecho «presenta siempre determinado contenido ético susceptible de ser enjuiciado desde el punto de vista de la moralidad».
[4] Idem, citado página 13. Con este argumento se quiere dar cuenta del origen social del Derecho.
[5] El argumento de los principios ha abanderado las críticas lanzadas contra el positivismo. Ver Santiago Sastre Ariza, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, McGraw-Hill, Madrid, 1999, Pág. 145. En este sentido, merece ser tenida en cuenta la teoría de Ronald Dworkin.
[6] Idem, Págs. 49 y 50.
[7] Para Gustavo Zagrebelsky esto supone uno de los mayores «rasgos de orgullo para el derecho positivo». Los principios constitucionales suponen un intento de positivizar determinados contenidos del derecho natural, que de este modo dejan de estar fuera del Derecho. En este sentido, se suele llamar la atención sobre la connotación  iusnaturalista del constitucionalismo.
[8] «Las normas del sistema ya no sólo deberán respetar determinados requisitos formales y procedimentales, sino que habrán de ser congruentes con principios y valores que son morales y jurídicos a un tiempo», Constitucionalismo y Positivismo, citado página 50. 
[9] Constitucionalismo y Positivismo, Pág. 66: «lo que antes era un juicio moral sobre la justicia de la norma se convierte ahora en un juicio jurídico sobre la validez de la misma».
[10] Hay que precisar que esta distinción es habitual en el ámbito de la filosofía del derecho. De este modo, la moral social se puede definir como el conjunto de exigencias morales compartidas por una comunidad determinada. El jurista John Austin, autor de The province of jurisprudence determined, fue el primero en utilizar la expresión «moral social». El positivismo jurídico no niega que el Derecho esté relacionado con la moral social, algo que sin duda influirá en su aceptación, en su estabilidad. Por otro lado, la moral crítica se puede entender como aquella moral que permite valorar las pautas de la moralidad social desde un punto de vista más autónomo, más personal; también suele ser calificada con los adjetivos de «correcta», «racional», «ideal» o «esclarecida». Aquí el positivismo jurídico es más tajante: no existe una relación necesaria o no contingente entre Derecho y moral crítica. El Derecho no siempre refleja en sus mandatos las exigencias de la moral crítica.
[11] Constitucionalismo y Positivismo, Pág. 73: «el Derecho necesariamente apela a la moral, pero a la moral social o de los operadores jurídicos, que históricamente ha presentado y presenta los más variados contenidos y perfiles, algunos que hoy nos parecen abiertamente inmorales».
[12] «Luego todo parece indicar que si los principios constitucionales acreditan la presencia de la moral en el Derecho... esa moral es la moral social, o sea, cualquier moral», Constitucionalismo y Positivismo, citado página 78.
[13] Idem, Pág. 74.
[14] Idem, Págs. 62 y ss.
[15] Idem, Pág. 63.
[16] Idem, Pág. 64. 

miércoles, 16 de julio de 2014

Magistraturas romanas: el cónsul

El consulado era la más alta magistratura ordinaria del ordenamiento republicano, hasta el punto de que Cicerón alude a la misma calificándola como una magistratura con “poder regio”. Para este autor «los cónsules detentaban un poder que si bien en el tiempo era limitado a un año, tanto por su naturaleza como por su carácter jurídico era semejante al de un rey»[i]. Es decir, el cónsul era el magistrado que heredó el imperium que anteriormente había ostentado el rey, y por ello, en La República, sitúa su aparición en el mismo momento en el que nació el régimen republicano a la caída de Tarquinio el Soberbio[ii]. Símbolo de este imperium recibido de los reyes eran los lictores, portadores de las fasces, que acompañaban a uno de los cónsules de forma alternativa cada mes[iii], y que, entre otros cometidos, se encargaban de ejecutar las sentencias pronunciadas por el magistrado[iv].


