En esta entrada presento la segunda objeción democrática hacia el neoconstitucionalismo, que forma parte de un trabajo de doctorado elaborado para el área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, del que ya publiqué una parte hace un mes. Ahora los dardos se dirigen hacia una institución que siempre da que hablar en la arena política: el Tribunal Constitucional. Para mi siempre será incalculable el valor de las clases de mis maestros: Luis Prieto y Santiago Sastre. A ellos les debo el interés en estas cuestiones.
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SEGUNDA OBJECIÓN
DEMOCRÁTICA: CONTRA EL CARÁCTER CONTRAMAYORITARIO DE LA JUSTICIA
CONSTITUCIONAL.
Esta
segunda objeción, o “versión de la objeción”, dirige sus fuerzas hacia uno de
los rasgos característicos del constitucionalismo moderno: la presencia en los
sistemas jurídicos de unos órganos, de corte judicial, encargados de preservar
la Constitución y su contenido. Estos órganos, ya sean los tribunales
ordinarios o un tribunal constitucional, realizan, en su defensa de la
Constitución, una función de depuración del ordenamiento jurídico que choca
irremediablemente con el producto del poder legislativo, la ley[1]. Es decir, los jueces
constitucionales tienen como misión principal expulsar del ordenamiento
aquellas leyes que infrinjan o violen la Constitución, que es una norma
jerárquicamente superior a la ley. Y, si bien puede admitirse sin problemas que
la Constitución sea un texto superior a la ley, lo que esta segunda objeción no
acepta de buen grado es que se confíe en un órgano judicial (esos jueces
ordinarios o ese tribunal constitucional) tan tamaña labor (la expulsión de una
ley), principalmente porque, por lo general, este órgano no es elegido
democráticamente, al contrario de lo que sucede con el órgano que aprueba la
ley; resumiendo, como dice el profesor Laporta: «lo que nos demanda esta
segunda pregunta o segunda versión de la objeción democrática son las razones
que abonan que sea un grupo de jueces no elegido democráticamente, un grupo de
sabios, el que imponga sobre el órgano legislativo una decisión»[2].
En
principio, cabría preguntarse por qué las constituciones actuales pergeñan una
justicia constitucional con tan amplio poder[3]. Sin duda, podría pensarse
que esto es una consecuencia natural del carácter supremo que ostenta la
Constitución; pero, como bien apunta Luis Prieto, «esta no es una opinión pacífica»[4]. Así, Francisco Laporta
entiende que la presencia de un procedimiento de control constitucional no se
deduce “necesariamente” de la primacía de la Constitución[5]; es más, el propio Luis
Prieto alude al hecho de que existen sistemas jurídicos donde la Constitución,
sin perder su jerarquía, no se encuentra garantizada por una justicia
constitucional, «bien porque se prescinda de todo sistema de control, bien
porque éste se encomiende o articule a través de órganos políticos.»[6] Sin embargo, la
rematerialización operada en la Constitución, la introducción en los textos
constitucionales de un amplio catálogo de derechos (los derechos
fundamentales), ha producido una “mutación” en la Constitución, cuya
consecuencia inmediata ya fue anotada al principio de este trabajo, que no es
otra que la contemplación de la misma como una norma jurídica más del sistema,
aunque superior a las demás. Por ello, «si la Constitución es una norma
jurídica que impone derechos y obligaciones, parece del todo indispensable un
sistema efectivo de tutela jurisdiccional, de modo no muy distinto a como nos
parece indispensable en relación con el resto de las leyes.»[7] En este sentido, podría
dar la impresión de que, sin esta garantía jurisdiccional, todo el esquema
trazado por la Constitución queda truncado, inacabado, como bien recuerda Luis
Prieto.
