viernes, 16 de mayo de 2014

Objeción democrática a la justicia constitucional

En esta entrada presento la segunda objeción democrática hacia el neoconstitucionalismo, que forma parte de un trabajo de doctorado elaborado para el área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, del que ya publiqué una parte hace un mes. Ahora los dardos se dirigen hacia una institución que siempre da que hablar en la arena política: el Tribunal Constitucional. Para mi siempre será incalculable el valor de las clases de mis maestros: Luis Prieto y Santiago Sastre. A ellos les debo el interés en estas cuestiones.


Openclips. Justicia. Dominio Público.


SEGUNDA OBJECIÓN DEMOCRÁTICA: CONTRA EL CARÁCTER CONTRAMAYORITARIO DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL.


Esta segunda objeción, o “versión de la objeción”, dirige sus fuerzas hacia uno de los rasgos característicos del constitucionalismo moderno: la presencia en los sistemas jurídicos de unos órganos, de corte judicial, encargados de preservar la Constitución y su contenido. Estos órganos, ya sean los tribunales ordinarios o un tribunal constitucional, realizan, en su defensa de la Constitución, una función de depuración del ordenamiento jurídico que choca irremediablemente con el producto del poder legislativo, la ley[1]. Es decir, los jueces constitucionales tienen como misión principal expulsar del ordenamiento aquellas leyes que infrinjan o violen la Constitución, que es una norma jerárquicamente superior a la ley. Y, si bien puede admitirse sin problemas que la Constitución sea un texto superior a la ley, lo que esta segunda objeción no acepta de buen grado es que se confíe en un órgano judicial (esos jueces ordinarios o ese tribunal constitucional) tan tamaña labor (la expulsión de una ley), principalmente porque, por lo general, este órgano no es elegido democráticamente, al contrario de lo que sucede con el órgano que aprueba la ley; resumiendo, como dice el profesor Laporta: «lo que nos demanda esta segunda pregunta o segunda versión de la objeción democrática son las razones que abonan que sea un grupo de jueces no elegido democráticamente, un grupo de sabios, el que imponga sobre el órgano legislativo una decisión»[2].

En principio, cabría preguntarse por qué las constituciones actuales pergeñan una justicia constitucional con tan amplio poder[3]. Sin duda, podría pensarse que esto es una consecuencia natural del carácter supremo que ostenta la Constitución; pero, como bien apunta Luis Prieto, «esta no es una opinión pacífica»[4]. Así, Francisco Laporta entiende que la presencia de un procedimiento de control constitucional no se deduce “necesariamente” de la primacía de la Constitución[5]; es más, el propio Luis Prieto alude al hecho de que existen sistemas jurídicos donde la Constitución, sin perder su jerarquía, no se encuentra garantizada por una justicia constitucional, «bien porque se prescinda de todo sistema de control, bien porque éste se encomiende o articule a través de órganos políticos.»[6] Sin embargo, la rematerialización operada en la Constitución, la introducción en los textos constitucionales de un amplio catálogo de derechos (los derechos fundamentales), ha producido una “mutación” en la Constitución, cuya consecuencia inmediata ya fue anotada al principio de este trabajo, que no es otra que la contemplación de la misma como una norma jurídica más del sistema, aunque superior a las demás. Por ello, «si la Constitución es una norma jurídica que impone derechos y obligaciones, parece del todo indispensable un sistema efectivo de tutela jurisdiccional, de modo no muy distinto a como nos parece indispensable en relación con el resto de las leyes.»[7] En este sentido, podría dar la impresión de que, sin esta garantía jurisdiccional, todo el esquema trazado por la Constitución queda truncado, inacabado, como bien recuerda Luis Prieto.