15299. Estatuapiedracésar. Dominio Público.


No obstante, según Armando Torrent la magistratura más importante de principios de la República fue un praetor maximus, ayudado por dos praetores minores. El propio Cicerón, en Las Leyes, al referirse al consulado lo hace llamando a los que revisten esta magistratura «pretores, jueces y cónsules», por sus funciones, que consistían en presidir, juzgar y consultar[v]. Probablemente, esta fue la principal magistratura entre el año 509 y el 451 a.C, fecha de la irrupción de los decemviri legibus scribundis. Después de los decenviros, retornaron estos «pretores, jueces y cónsules», aunque la tenaz oposición plebeya consiguió suplantarlos por unos tribunos militares con poderes de cónsul[vi] hasta el año 367, con la lex Licinia de consule plebeio. Tras esta ley, símbolo de la alianza patricio-plebeya, este cargo de pretor-juez-cónsul se dividió en dos: el de cónsul propiamente dicho, en un número de dos y por un año de mandato, máxima magistratura a la que podían acceder los plebeyos; y el de pretor, que se encargaría de la administración de justicia, y estaría reservado en exclusiva a la clase patricia. En definitiva, se había producido una importante reforma en la constitución republicana, si bien los conflictos entre patricios y plebeyos a propósito del consulado continuaron hasta el año 342, en el que un plebiscito del tribuno Lucio Genucio permitió que los dos cónsules fueran plebeyos[vii].

Según Cicerón, los cónsules asumían la suprema autoridad sobre el ejército y no obedecían a nadie, siendo su finalidad primordial la seguridad del pueblo romano[viii]. Esto quiere decir, en primer lugar, que, en caso de guerra, los cónsules se ponían al frente de las legiones, acometiendo la leva de las tropas y su dirección, en virtud de la cual podía conceder distinciones a los soldados más valerosos[ix], o sancionar a los más indisciplinados[x]. Asimismo, el cónsul tenía derecho a tomar los auspicios antes de trabar combate[xi], y al triunfo si salía victorioso[xii]. Respecto a los otros magistrados, excepto los tribunos de la plebe[xiii], los demás debían prestar obediencia al cónsul. Por tanto, los cónsules eran los jefes supremos del Estado, los que recibían el imperium, tanto civil como militar.

Además, los cónsules tenían el derecho de convocar al pueblo y al Senado, presidiendo sus sesiones, y, en el caso de los comicios centuriados, pudiendo presentar proyectos legislativos. Varrón nos muestra, en De Lingua Latina VI, 88, un fragmento en el que se detalla cómo se realizaba la convocatoria de los comicios centuriados. Precisamente, los cónsules eran elegidos en estos comicios, bajo la presidencia del cónsul saliente. Ya se dio cuenta más arriba de las dificultades que se presentaron para convocar estos comicios después de la ley Licinia, que en algunos casos desembocaron en interregnos. Según la obra de Tito Livio, esto obedecía a que a los patricios les desagradaba sobremanera ver a un plebeyo celebrar estos comicios, ya que suponía tener derecho a tomar los auspicios, algo que consideraban sacrílego[xiv].

El poder supremo del cónsul estaba sujeto a una serie de límites. El más firme de ellos era el que ejercía el tribuno de la plebe mediante su veto (intercessio); no en vano, este fue el motivo por el que apareció esta magistratura plebeya[xv]. También la potestad del cónsul se veía constreñida por la autoridad y dirección del Senado y, dentro de la ciudad, por la provocatio ad populum, según se desprende de varios pasajes de la obra de Cicerón[xvi].