Aun
así, la vertiente contramayoritaria de la justicia constitucional, o
“dificultad contramayoritaria”[8], hace que, en nombre de la
democracia, de esa segunda objeción, se ponga en duda el fundamento de esta
institución. Por lo tanto, a continuación voy a especificar cuáles son los
términos exactos en los que la objeción fija sus críticas a la justicia
constitucional. Para ello tendré en cuenta las tesis de Víctor Ferreres, que
pone de manifiesto tres “circunstancias” que provocan la aparición de esta dificultad:
a) En primer
lugar, «la menor legitimidad democrática de origen del juez constitucional»[9]. Si algo resulta
insoportable para la democracia, para el criterio mayoritario, es que una
pequeña elite, los jueces, «en la soledad de sus despachos y bibliotecas» como
diría Carlos Santiago Nino[10], imponga sus propios
criterios sobre lo que es constitucional a toda una comunidad, lo que se agrava
todavía más cuando estos jueces no son elegidos democráticamente. Aunque, como
señala Víctor Ferreres, esta circunstancia es graduable, puesto que «la
legitimidad democrática de origen del juez constitucional, si bien es menor que
la del Parlamento, puede ser más o menos intensa»[11]. Existen factores, como
la elección de los magistrados por las cámaras representativas o la duración
limitada del mandato de juez constitucional, que deterioran la fuerza de la objeción
democrática[12].
En este sentido, en España los miembros del Tribunal Constitucional son
nombrados por «órganos directa o indirectamente mayoritarios y de base
parlamentaria, con lo cual puede afirmarse que ostentan una legitimidad
democrática de segundo grado»[13]; esto es, gozan de la
misma legitimidad democrática, por ejemplo, que el Presidente del Gobierno de
la nación. Pero, a pesar de todo, no hay que olvidar que, en ningún caso, la
legitimidad democrática de estos magistrados constitucionales es equiparable a
la de los miembros del Parlamento, por lo que la objeción democrática, si bien
deteriorada y con menos fuerza, sigue en pie.
b) En segundo
lugar, «la rigidez de la Constitución»[14]. Esta segunda
circunstancia alude, en palabras de Víctor Ferreres, a las dificultades que
tiene que “sufrir” un Parlamento para poder reformar la Constitución con vistas
a “neutralizar” una decisión del juez constitucional. Como en la anterior
circunstancia, también se admiten grados. Por consiguiente, si la Constitución
es rígida la objeción se presenta con toda su fuerza, pues los obstáculos que
deben salvarse para reformar la norma fundamental dejan al juez constitucional
la «última palabra acerca de qué dice esa Constitución»[15]; por el contrario, si la
Constitución es flexible y condescendiente a su reforma, entonces, y como en el
caso anterior, la objeción ve rebajada su importancia[16].
c) Por último,
se ha de reseñar «la controvertibilidad interpretativa de la Constitución»[17]. Este es, a mi juicio, el
principal caballo de batalla de la justicia constitucional. Como bien dice el
profesor Víctor Ferreres, la exégesis de la norma suprema es «controvertida
(especialmente en materia de derechos y libertades), dada la abundancia de
“conceptos esencialmente controvertidos” y de colisiones entre las diversas
disposiciones»[18].
Nuevamente, y al igual que las circunstancias anteriores, debemos consignar una
serie de grados. Puesto que, cuanto más controvertida sea la solución de un
caso determinado, mayor va a ser la capacidad decisoria del juez constitucional
y mayor va a ser el “riesgo” de que este juez termine fallando según su propio
criterio; por el contrario, si el caso que debe dirimirse no ofrece dudas en su
conclusión, entonces el juez aparece como un “mero ejecutor” del texto
constitucional que aplica, sin intervenir, para nada, sus personales
consideraciones sobre lo que es constitucional[19]. En suma, lo que la
objeción democrática trae a colación en esta tercera circunstancia es la
discrecionalidad judicial, esto es, la posibilidad de que el juez
constitucional, en vez de aplicar la Constitución, se invente su contenido.
A estas tres circunstancias se les suele
oponer dos argumentos que intentan justificar el control constitucional de la
ley. Son, siguiendo las explicaciones de Víctor Ferreres, los siguientes:
1) El primer
argumento trata de demostrar la legitimidad de la justicia constitucional
apelando al origen democrático de la norma que prescribe esa institución, que
no es otra que la Constitución[20]. Sin embargo, este
argumento no es muy convincente. Una cosa es considerar que una institución es
democrática porque la norma que la estableció fue aprobada democráticamente, y
otra, muy diferente, es inferir, a partir de este dato, que esa institución es,
en su funcionamiento cotidiano, una institución democrática. Estos dos sentidos
deben ser claramente diferenciados, en opinión de Víctor Ferreres; de modo que
«la institución del control judicial de la ley puede aparecer como una
institución cuya estructura objetiva es contradictoria con la democracia, por
mucho que su existencia derive de una norma aprobada democráticamente»[21]. Por lo tanto, este
argumento no logra despojar a la objeción democrática de toda su virtualidad.