Aun así, la vertiente contramayoritaria de la justicia constitucional, o “dificultad contramayoritaria”[8], hace que, en nombre de la democracia, de esa segunda objeción, se ponga en duda el fundamento de esta institución. Por lo tanto, a continuación voy a especificar cuáles son los términos exactos en los que la objeción fija sus críticas a la justicia constitucional. Para ello tendré en cuenta las tesis de Víctor Ferreres, que pone de manifiesto tres “circunstancias” que provocan la aparición de esta dificultad: 

a)   En primer lugar, «la menor legitimidad democrática de origen del juez constitucional»[9]. Si algo resulta insoportable para la democracia, para el criterio mayoritario, es que una pequeña elite, los jueces, «en la soledad de sus despachos y bibliotecas» como diría Carlos Santiago Nino[10], imponga sus propios criterios sobre lo que es constitucional a toda una comunidad, lo que se agrava todavía más cuando estos jueces no son elegidos democráticamente. Aunque, como señala Víctor Ferreres, esta circunstancia es graduable, puesto que «la legitimidad democrática de origen del juez constitucional, si bien es menor que la del Parlamento, puede ser más o menos intensa»[11]. Existen factores, como la elección de los magistrados por las cámaras representativas o la duración limitada del mandato de juez constitucional, que deterioran la fuerza de la objeción democrática[12]. En este sentido, en España los miembros del Tribunal Constitucional son nombrados por «órganos directa o indirectamente mayoritarios y de base parlamentaria, con lo cual puede afirmarse que ostentan una legitimidad democrática de segundo grado»[13]; esto es, gozan de la misma legitimidad democrática, por ejemplo, que el Presidente del Gobierno de la nación. Pero, a pesar de todo, no hay que olvidar que, en ningún caso, la legitimidad democrática de estos magistrados constitucionales es equiparable a la de los miembros del Parlamento, por lo que la objeción democrática, si bien deteriorada y con menos fuerza, sigue en pie.

b)   En segundo lugar, «la rigidez de la Constitución»[14]. Esta segunda circunstancia alude, en palabras de Víctor Ferreres, a las dificultades que tiene que “sufrir” un Parlamento para poder reformar la Constitución con vistas a “neutralizar” una decisión del juez constitucional. Como en la anterior circunstancia, también se admiten grados. Por consiguiente, si la Constitución es rígida la objeción se presenta con toda su fuerza, pues los obstáculos que deben salvarse para reformar la norma fundamental dejan al juez constitucional la «última palabra acerca de qué dice esa Constitución»[15]; por el contrario, si la Constitución es flexible y condescendiente a su reforma, entonces, y como en el caso anterior, la objeción ve rebajada su importancia[16].

c)    Por último, se ha de reseñar «la controvertibilidad interpretativa de la Constitución»[17]. Este es, a mi juicio, el principal caballo de batalla de la justicia constitucional. Como bien dice el profesor Víctor Ferreres, la exégesis de la norma suprema es «controvertida (especialmente en materia de derechos y libertades), dada la abundancia de “conceptos esencialmente controvertidos” y de colisiones entre las diversas disposiciones»[18]. Nuevamente, y al igual que las circunstancias anteriores, debemos consignar una serie de grados. Puesto que, cuanto más controvertida sea la solución de un caso determinado, mayor va a ser la capacidad decisoria del juez constitucional y mayor va a ser el “riesgo” de que este juez termine fallando según su propio criterio; por el contrario, si el caso que debe dirimirse no ofrece dudas en su conclusión, entonces el juez aparece como un “mero ejecutor” del texto constitucional que aplica, sin intervenir, para nada, sus personales consideraciones sobre lo que es constitucional[19]. En suma, lo que la objeción democrática trae a colación en esta tercera circunstancia es la discrecionalidad judicial, esto es, la posibilidad de que el juez constitucional, en vez de aplicar la Constitución, se invente su contenido.