[i] Cic. De Rep, II, XXXII, 56. Marco Tulio CICERÓN, La República y Las Leyes, Akal, Madrid, 1989, Edición de Juan María Núñez González.
[ii] Cic. De Rep, I, XL, 62; II, XXXI, 53; II, XXXV, 60. También Liv. IV, 3, 9-10 y 4, 3.
[iii] Cic. De Rep, II, XXXI, 55.
[iv] Liv. VIII, 7, 20. Se narra la historia de Tito Manlio, cónsul, que ordena a un lictor decapitar a su hijo, que había desobedecido una orden de su padre, quebrantando la disciplina militar. TITO LIVIO, Historia de Roma desde su Fundación, tomo II libros IV-VII y tomo III libros VIII-X, Gredos, Madrid, 1990, Edición de José Antonio Villar Vidal.
[v] Cic. De Leg, III, III, 8. Etimológicamente, pretor (praetor) viene de prae-ire ( “ir por delante”, “preceder”), juez (iudex) de iudicare (“juzgar”), y cónsul de consulere (“consultar”). Varrón, en De Lingua Latina V, 80, denomina cónsul a aquella «persona que tiene potestad para consultar (consulere) al pueblo y al Senado», y pretor al que «está al frente (praeiret) de la justicia y del derecho». Marco Terencio VARRÓN, De Lingua Latina, Anthropos, Barcelona, 1990, Edición bilingüe a cargo de Manuel Antonio Marcos Casquero.
[vi] Los “pretores, jueces y cónsules” eran siempre patricios. Livio nos muestra como este hecho molestaba enormemente a la plebe, dando origen a grandes revueltas en la ciudad, que propiciaron la elección de esos tribuni militum consulari potestate (aunque hasta el año 410 hubo muchos años en los que se siguieron eligiendo cónsules).  Los plebeyos podían acceder a este tribunado, aunque no lo hicieron hasta el año 400 (Livio V, 12, 9).
[vii] Lo que según Armando Torrent es una prueba evidente de esa nueva clase dirigente que surgió después de las luchas patricio-plebeyas: la nobilitas.
[viii] Cic. De Leg, III, III, 8.
[ix] Liv. VII, 26, 10 y 37, 1-2.
[x] Kunkel, “Historia del Derecho Romano”, Ariel, Barcelona, 1982, traducción de Juan Miquel, pág. 24.
[xi] Liv. VIII, 9, 1; IX, 14, 3-4.
[xii] Liv.  IX, 40, 20.
[xiii] Cic, De Leg, III, VII, 16; De Rep, XXXIII, 58.
[xiv] En Livio, VII, 6, 7-12. Lucio Genucio es el primer cónsul plebeyo que se encarga de una guerra, tras su aprobación por el  pueblo. Este cónsul acabó pereciendo en una emboscada. El texto dice que partió con sus propios auspicios, y que su muerte significaba haber llevado los auspicios «donde la piedad no lo permite», razón por la cual los plebeyos no tenían ni derecho humano ni divino a ello. El derecho a tomar auspicios era propiedad exclusiva de los patricios (Livio, VI, 41, 4-5).
[xv] Cic. De Rep, II, XXXIII, 58, y De Leg, III, VII, 16.
[xvi] En particular, De Rep, II, XXXI, 53, y De Leg, III, III, 6. En este último pasaje se excluye el derecho de apelación en el ejército contra el que ejerce el mando.

jueves, 10 de julio de 2014

Un eslabón más en la cadena



UN ESLABÓN MÁS EN LA CADENA.



        Yarald, Alto Príncipe de Trapadocia, no podía ocultar la tempestuosa cólera que afluía a su mente, y que externamente afeaba, todavía más, su rostro simiesco de ojos diminutos, apenas perceptibles, y nariz un tanto aguileña. La causa de tan amargo momento no era otra que el vil ataque perpetrado contra su castillo en Larinia, la noble capital del reino. Mientras cazaba el jabalí el día anterior, por invitación del Duque Arne, una banda de malhechores y desaprensivos, bien organizados, asaltó el vetusto castillo con dardos incendiarios; el edificio ardió como una tea. Su fiel esposa y sus hijas pudieron salvar la vida, al contrario que el resto de su familia, invitados y personal de servicio, que, con tamaña acción, entraron de forma inesperada en el Hades. La burda añagaza había dado resultado, y le infectaba de un dolor que invadía su alma con insidiosa tenacidad, haciéndole fruncir el ceño y apretar los dientes en una mueca horrible, tenebrosa.

        ¡Este ultraje no puede quedar impune! ¡Esta fechoría debe ser castigada! – Bramó fuertemente entre los restos calcinados, ante las atónitas miradas de sus legados y soldados. – Mi justicia sin límites caerá como una pesada losa sobre los culpables, que desearán no haber nacido. ¡Los patriotas me seguirán en esa cruzada contra esas hienas traidoras!