2) Por otro lado, el segundo argumento, aun
reconociendo la vertiente contramayoritaria de la justicia constitucional,
justifica su existencia invocando la protección de los derechos individuales[22]. No obstante, para el
profesor Ferreres con la sola apelación a los derechos individuales no se
consigue demostrar que la objeción democrática está equivocada, principalmente
porque los derechos individuales y la democracia no son “principios
contradictorios[23]”.
Para este autor, la cuestión no se resuelve atribuyendo a los derechos más
importancia que a la democracia, sino buscando un “punto de equilibrio” entre
ambos, para que el juez constitucional, en el control de la ley, sea respetuoso
con uno y otro. En definitiva, la invocación a la protección de los derechos no
prueba, por sí misma, que la objeción democrática «sea irrelevante»[24].
Precisando
algo más, podemos decir que la presencia de un buen número de derechos básicos
en la Constitución sirve para justificar el establecimiento de un sistema de
control judicial de la ley[25], pero, aun así, hay que
ser guardar cierta cautela, puesto que las leyes aprobadas a través de un
procedimiento democrático son investidas de una especial dignidad[26]. Por ello, las leyes
producidas por un Parlamento democrático gozan, en razón de su origen, de una
presunción de constitucionalidad[27]; o, lo que es lo mismo,
la ley democrática, su contenido, en un primer momento, debe ser considerado
como acorde con la Constitución. Si el juicio de constitucionalidad consiste en
interpretar dos tipos de disposiciones, las constitucionales y las legales, y
en comprobar que no haya contradicción entre ambas[28], la especial dignidad de
la ley y su efecto, su presunción de constitucionalidad, obligan al juez
constitucional a lo siguiente: primero, a declarar la ley como constitucional «en
caso de duda acerca de cuál de las interpretaciones posibles del texto legal es
la correcta» y haya una interpretación «compatible con la Constitución»[29]; y, segundo, los jueces
constitucionales están obligados a «justificar la interpretación que proponen
del texto constitucional»[30], principalmente para no
arruinar el correcto funcionamiento del «sistema de relaciones institucionales
que en una democracia representativa deben regir entre Parlamento y juez
constitucional»[31].
Con todo, esta presunción será mayor o menor según entren en juego diversas
circunstancias, como, por ejemplo, el grado de consenso que esa ley recibió,
que si llega a la unanimidad refuerza enormemente su presunción de
constitucionalidad[32]; o, por otra parte, la
falta de apoyo a la ley por parte del Parlamento actual, que genera la
consecuencia contraria, es decir, la pérdida de esa presunción[33]. Pero esto son sólo dos
extremos, por lo que el profesor Ferreres, a quien he seguido en esta
exposición, recomienda que la presunción de constitucionalidad de la ley
democrática sea de fuerza moderada, lo que permitiría un perfeccionamiento del
proceso deliberativo en el cual surge la ley, un mejor juego de razones a favor
y en contra de la constitucionalidad de la ley[34]. En consecuencia, la
institución de una justicia constitucional es un seguro no sólo de los derechos
individuales básicos, sino también del proceso democrático.
Esta
alternativa que defiende Víctor Ferreres se ubica en una posición intermedia en
relación a las opciones que, tradicionalmente, han sido defendidas. A este
respecto, José Juan Moreso[35] describe los fundamentos
de dos corrientes: una, la de los que apuestan por declarar inconstitucionales
sólo aquellas disposiciones que de forma manifiesta, fuera de toda duda, al
estilo de James Thayer[36], sean inconstitucionales;
la otra respalda «una teoría de los derechos más sustantiva que deje más lugar
al activismo de los órganos judiciales»[37]. Una presunción moderada
se aparta de estos dos extremos y es más compatible con el espíritu que tiñe la
democracia en nuestros días, como se dijo hace un momento.