A estas tres circunstancias se les suele oponer dos argumentos que intentan justificar el control constitucional de la ley. Son, siguiendo las explicaciones de Víctor Ferreres, los siguientes:

1)   El primer argumento trata de demostrar la legitimidad de la justicia constitucional apelando al origen democrático de la norma que prescribe esa institución, que no es otra que la Constitución[20]. Sin embargo, este argumento no es muy convincente. Una cosa es considerar que una institución es democrática porque la norma que la estableció fue aprobada democráticamente, y otra, muy diferente, es inferir, a partir de este dato, que esa institución es, en su funcionamiento cotidiano, una institución democrática. Estos dos sentidos deben ser claramente diferenciados, en opinión de Víctor Ferreres; de modo que «la institución del control judicial de la ley puede aparecer como una institución cuya estructura objetiva es contradictoria con la democracia, por mucho que su existencia derive de una norma aprobada democráticamente»[21]. Por lo tanto, este argumento no logra despojar a la objeción democrática de toda su virtualidad.

2)    Por otro lado, el segundo argumento, aun reconociendo la vertiente contramayoritaria de la justicia constitucional, justifica su existencia invocando la protección de los derechos individuales[22]. No obstante, para el profesor Ferreres con la sola apelación a los derechos individuales no se consigue demostrar que la objeción democrática está equivocada, principalmente porque los derechos individuales y la democracia no son “principios contradictorios[23]”. Para este autor, la cuestión no se resuelve atribuyendo a los derechos más importancia que a la democracia, sino buscando un “punto de equilibrio” entre ambos, para que el juez constitucional, en el control de la ley, sea respetuoso con uno y otro. En definitiva, la invocación a la protección de los derechos no prueba, por sí misma, que la objeción democrática «sea irrelevante»[24].

Precisando algo más, podemos decir que la presencia de un buen número de derechos básicos en la Constitución sirve para justificar el establecimiento de un sistema de control judicial de la ley[25], pero, aun así, hay que ser guardar cierta cautela, puesto que las leyes aprobadas a través de un procedimiento democrático son investidas de una especial dignidad[26]. Por ello, las leyes producidas por un Parlamento democrático gozan, en razón de su origen, de una presunción de constitucionalidad[27]; o, lo que es lo mismo, la ley democrática, su contenido, en un primer momento, debe ser considerado como acorde con la Constitución. Si el juicio de constitucionalidad consiste en interpretar dos tipos de disposiciones, las constitucionales y las legales, y en comprobar que no haya contradicción entre ambas[28], la especial dignidad de la ley y su efecto, su presunción de constitucionalidad, obligan al juez constitucional a lo siguiente: primero, a declarar la ley como constitucional «en caso de duda acerca de cuál de las interpretaciones posibles del texto legal es la correcta» y haya una interpretación «compatible con la Constitución»[29]; y, segundo, los jueces constitucionales están obligados a «justificar la interpretación que proponen del texto constitucional»[30], principalmente para no arruinar el correcto funcionamiento del «sistema de relaciones institucionales que en una democracia representativa deben regir entre Parlamento y juez constitucional»[31]. Con todo, esta presunción será mayor o menor según entren en juego diversas circunstancias, como, por ejemplo, el grado de consenso que esa ley recibió, que si llega a la unanimidad refuerza enormemente su presunción de constitucionalidad[32]; o, por otra parte, la falta de apoyo a la ley por parte del Parlamento actual, que genera la consecuencia contraria, es decir, la pérdida de esa presunción[33]. Pero esto son sólo dos extremos, por lo que el profesor Ferreres, a quien he seguido en esta exposición, recomienda que la presunción de constitucionalidad de la ley democrática sea de fuerza moderada, lo que permitiría un perfeccionamiento del proceso deliberativo en el cual surge la ley, un mejor juego de razones a favor y en contra de la constitucionalidad de la ley[34]. En consecuencia, la institución de una justicia constitucional es un seguro no sólo de los derechos individuales básicos, sino también del proceso democrático.

Esta alternativa que defiende Víctor Ferreres se ubica en una posición intermedia en relación a las opciones que, tradicionalmente, han sido defendidas. A este respecto, José Juan Moreso[35] describe los fundamentos de dos corrientes: una, la de los que apuestan por declarar inconstitucionales sólo aquellas disposiciones que de forma manifiesta, fuera de toda duda, al estilo de James Thayer[36], sean inconstitucionales; la otra respalda «una teoría de los derechos más sustantiva que deje más lugar al activismo de los órganos judiciales»[37]. Una presunción moderada se aparta de estos dos extremos y es más compatible con el espíritu que tiñe la democracia en nuestros días, como se dijo hace un momento.