Hans. Fortaleza de Hohensalzburg. Dominio Público.


        La leva de tropas se acometió inmediatamente. Había que responder, fuera como fuera; no se podía permitir que esos rufianes camparan a sus anchas por el reino, preparando, seguramente, nuevas trapacerías que sufrirían los angustiados inocentes. Y, sobre todo, había que buscar un responsable, un cabeza de turco. No tardó mucho tiempo en dilucidar tan acuciante cuestión; las profundas elucubraciones no eran precisamente de su agrado. Incluso rechazó el dictamen del Consejo de Ancianos, que preceptivamente había solicitado, porque le sugerían que indagara algo más, que mejorara las pesquisas antes de tomar una decisión. Pero no; no podía ser. Las pruebas que tenía eran suficientes, determinantes. Y cada segundo de duda, de retraso, horadaba su corazón, que le traía a colación los rostros desesperados y agonizantes de sus familiares. La reflexión es buena para los filósofos, no para los hombres de acción, se decía continuamente.

        ¡Ha sido Arne! – concluyó en un arrebato de ira en presencia de sus sumisos generales. Un rato después, mientras pasaba la mano siniestra por su puntiaguda oreja derecha y la comisura de su boca vagamente trazada, continuó: – Quiero que las tropas estén preparadas y equipadas en dos días. Llamad a todos los nobles. Espero que me proporcionen ayuda en esta lucha contra el mal.

        El Duque Arne, Jefe de la montañosa región de Capatinia, no se sorprendió cuando le comunicaron la acusación. Desde hacia tiempo conocía el malestar que la política de Yarald, que detraía a los ciudadanos de Capatinia el triple de tributos por el simple motivo de ser de distinto credo, suscitaba entre sus paisanos. Además, sabía que las leyes prescribían sanciones más duras a los capatinios, e impedían que pudieran comerciar con otras regiones en igualdad de condiciones. Y tampoco ignoraba los continuos actos vandálicos que, en los últimos años, sus conciudadanos cometían en Capatinia y en otras regiones del reino. Por ello, estuvo secretamente involucrado en el ataque contra el castillo de Yarald, suministrando armas y entrenamiento a sus castigados paisanos, junto con la oportunidad propicia para ejecutar el golpe mortal. Yarald debía aprender que también él era débil.

        Tal y como Yarald ordenó, el ejército estuvo preparado a tiempo. Los principales esbirros del Príncipe no se demoraron, y enseguida pusieron sus huestes al servicio de Yarald. Conocían de sobra el carácter arriscado, algo temerario, de Yarald, y no querían correr riesgos. La partida, tras los auspicios y una frugal comida, fue inminente.

        Las copiosas legiones de Yarald se dedicaron, durante un mes entero, a devastar los productivos campos de cultivo de Capatinia, tras hacer acopio de provisiones en unos saqueos inhumanos, crueles. Multitud de familias desconsoladas vieron como sus casas eran incendiadas, sus mujeres mancilladas y sus hijos esclavizados. Una ola de terror, llegada de más allá de las abruptas montañas, se apoderó furiosamente de la región. La capital, Trasinia, no tardaría en verse sitiada. Las tropas invasoras avanzaban sin arredrarse lo más mínimo.

        Trasinia, la ciudad más grande de la región, no era una urbe esplendorosa, pero estaba fortificada con murallas y empalizada. Abundaban en su interior muchas casas bajas, de construcción sencilla, propias de agricultores y pequeños comerciantes. Desde luego, no eran gentes aptas para el manejo de armas, aunque, dado el caso, podían organizarse para plantar, por lo menos, una trémula defensa. En consecuencia, no es de extrañar el gran desasosiego que provocó en la población el anuncio del advenimiento de las legiones de Yarald. Todos lo sabían: sólo se contaba con los efectivos del Duque Arne, y esto no bastaba para contener durante mucho tiempo el asedio de un ejército cuyas enseñas militares se divisaban por millares. Los vigías describían continuamente los ejercicios de entrenamiento efectuados por el poderoso ejército, apostado no muy lejos de ellos. La tensión de los habitantes era palpable; su desesperanza, indescriptible.