En
el fondo, la fuente de las críticas que se lanzan al constitucionalismo desde esta
segunda objeción se centra en evitar, a toda costa, el decisionismo judicial.
Es la tercera circunstancia que se indicó hace unas páginas. La Constitución,
con su controvertibilidad interpretativa, con sus principios y valores -que
generan un nuevo tipo de razonamiento judicial- parece dejar abierta la puerta
a la discrecionalidad del intérprete, lo que se traduce en la posibilidad de
que la Constitución sea lo que los jueces quieran que sea[38]; esto es, el principal
temor estriba en que sean los jueces, ese poder contramayoritario, quienes
tengan la última palabra sobre lo que es la Constitución[39]. Resumiendo, se quiere
impedir que los jueces constitucionales aparezcan como un legislador positivo.
Por ello, para el profesor Luis Prieto éste es el núcleo de la cuestión, más
relevante que la discutida legitimidad democrática de los jueces constitucionales.
Según sus palabras, «cualquiera que sea la fórmula de designación de los
jueces, si se entendiese que éstos aplican fiel y rectamente la Constitución,
nada habría que criticar», concluyendo del siguiente modo: «porque se supone
que los jueces crean Derecho es por lo que cabe formular el reproche de la
falta de legitimidad democrática»[40].
Sin
embargo, la ponderación, que es el método interpretativo propio de los
principios y valores constitucionales, no aumenta la discrecionalidad judicial,
no favorece ese temido activismo judicial. En todo caso, como bien apunta Luis
Prieto, la ponderación reclama del juez una racionalidad práctica muy compleja.
El juez constitucional, cuando pondera principios que son contradictorios en un
supuesto concreto, no elimina para siempre uno de ellos, sino que lo posterga
en relación a ese caso; fuera de ese caso concreto, el principio postergado
sigue siendo igualmente válido[41]. Obviamente, el examen de
las razones que operan a favor o en contra de ambos principios obliga al juez a
«mostrar y justificar el camino argumentativo que conduce a una u otra solución»[42]. Por consiguiente, la
ponderación refuerza la argumentación del juez, amplia la motivación de las
decisiones, lo que, ciertamente, no beneficia la discrecionalidad del intérprete,
sino, al contrario, la disminuye. No obstante, Luis Prieto advierte que «la
ponderación no elimina la discrecionalidad presente en toda actividad
interpretativa»[43].
Teniendo presente las características del juicio de
ponderación y los rasgos de las Constituciones actuales (rematerialización y
fuerza normativa), el profesor Prieto hace una proposición, cuando menos,
curiosa[44]. En opinión de este
autor, de los dos tipos de jurisdicciones constitucionales existentes, la
difusa y la concentrada, la que se muestra más acorde con ideas como la
protección de los derechos y el respeto a la supremacía constitucional y a la
voluntad de los parlamentos democráticos, es, dada la rematerialización de la
norma suprema, la primera[45]. Así, «la justicia
constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal
Constitucional, sino la de la jurisdicción ordinaria», por lo que «si de algo
fuera necesario abdicar en aras de la democracia política, sin abandonar
nuestro concepto de Constitución, ese algo sólo podría ser la jurisdicción
concentrada y no la difusa»[46]. Una de las ventajas que,
según este autor, presenta este modelo, es que la decisión del juez ordinario
opera siempre sobre un caso concreto (sobre la interpretación de una norma) y
no produce la anulación de la disposición normativa en abstracto, para todos
los casos, lo que sí ocurre con el recurso de inconstitucionalidad.
Naturalmente, con esto se respeta la voluntad del Parlamento, puesto que esa
disposición normativa, esa ley, sigue siendo «perfectamente válida y aplicable»
al margen de ese peculiar supuesto[47]. No es de extrañar que, por
esta razón, Luis Prieto considere que la jurisdicción concentrada es un «cuerpo
extraño en el constitucionalismo de nuestros días»[48], un residuo de la época
de Kelsen, cuyo tribunal debía manejar una Constitución estrictamente
procedimental; al no ser así, la jurisdicción concentrada, merced al contenido
material de la norma fundamental, se comporta en la práctica como un legislador
positivo, aleccionando continuamente al legislador acerca de cómo tiene éste
que afrontar su labor, lo que es, a todas luces, inadmisible.
