EL
VIGÍA LUMINOSO.
Skimejon0717. Faro. Dominio Público. |
NOTA PREVIA. El manuscrito que tengo el
honor de presentar a continuación fue hallado por la expedición Quinlan-Caydan
el pasado 22 de agosto de 2003. Durante el transcurso de sus investigaciones a
lo largo de la costa norte de Egipto estos oceanógrafos, entre los que
orgullosamente me incluía, descubrimos, casi por casualidad, una vieja arca en
el fondo marino, a unos veinte metros de profundidad. Sus dimensiones eran
regulares, aproximadamente un metro tanto de ancho, largo y alto. El material
del que estaba compuesta era una extraña mezcolanza de diversos metales, nunca
vista hasta entonces, que le daban un peso extraordinario. Decidimos, ante la
imposibilidad de acceder a sus prístinos secretos, trasladar la caja
inmediatamente a la ciudad de Marsa-Matruh, donde, por mediación de nuestro
colega egipcio y codirector, Hosni Caydan, expertos en cerrajería nos
revelarían su preciado contenido.
Así se hizo, y lo que
encontramos fue una serie de pergaminos, algunos de ellos muy deteriorados y
estropeados, escritos en griego clásico. Como ninguno de nosotros sabíamos hablar
tan antigua e ilustre lengua, nuevamente nos tuvimos que poner en marcha, esta
vez rumbo a la Universidad de El Cairo, en busca del inestimable magisterio del
Catedrático en Filología Griega Robert Chester. Desgraciadamente, perdimos la
caja durante el viaje; unos desarrapados de la zona tuvieron la perspicacia de
creer que el llamativo objeto albergaba en su interior un legendario tesoro, y,
sin ningún ápice de duda, nos sustrajeron el arca. Aunque, afortunadamente, no
se llevaron los escritos, ya que no cometimos la imprudencia de dejarlos dentro
de su milenario receptáculo.
El profesor Chester tradujo
en total diez pergaminos, y no sin grandes dificultades, puesto que el griego
que había en ellos escrito, a pesar de datar del siglo I antes de Cristo, era
prolijo en arcaísmos. En su mayoría, estas pieles eran anotaciones de lo que
parecía ser el registro de una biblioteca; sólo un escrito, el que aquí nos
ocupa, despertó la curiosidad entre todos nosotros. Este pergamino en cuestión,
el menos malogrado de todos, recogía, en unos caracteres trazados de forma
frenética y precipitada, una especie de breve relato donde se describían las
últimas peripecias de su protagonista. No pretendo desvelar su insólito
argumento, que a todos nos dejó boquiabiertos, pero sí diré, como dato curioso,
que la isla a la que alude debió guardar una simetría de distancias respecto a
los puntos terrestres más cercanos. En efecto, a juzgar por los escasos datos
que aporta el manuscrito, distaba unos 220 kilómetros (118 millas náuticas, más
o menos) tanto de Creta, en dirección sureste, como de Cárpatos y Rodas, en
dirección sur-sureste; no siendo menos sorprendente los aproximadamente 300
kilómetros que la separaban tanto de Finike, en la costa turca (en su momento
la región de Licia), como de la costa egipcia. Los cartógrafos a los que
consultamos reseñaron, con tenaz insistencia, esta noticia típica de novelas de
misterio. Ignoramos, eso sí, la relevancia que, más allá de la mera curiosidad,
pueda despertar esta constatación.
Y,
sin nada más que añadir, dejo paso a la lectura del manuscrito, esperando, con
furtiva ansiedad, que quien lo lea pueda arrojar algo de luz sobre su
inquietante misterio. Doy sinceramente las gracias al profesor Chester por su
adecuada traducción.
EL MANUSCRITO. «Cuando el gélido
invierno deposite su tupida siembra en la tierra, sabrás, con certeza, que los
dioses han salido de su inmemorial letargo. Entonces ellos te mostrarán un
albino sendero que conduce a la morada ancestral donde no existe la fatiga ni
el trabajo, y donde la felicidad y el regocijo son eternos. Síguelo sin
titubear, pobre mortal. Que tus piernas sean robustas y tu voluntad pétrea, o
la silenciosa tierra de Ádelos verá satisfecha su ansia de saber con el mérito
de su nombre.» Así rezaba uno de los múltiples oráculos que versaban sobre
la oculta isla de Ádelos, mi patria, que yo, con la insensata torpeza del
infame Epimeteo, azote para los hombres que se alimentan de pan, no fui capaz
de comprender. Lastimosa e invisible Ádelos, ya nadie te podrá socorrer; aparte
de tus condenados hijos, pocos hombres te han contemplado en plenitud. Y si lo
han hecho, no podrán venir a tiempo: ni los valientes cretenses, puesto que el
estéril ponto interpone más de mil doscientos estadios entre nuestras islas, en
la dirección que sopla Argestes; ni los fatuos rodenses, que nos congratulan
con sus cereales y frutas, ya que Bóreas debe recorrer la misma distancia sobre
el azulado mar para viajar desde esa isla a la nuestra. Pero sólo pierdo el
tiempo lamentándome vanamente por lo que vendrá, que ya no me concierne. No
obstante, y ya que la cólera divina me lo permite, escribiré como pueda el
trágico itinerario que mi desdichada alma recorrió en esta última jornada, para
que sirva de advertencia y escarnio al resto de mortales.