En el fondo, la fuente de las críticas que se lanzan al constitucionalismo desde esta segunda objeción se centra en evitar, a toda costa, el decisionismo judicial. Es la tercera circunstancia que se indicó hace unas páginas. La Constitución, con su controvertibilidad interpretativa, con sus principios y valores -que generan un nuevo tipo de razonamiento judicial- parece dejar abierta la puerta a la discrecionalidad del intérprete, lo que se traduce en la posibilidad de que la Constitución sea lo que los jueces quieran que sea[38]; esto es, el principal temor estriba en que sean los jueces, ese poder contramayoritario, quienes tengan la última palabra sobre lo que es la Constitución[39]. Resumiendo, se quiere impedir que los jueces constitucionales aparezcan como un legislador positivo. Por ello, para el profesor Luis Prieto éste es el núcleo de la cuestión, más relevante que la discutida legitimidad democrática de los jueces constitucionales. Según sus palabras, «cualquiera que sea la fórmula de designación de los jueces, si se entendiese que éstos aplican fiel y rectamente la Constitución, nada habría que criticar», concluyendo del siguiente modo: «porque se supone que los jueces crean Derecho es por lo que cabe formular el reproche de la falta de legitimidad democrática»[40].

Sin embargo, la ponderación, que es el método interpretativo propio de los principios y valores constitucionales, no aumenta la discrecionalidad judicial, no favorece ese temido activismo judicial. En todo caso, como bien apunta Luis Prieto, la ponderación reclama del juez una racionalidad práctica muy compleja. El juez constitucional, cuando pondera principios que son contradictorios en un supuesto concreto, no elimina para siempre uno de ellos, sino que lo posterga en relación a ese caso; fuera de ese caso concreto, el principio postergado sigue siendo igualmente válido[41]. Obviamente, el examen de las razones que operan a favor o en contra de ambos principios obliga al juez a «mostrar y justificar el camino argumentativo que conduce a una u otra solución»[42]. Por consiguiente, la ponderación refuerza la argumentación del juez, amplia la motivación de las decisiones, lo que, ciertamente, no beneficia la discrecionalidad del intérprete, sino, al contrario, la disminuye. No obstante, Luis Prieto advierte que «la ponderación no elimina la discrecionalidad presente en toda actividad interpretativa»[43].

Teniendo presente las características del juicio de ponderación y los rasgos de las Constituciones actuales (rematerialización y fuerza normativa), el profesor Prieto hace una proposición, cuando menos, curiosa[44]. En opinión de este autor, de los dos tipos de jurisdicciones constitucionales existentes, la difusa y la concentrada, la que se muestra más acorde con ideas como la protección de los derechos y el respeto a la supremacía constitucional y a la voluntad de los parlamentos democráticos, es, dada la rematerialización de la norma suprema, la primera[45]. Así, «la justicia constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal Constitucional, sino la de la jurisdicción ordinaria», por lo que «si de algo fuera necesario abdicar en aras de la democracia política, sin abandonar nuestro concepto de Constitución, ese algo sólo podría ser la jurisdicción concentrada y no la difusa»[46]. Una de las ventajas que, según este autor, presenta este modelo, es que la decisión del juez ordinario opera siempre sobre un caso concreto (sobre la interpretación de una norma) y no produce la anulación de la disposición normativa en abstracto, para todos los casos, lo que sí ocurre con el recurso de inconstitucionalidad. Naturalmente, con esto se respeta la voluntad del Parlamento, puesto que esa disposición normativa, esa ley, sigue siendo «perfectamente válida y aplicable» al margen de ese peculiar supuesto[47]. No es de extrañar que, por esta razón, Luis Prieto considere que la jurisdicción concentrada es un «cuerpo extraño en el constitucionalismo de nuestros días»[48], un residuo de la época de Kelsen, cuyo tribunal debía manejar una Constitución estrictamente procedimental; al no ser así, la jurisdicción concentrada, merced al contenido material de la norma fundamental, se comporta en la práctica como un legislador positivo, aleccionando continuamente al legislador acerca de cómo tiene éste que afrontar su labor, lo que es, a todas luces, inadmisible.