[1] Además, se suele
atribuir a la Constitución un efecto “impregnador”, en virtud del cual todo
problema jurídico termina convirtiéndose en un problema constitucional, lo que
agrava todavía más la situación.
[2] Francisco Laporta,
El Ámbito de la Constitución, Doxa, 24, 2001, citado página 11.
[3] Tanto es así que,
para algunos, los tribunales constitucionales merecen ser calificados de “cuarto
poder”, ver Santiago Sastre Ariza, Ciencia Jurídica Positivista y
Neoconstitucionalismo, McGraw-Hill, Madrid, 1999, Pág. 132.
[4] Luis Prieto, Constitución y Democracia, recogido en
el volumen Justicia Constitucional y
Derechos Fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, Pág. 155.
[5] Francisco Laporta,
El Ámbito de la Constitución, Pág. 9.
En nota a pie de página el profesor Laporta afirma que el argumento que relaciona
supremacía de la Constitución con control judicial tiene sólo una fuerza
“aparente”.
[6] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página
155. Por otro lado, José Juan Moreso afirma que «algunas democracias han vivido
y viven sin control de constitucionalidad de leyes», y que, incluso, «podría
existir un medio distinto de tratar de garantizar la constitucionalidad de las
leyes: la responsabilidad personal del órgano que ha promulgado una norma inconstitucional
(Kelsen, 1942, 184)», ver La Indeterminación del Derecho y la
Interpretación de la Constitución, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, Madrid, 1998, Pág. 234.
[7] Idem,
citado página 155. A renglón seguido el profesor Prieto asevera «la justicia
constitucional se muestra como una exigencia inexorable... de la Constitución,
no ya como norma suprema, sino sencillamente como norma».
[8]Expresión acuñada
por Alexander Bickel en su libro The Least Dangerous Branch: «el control
judicial- judicial review- es en nuestro sistema una fuerza
contra-mayoritaria», por lo que, cuando esta institución expulsa una ley del ordenamiento
«ejerce el control, no en nombre de la mayoría, sino en su contra». Víctor
Ferreres, por su parte, lo explica así: «la institución del control judicial de
la ley es, o al menos parece ser, una institución diseñada para limitar las
decisiones tomadas por los órganos políticos que representan la voluntad
popular mayoritaria.», ver Justicia Constitucional y Democracia, Centro
de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997, citado página 41.
[9] Víctor Ferreres, Justicia
Constitucional y Democracia, citado página 42.
[10] Carlos Santiago
Nino, Fundamentos de Derecho constitucional, Pág. 685.
[11] Víctor Ferreres, Justicia
Constitucional y Democracia, citado página 43.
[12] Idem,
página 43.
[13] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página
162. También ver el artículo 159 de la Constitución Española. No obstante,
conviene tener en cuenta que en otros países con justicia constitucional no
ocurre así, como en los Estados Unidos, donde los jueces federales son
nombrados de por vida.
[14] Víctor Ferreres, Justicia
Constitucional y Democracia, Pág. 42.
[15] Idem,
citado página 44.
[16] Víctor Ferreres
sostiene que, en el caso de una Constitución que pudiera ser reformada con el
mismo procedimiento con el que se aprueban las leyes, la objeción democrática
se “evaporaría”, ver Justicia Constitucional y Democracia, Pág.
44.
[17] Idem, Pág.
43.
[18] Idem,
citado página 43. Sobre los “conceptos esencialmente controvertidos” y las
colisiones entre disposiciones constitucionales ver, del mismo libro, Págs.
24-36.
[19] Idem, Págs.
44-45.
[20] Idem, Pág.
47, «el control judicial de la ley es perfectamente democrático en España desde
el momento en que la Constitución, aprobada democráticamente, establece
explícitamente ese control (en su Título IX)».
[21] Idem,
citado página 47.
[22] Idem, Pág.