Me encontraba esta mañana,
como es habitual en mi, trabajando en la suntuosa biblioteca de la pólis,
tesoro del saber y único orgullo de la diminuta Ádelos. Estaba organizando y
colocando los valiosos escritos que había traído de mi último viaje a Atenas, a
esa Atenas dominada y sojuzgada por el bárbaro poder de los ausonios del Lacio.
Llevaría, poco más o menos, unas tres horas trabajando con los volúmenes cuando,
impetuosamente, mi vista empezó a nublarse. Atolondrado como estaba, decidí que
lo mejor era salir a dar una vuelta por el ágora, en busca de alguna
distracción o compañía. No hallé ni lo uno ni lo otro; el glacial frío que
anidaba en cada recoveco invitaba a todos los habitantes a permanecer en algún
sitio cerrado, a buen cobijo. Agarrando firmemente mi manto, para cubrir
herméticamente el cuerpo, dirigí mis pasos a una pequeña casita a las afueras
de la ciudad, donde solía ir para relajarme y apartarme de los pensamientos
tempestuosos. Pensé que esto sería lo mejor; no deseaba, para nada, recibir la
diatriba de insulsas pláticas que, provenientes tanto de mujer como de
esclavos, me aguardaban en mi casa de la pólis. Además, había cumplido
con los sacrificios y demás ritos religiosos, por lo que no había nada, a
excepción del trabajo en la biblioteca, bastante avanzado, que me obligaba a
permanecer en ese lugar.
Salí por la puerta oriental,
custodiada por dos fornidos guardianes, no sin antes admirar la desafiante y
enorme torre que regía la pólis, desde la que se podía escrutar todo el
mar circundante. Esta arcaica construcción, de casi doscientos pies, había sido
erigida en un atávico pasado donde apenas alcanza la memoria; varios libros de
la biblioteca, como la recopilación de nuestro sabio local Menígenes, afirmaban
que fue obra de los conspicuos vecinos del sur, los egipcios. A medida que, con
invariable resolución, me alejaba de la pólis, podía comprobar como los
remolinos y turbulencias que se estaban formando en lo alto del cielo ocultaban
lentamente el alto torreón. Asombrado, empecé a sospechar que se avecinaba una
nevada, espectáculo novedoso en una isla que se caracterizaba por la bonanza de
sus temperaturas. En toda mi vida, que no ha sido precisamente corta, jamás
había visto algo igual y, por lo que puedo recordar, tampoco había leído en la
biblioteca alguna información que corroborara lo contrario.
Tras recorrer unos
trescientos pies desde la muralla, el camino comenzaba a descender. Rodeado de
espesos arbustos y algún que otro olivo, el camino serpenteaba graciosamente
por la ladera que descendía hasta terminar en el amplio valle donde se ubicaba
mi casa de recreo. Un furibundo viento soplaba de frente, acompañado por el
tétrico roce de las ramas. No me amilané y seguí caminando. Cuando percibí los
gañidos de los perros de las casas colindantes a la mía, comprendí que el
trayecto estaba llegando a su final. Enseguida, pensé, la hierática estatua de
Palas Atenea, de ojos glaucos, aparecerá en todo su esplendor. Y así fue.
Situada en la encrucijada inmediatamente anterior al conjunto de casas
campestres, la diosa hija del Tonante levantaba, con gesto adusto, su mano
izquierda, apuntando directamente en dirección a la torre que presidía la silenciosa
ciudad de Ádelos. Pasé respetuosamente, sin detenerme, y en poco tiempo divisé
mi humilde casa.