[1] Además, se suele atribuir a la Constitución un efecto “impregnador”, en virtud del cual todo problema jurídico termina convirtiéndose en un problema constitucional, lo que agrava todavía más la situación.
[2] Francisco Laporta, El Ámbito de la Constitución, Doxa, 24, 2001, citado página 11.
[3] Tanto es así que, para algunos, los tribunales constitucionales merecen ser calificados de “cuarto poder”, ver Santiago Sastre Ariza, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, McGraw-Hill, Madrid, 1999, Pág. 132.
[4] Luis Prieto, Constitución y Democracia, recogido en el volumen Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, Pág. 155.
[5] Francisco Laporta, El Ámbito de la Constitución, Pág. 9. En nota a pie de página el profesor Laporta afirma que el argumento que relaciona supremacía de la Constitución con control judicial tiene sólo una fuerza “aparente”. 
[6] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página 155. Por otro lado, José Juan Moreso afirma que «algunas democracias han vivido y viven sin control de constitucionalidad de leyes», y que, incluso, «podría existir un medio distinto de tratar de garantizar la constitucionalidad de las leyes: la responsabilidad personal del órgano que ha promulgado una norma inconstitucional (Kelsen, 1942, 184)», ver La Indeterminación del Derecho y la Interpretación de la Constitución, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1998, Pág. 234. 
[7] Idem, citado página 155. A renglón seguido el profesor Prieto asevera «la justicia constitucional se muestra como una exigencia inexorable... de la Constitución, no ya como norma suprema, sino sencillamente como norma».
[8]Expresión acuñada por Alexander Bickel en su libro The Least Dangerous Branch: «el control judicial- judicial review- es en nuestro sistema una fuerza contra-mayoritaria», por lo que, cuando esta institución expulsa una ley del ordenamiento «ejerce el control, no en nombre de la mayoría, sino en su contra». Víctor Ferreres, por su parte, lo explica así: «la institución del control judicial de la ley es, o al menos parece ser, una institución diseñada para limitar las decisiones tomadas por los órganos políticos que representan la voluntad popular mayoritaria.», ver Justicia Constitucional y Democracia, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997, citado página 41.  
[9] Víctor Ferreres, Justicia Constitucional y Democracia, citado página 42.
[10] Carlos Santiago Nino, Fundamentos de Derecho constitucional, Pág. 685.
[11] Víctor Ferreres, Justicia Constitucional y Democracia, citado página 43.
[12] Idem, página 43.
[13] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página 162. También ver el artículo 159 de la Constitución Española. No obstante, conviene tener en cuenta que en otros países con justicia constitucional no ocurre así, como en los Estados Unidos, donde los jueces federales son nombrados de por vida.
[14] Víctor Ferreres, Justicia Constitucional y Democracia, Pág. 42.
[15] Idem, citado página 44.
[16] Víctor Ferreres sostiene que, en el caso de una Constitución que pudiera ser reformada con el mismo procedimiento con el que se aprueban las leyes, la objeción democrática se “evaporaría”, ver Justicia Constitucional y Democracia, Pág. 44. 
[17] Idem, Pág. 43.
[18] Idem, citado página 43. Sobre los “conceptos esencialmente controvertidos” y las colisiones entre disposiciones constitucionales ver, del mismo libro, Págs. 24-36.
[19] Idem, Págs. 44-45.
[20] Idem, Pág. 47, «el control judicial de la ley es perfectamente democrático en España desde el momento en que la Constitución, aprobada democráticamente, establece explícitamente ese control (en su Título IX)».
[21] Idem, citado página 47.
[22] Idem, Pág. 49: «la institución del control judicial es una institución antidemocrática al servicio del principio de los derechos, que debe prevalecer frente al principio democrático en caso de conflicto».
