lunes, 28 de abril de 2014

¿Placentera navidad?

Aquí presento una de mis incursiones en la literatura, en forma de relato breve. Lo presenté al concurso de cuentos del Ayuntamiento de Yepes, hace ya unos cuantos años (creo que fue en 2001), y el jurado tuvo la desfachatez de darme el primer premio. Por lo menos intenté que fuera divertido.


Falco. Santaclaus. Dominio Público.

¿PLACENTERA NAVIDAD?


            Papá Noel no podía imaginar, ni mucho menos, lo que le iba a ocurrir aquel día. Como cada navidad acometía con la más amplia de sus sonrisas su loable tarea; había estado todo un año preparando este momento concienzudamente. Los juguetes, los ansiados juguetes, ya se encontraban en las alforjas y sacas de su lujoso trineo. Los briosos renos estaban dispuestos a partir en aras de lograr la mayor felicidad del colectivo infantil. En sus casas, los bondadosos niños aguardaban con impaciencia el fruto de esta interminable labor. Todo tenía que salir bien, o desde arriba le podían echar una reprimenda.

            Después de que su esposa le despidiera con maternal cariño, partió, a las doce en punto. El cielo se hallaba calmado, despejado; ni una sola nube se interponía a su paso. Le embargaba la filantropía y, escrutando en lontananza, podía vislumbrar en su alma todo el amor y afecto que iba a despertar en los efebos corazones de toda la chiquillería mundial. No se podía pedir más. ¡Qué agradable resultaba todo!

            El reparto se estaba llevando a cabo según lo planeado, conforme a una tradición que abarcaba enormes siglos: primero, Asia; después África – se tardaba poco – y América, donde había más necesitados que en ningún otro sitio; más tarde, Oceanía, el continente de las islas; y, por último, los privilegiados niños de Europa, la cumbre de la civilización. ¡Hay tantos niños lastimosos y menesterosos a quienes ayudar en su anodina vida! ¡Y tanta la diversión y cariño que hay que proporcionarles!

            Al arribar España hizo una pequeña pausa; también Papá Noel tiene derecho a un pequeño, aunque muy pequeño, descanso. Eran las tres y cuarto de la noche, y la distribución de juguetes no había sufrido ningún retraso; todo iba perfecto. Otros años, recordaba con nostalgia, alguna torcedura de pata de los renos le había hecho temer por su justa misión. Pero esta vez no ocurriría nada de eso, ya que los renos se habían nutrido magníficamente e irradiaban una gallardía inusual. Miró otra vez su antiquísimo reloj: las tres y treinta y cinco minutos. ¡Había que retomar la tarea nuevamente, y con la misma ilusión de siempre!

            Cuando repiquetearon la cuatro Papá Noel aterrizó en un pueblecito de la geografía castellana – no es el que pensáis – y comenzaba a notar algo de agotamiento. Un incómodo sudorcillo le recorría la espalda. Algunas casas de otros pueblos le habían reportado un trabajo colosal, con docenas y docenas de juguetes, y de ello se resentía agudamente su tremendo corpachón. Pero una costumbre es una costumbre, y ya sabemos lo poderosas que son las costumbres. No cesó de pensar en la posible idea de perder algo de peso para los próximos años; había que digerir menos carne y hacer algo de ejercicio.

            Aparcó el trineo en la plaza del pueblo, dejando a los renos beber algo de fresca y cristalina agua de la fuente. Sacó su libreta de pedidos y comprobó una serie de datos: Calle Capullada, número trece; un móvil, un juego de combates para la consola y un Action Man; Enrique Navarro Díaz, diez años, he sido muy bueno y te quiero mucho, Papá Noel.

            ─ ¡Jou, jou, jou, jou! – exclamó Santa, bonachón. Y añadió: – ¡Hay que ver cómo son estos querubines! ¿Calle Capullada? ¡Qué cosa más rara!¡Menos mal que estoy cerca de ese sitio¡ ¡Allá voy¡ – y se lanzó en pos de la felicidad de otro niño más, extrayendo previamente de una saca los regalos solicitados por el muchachillo, e introduciéndolos en un saquito rojo.