Una vez dentro del hogar,
encendí un fuego y preparé una frugal comida; con tanta sobriedad, cualquier
conciudadano me podría haber dicho que parecía uno de esos incultos romanos
comedores de gachas. Terminé rápidamente el refrigerio y me dispuse a leer
varios libros de filosofía. Me recosté en un confortable lecho y, de forma
gradual, fui cayendo en una dulce ensoñación; podía sentir unos extraños ruidos,
como de proyectiles que golpearan vivamente el techo. Me dormí profundamente.
Un terrorífico estruendo me devolvió, sobresaltado, a
la vigilia. Torpemente, con vacilación, logré salir de mi habitáculo y, con el
vello erizado, pude contemplar el níveo manto que el cielo, ahora calmado,
había arrojado sobre nuestra isla. Todo era tan extraño... No se oía nada, ni
tan siquiera el balido del ganado. Parecía como si el blancuzco paisaje se lo
hubiera tragado todo. Llamé excitadamente a algunas casas, pero no obtuve
ninguna respuesta. Con los miembros ateridos por el inusual frió, inicié una
tortuosa marcha hacia la ciudad, introduciendo pesadamente los pies en la
nieve.
Al volver a cruzarme con la
rutilante figura de Atenea observé como, con ojos inyectados, la belicosa diosa
me seguía indicando la posición de la torre. Entonces, oteando hacia lo alto de
la ladera, contemplé, absorto, una flamígera fortificación. Apesadumbrado,
estimé que se trataba de la insigne torre, que había sido incendiada. Sin
embargo, ardía con un fuego pálido, casi tan blanquecino como la nieve que
cubría la muralla y las casas. Armándome de valor, continué reptando, como
pude, por el ascendente camino, sin importarme mi integridad física. En mi
hipnótico caminar, me desplomé multitud de veces sobre el congelado elemento,
que me provocó, al contactar con mis manos, una agobiante quemazón en ambas
palmas.
Unos oscuros pájaros
comenzaron a surcar el grisáceo cielo mientras, a mi espalda, el ensordecedor
murmullo de lo que parecía ser una gigantesca ola se extendía por todas partes.
Me sentí azorado, aturdido; mi ingenua mente no podía dosificar todo este
cúmulo de experiencias. Y así ocurrió lo inevitable, ya que, picado por una
insana curiosidad, me di la vuelta para observar ese magno acontecimiento, al
tiempo que un trueno en forma de lamento restalló desde la llameante torre. No
vi ninguna ola, pero sí agua, mucho agua. Todo el valle estaba inundado por un
líquido verdoso, putrefacto, del que emergieron, ante mis desorbitados ojos, los
tres hijos de Gea y Urano «cuyo nombre no debe pronunciarse», esos tres
«monstruosos engendros» de los que nos hablara Hesíodo en su Teogonía,
cuyas palabras reproduzco. Cada una de estas criaturas infernales, poderosa
arma del Tonante, emprendió, con su centenar de brazos, la destrucción de la
isla; su implacable proceder era mimético y calculado, dirigido, sin duda, por
el padre de dioses y hombres. Entonces, ¡oh, divina providencia!, el enigma se
aclaró. De forma diáfana el viejo oráculo se apareció en mi mente, tan sencillo
como una adivinanza infantil. Pero ya nada podía hacer, porque, con mi ruinosa
constatación, comprendía las señales divinas cuando éstas ya se habían
producido y no antes, como es propio de los seres inteligentes y astutos.
Desolado, retomé mi camino ante la vorágine destructiva de los uránidas. Mi
tiempo se acababa.
Entré en la desértica polis;
la antigua torre, antes llameante como un faro, ahora era tan solo un montón de
escombros. Me dirigí a la biblioteca donde, en estos momentos, termino de
escribir, tembloroso, estas líneas. Espero tener tiempo suficiente para guardar
este escrito en el arca, a salvo, quiéralo Zeus, de la destrucción y del
olvido.… Porque, ¿quién conoce la voluntad divina?… No hemos superado la prueba
de los dioses, y, por eso, ellos castigan nuestra vanidad: primero, el Tonante
con la destrucción; y, después, Mnemósine con el olvido, enemigo de toda
certeza. Nuestra única riqueza y motivo de arrogancia, la biblioteca, se
perderá para siempre; los poemas del divino Homero, los diálogos de Platón, las
obras del estagirita, las tragedias de Esquilo, las comedias de Aristófanes, la
Historia de Heródoto, los tratados del recientemente fallecido
Cicerón.… El oráculo se ha cumplido,
ingrata isla. Pronto te ocultarás entre las viscosas aguas, invisible para los
mortales, como presagiara tu calamitoso nombre…
(fin del manuscrito)
Bravo, Sergio!! Que máquina!,
ResponderEliminarUn abrazo de Pepe "Abetos"