49: «la institución del control judicial es una institución antidemocrática al
servicio del principio de los derechos, que debe prevalecer frente al principio
democrático en caso de conflicto».
[23] Idem, Pág.
50. Así, la misma idea de democracia viene a apoyarse en una serie de derechos
individuales básicos, los derechos de autonomía individual (libertad de
conciencia y de asociación, libertad política), ver, del mismo libro, Págs. 68
y ss.
[24] Idem,
citado página 51.
[25] Idem, Págs.
49-50.
[26] Idem, Págs.
36 y ss: «la ley, en efecto, aparece revestida de una especial dignidad como
consecuencia de su aprobación por el órgano del Estado que está en mejor
posición institucional para expresar la voluntad popular: el Parlamento».
[27] Idem, Pág.
52. Para una buena explicación sobre lo que es esta presunción, ver el capítulo
IV de este libro.
[28] Idem, Págs.
18-19.
[29] Idem, Págs.
37-38. Este es el principio de interpretación de la ley conforme a la Constitución.
El juez constitucional «debe partir de una actitud de confianza hacia el
legislador democrático: debe presumir que éste actuó motivado por los valores
constitucionales».
[30] Idem, Págs.
38-42. Este es el principio de deferencia hacia el legislador democrático, que
incide sobre la interpretación de la Constitución.
[31] Idem,
citado página 41. Se trata del respeto a la democracia representativa.
[32] Idem, Págs.
227 y ss. El efecto inmediato de esto último es que difícilmente esa ley será
considerada inconstitucional, puesto que su inconstitucionalidad debería ser
manifiesta y rotunda.
[33] Idem, Págs.
218 y ss. Aquí ocurre exactamente lo contrario que en el caso anterior.
[34] El profesor Víctor
Ferreres señala que el proceso judicial, aun no contando con el valor
epistémico que caracteriza al procedimiento parlamentario, posee ciertas
características que contribuyen a mejorar la calidad de la deliberación en la
que tiene lugar la aprobación de la ley. Por ejemplo, permite, mediante el
recurso de inconstitucionalidad, que el debate sobre la ley cuestionada se
reabra y que, las distintas posturas, tengan que aumentar la carga
argumentativa a favor de sus tesis, aportando razones que no se tuvieron en cuenta
en sede parlamentaria. Ver Justicia Constitucional y Democracia, Págs.
173 y ss.
[35] José Juan Moreso, La
Indeterminación del Derecho y la Interpretación de la Constitución, Págs.
233-234.
[36] Víctor Ferreres, Justicia
Constitucional y Democracia, Págs. 144 y ss.
[37] José Juan Moreso,
citado página 233.
[38] Luis Prieto, Constitución y Democracia, Págs. 157 y
ss: «Esto es lo que Gargarella ha llamado “brecha interpretativa”, que se traduce
en que, al final, los jueces usurpan la posición que debería corresponder a la
voluntad popular». Este tipo de Constitución puede llevar aparejada la
supremacía del poder judicial sobre el legislativo. Respecto a los principios y
valores, véase, del mismo autor, Constitucionalismo y Positivismo, Fontamara,
México, 1999, Págs. 32-33.
[39] Hay que recordar
que la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, aquí en España, en su artículo
1 reviste a este alto órgano de la cualidad de “supremo intérprete de la
Constitución”.
[40] Ambas citas han
sido extraídas de Constitución y Democracia,
Págs. 162-163.
[41] Sobre el juicio de
ponderación, véase Luis Prieto, Neoconstitucionalismo
y Ponderación Judicial, recogido en el volumen Neoconstitucionalismo(s), edición de Miguel Carbonell, Trotta, Madrid,
2003, páginas 123-158.
[42] Luis Prieto, Constitucionalismo
y Positivismo, citado página 41.
[43] Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado página
172.
[44] Que conste que, en
mi opinión, esta propuesta es “curiosa” no porque sea irrelevante o con poco
fundamento, sino porque no creo que sea apoyada por muchos otros autores.
[45] Luis Prieto, Constitución y Democracia, Págs. 168 y
ss.
[46] Idem,
citado página 169.
[47] Idem, Pág. 171.
[48] Idem,
citado página 169.
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