[23] Idem, Pág. 50. Así, la misma idea de democracia viene a apoyarse en una serie de derechos individuales básicos, los derechos de autonomía individual (libertad de conciencia y de asociación, libertad política), ver, del mismo libro, Págs. 68 y ss.
[24] Idem, citado página 51.
[25] Idem, Págs. 49-50.
[26] Idem, Págs. 36 y ss: «la ley, en efecto, aparece revestida de una especial dignidad como consecuencia de su aprobación por el órgano del Estado que está en mejor posición institucional para expresar la voluntad popular: el Parlamento».
[27] Idem, Pág. 52. Para una buena explicación sobre lo que es esta presunción, ver el capítulo IV de este libro. 
[28] Idem, Págs. 18-19.
[29] Idem, Págs. 37-38. Este es el principio de interpretación de la ley conforme a la Constitución. El juez constitucional «debe partir de una actitud de confianza hacia el legislador democrático: debe presumir que éste actuó motivado por los valores constitucionales».
[30] Idem, Págs. 38-42. Este es el principio de deferencia hacia el legislador democrático, que incide sobre la interpretación de la Constitución.
[31] Idem, citado página 41. Se trata del respeto a la democracia representativa. 
[32] Idem, Págs. 227 y ss. El efecto inmediato de esto último es que difícilmente esa ley será considerada inconstitucional, puesto que su inconstitucionalidad debería ser manifiesta y rotunda. 
[33] Idem, Págs. 218 y ss. Aquí ocurre exactamente lo contrario que en el caso anterior.
[34] El profesor Víctor Ferreres señala que el proceso judicial, aun no contando con el valor epistémico que caracteriza al procedimiento parlamentario, posee ciertas características que contribuyen a mejorar la calidad de la deliberación en la que tiene lugar la aprobación de la ley. Por ejemplo, permite, mediante el recurso de inconstitucionalidad, que el debate sobre la ley cuestionada se reabra y que, las distintas posturas, tengan que aumentar la carga argumentativa a favor de sus tesis, aportando razones que no se tuvieron en cuenta en sede parlamentaria. Ver Justicia Constitucional y Democracia, Págs. 173 y ss.
[35] José Juan Moreso, La Indeterminación del Derecho y la Interpretación de la Constitución, Págs. 233-234.
[36] Víctor Ferreres, Justicia Constitucional y Democracia, Págs. 144 y ss.
[37] José Juan Moreso, citado página 233.
[38] Luis Prieto, Constitución y Democracia, Págs. 157 y ss: «Esto es lo que Gargarella ha llamado “brecha interpretativa”, que se traduce en que, al final, los jueces usurpan la posición que debería corresponder a la voluntad popular». Este tipo de Constitución puede llevar aparejada la supremacía del poder judicial sobre el legislativo. Respecto a los principios y valores, véase, del mismo autor, Constitucionalismo y Positivismo, Fontamara, México, 1999, Págs. 32-33.
[39] Hay que recordar que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, aquí en España, en su artículo 1 reviste a este alto órgano de la cualidad de “supremo intérprete de la Constitución”.
[40] Ambas citas han sido extraídas de Constitución y Democracia, Págs. 162-163.
[41] Sobre el juicio de ponderación, véase Luis Prieto, Neoconstitucionalismo y Ponderación Judicial, recogido en el volumen Neoconstitucionalismo(s), edición de Miguel Carbonell, Trotta, Madrid, 2003, páginas 123-158.
[42] Luis Prieto, Constitucionalismo y Positivismo, citado página 41.
[43] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página 172.
[44] Que conste que, en mi opinión, esta propuesta es “curiosa” no porque sea irrelevante o con poco fundamento, sino porque no creo que sea apoyada por muchos otros autores.
[45] Luis Prieto, Constitución y Democracia, Págs. 168 y ss.
[46] Idem, citado página 169.
[47] Idem, Pág. 171.
[48] Idem, citado página 169. 

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