        Durante dos semanas el suministro de víveres quedó cortado en una ciudad ya de por si escasa de alimentos; los estragos a niños y enfermos minaban el ánimo  renqueante de unos hombres desechos. Por culpa de unos pocos, los asaltantes, estaba siendo torturado todo un pueblo. La indignación crecía paulatinamente, y Arne se percató de ello. Para eludir posibles represalias contra su persona, no dudó un instante en pedir una audiencia con Yarald, con el fin de parlamentar sobre una posible solución.

        El encuentro con Yarald no fue fructífero. Ya desde el momento en que Arne reconoció el gesto adusto y la cabellera corta de color ceniciento de Yarald comenzó a sospechar el desenlace. El arrogante Príncipe presionó a Arne para que entregara, sin condiciones, la ciudad, cosa que éste no quiso conceder. En su lugar, un torticero Arne sugirió, algo nervioso, la entrega de los culpables, que se encontraban en los calabozos de Trasinia, a cambio de que Yarald levantara el sitio y dejara de zaherir a su pueblo. Yarald lanzó una mirada hosca a Arne y sentenció el asunto: él se encargaría de descubrir a los culpables, incluido el mismo, y de ajusticiarlos en consecuencia por su felonías; si Arne se oponía, lo haría de igual modo. El medroso Arne respondió que su ciudad no estaba dispuesta a soportar esa humillación, y se marchó. Poco después, Yarald acicateaba a sus soldados para que emprendieran el ataque. Esa caterva de rebeldes sería hostigada hasta la extenuación. Su suerte estaba echada.

        Obviamente, la ciudad no resistió el envite; las legiones de Yarald penetraron en su interior con suma facilidad, luchando con un pueblo en un estado de ánimo deleznable, con hombres repantigados en las calles y mujeres suplicantes. Cuando la cacería cesó, Yarald instaló su Alto Tribunal en el centro de la plaza; él era el único magistrado y el único acusador. Condenó a los que se hallaban encarcelados, según la costumbre de los antepasados, a la pena de azotamiento y decapitación. Los jefes de las principales familias fueron fustigados con inquina, y, entre otras cosas, sufrieron la confiscación de dos tercios de sus fortunas; el resto de varones mayores de veinte años fueron condenados a la esclavitud en las minas. El Duque Arne, máximo promotor del ataque origen de este desastre, se escabulló cobardemente junto con sus sicarios; otros habían recibido el castigo por él.

        Al terminar los procesos, Yarald ordenó limpiar la pestífera plaza. Después de esto elevó una plegaria a los dioses, celebró un opíparo banquete y salió de la ciudad en dirección a su nuevo castillo. El viento sibilante se escurría tenuemente por unas calles desiertas. Todo había acabado.

        Como curiosidad, unos días antes del ataque al castillo de Yarald un sabio griego visitó Larinia, convidado por el Consejo de Ancianos. Habló, ante estos egregios hombres, sobre la justicia, sosteniendo que «es peor cometer una injusticia que recibirla», y, en el caso de cometer una injusticia, lo mejor es ser castigado correctamente, puesto que «el fin de todo el que se encuentra castigado, al ser castigado correctamente por otro, es volverse mejor». Y añadió: «nadie castiga a los injustos teniendo en mente que cometieron injusticia. El que se dispone a castigar con razón no toma venganza por la injusticia pasada, puesto que no desharía lo hecho». Tal vez estas opiniones no bastan para la vida práctica, para resolver los problemas cruciales, al no decirnos nada en concreto. Por supuesto, es difícil saber si se está plenamente en la verdad. Pero no estaría de más tenerlas en cuenta, sobre todo para no entablar competiciones por la mayor barbaridad, como la protagonizada por Yarald y los capatinios. En caso contrario, acciones como éstas tan sólo son eslabones en una larga, larga, cadena de injusticias.