            Recorrió en tiempo record la distancia que separaba el trineo de la casa, que no tardó en reconocer. No era una casa ostentosa, pero en ella había algo de postín y de grandeza: su fachada era lisa y de un color beige; las ventanas, grandes y muy sofisticadas, con unos bordes plateados y doble cristal; y el tejado era de una teja muy oscura, robusta, con una chimenea alta y magnificente. Una vez delante de la casa, ascendió acrobáticamente en dos minutos hasta el tejado, y en tres ya se hallaba junto a la vetusta chimenea, ayudándose de unos escalones que deberían comunicar, pensó Santa, alguna terraza o balcón con la chimenea. Se introdujo en el interior de la misma y, ¡zas!, quedó atrapado cual alimaña, cual presa indefensa. No lo podía creer, pero era cierto: se había quedado encajado en mitad de la chimenea, inmóvil, y no podía pedir socorro, ya que sería descubierto. Con desesperación intentó zafarse de esa “encerrona”, mas en vano. Su anciano cuerpo le traicionaba y, con el contoneo, no pudo evitar producir una serie de ruidos, algunos muy estridentes.

            Con tanto ajetreo Enriquito acabó por desvelarse. Los rumores que lo sacaron de la cama despertaron su punzante curiosidad, por lo que puso rumbo hacia el salón de la casa, decorado con su típico árbol de navidad, su portal de Belén, sus lucecitas y adornos y, por supuesto, sus calcetines. ¡Había que averiguar que estaba ocurriendo!

            ─ ¿Quién anda ahí? – preguntó el niño, al tiempo que escudriñaba con cautela la estancia.

            ─ Soy Papá Noel, niño. Lo lamento en el corazón, pero me he atascado en tu chimenea.

            ─ ¡Sí, hombre, vas a ser tú Papá Noel! ¡Tú eres un ladrón!

          ─ ¡Qué no, querubín! ¡Nada más lejos de mi intención! No te miento: soy Papá Noel. Ayúdame a salir de aquí, por favor, y te daré tus juguetes, más unos dulces si te portas bien conmigo.

       ─ ¡No digas chorradas, mentiroso secuestrador de niños! Papá Noel no es más que una escaramuza de las tiendas y los centros comerciales para poder vender más, que es de lo que se trata. Y tú, so capullo, te aprovechas de ese mito para robar en las casas, pensando que la gente no te hará nada, porque eres un ser caritativo. ¡Y un cuerno! – y, tras unos segundos de meditación, añadió el receptivo niño: – Pero, respecto a la ayuda, sí que voy a hacer algo por ti – y se marchó.

            Cuando Enriquito regresó, a los cinco minutos, portaba una cazoleta de medio litro repleta de agua hirviendo, y los bolsillos a punto de reventar de unos objetos misteriosos. Se equipó con guantes, gorro, orejeras y un buen abrigo, abrió la puerta de la terraza y tomó por una escalera que daba con el negruzco tejado. Caminó acompasadamente por los escalones, sin ninguna impaciencia y con un gran dominio de sí mismo. Al llegar al borde de la chimenea llamó al ladrón, digo, a Papá Noel, que estaba nerviosamente excitado, y lanzó, paulatinamente, unas bombas fétidas. Santa aclamó al cielo, pero éste no atendió sus peticiones; tenían mucho trabajo en la empresa. Por si fuera poco, extrajo Enrique de sus bolsillos unos botes de mermelada, tomate y otras porquerías, vertiendo el pringoso contenido en la cabeza de Papá Noel.

            ─ ¿Qué guarrería es esto? ¡Qué asco! – se quejó Santa, indignado.

            ─ No te gusta la suciedad, ¿eh? ¿Quieres lavarte? ¡Pues toma! – y agarró la cazoleta de agua caliente, derramando el fulgente líquido. Papá Noel aguantó con dignidad la tortura.

        ─ Pero, ¿qué te he hecho yo, que todos los años vengo a traerte tus juguetes? – Intentó convencer al niño. – Yo soy tu amigo, angelito.

            ─ ¡Qué vas a ser tú mi amigo, ladrón! Yo no tengo amigos. ¿Para qué quiero amigos aburridos y tristones, si tengo mi consola y mi ordenador, que me proporcionan mucha más diversión, y sin objetar nada? ¿Para qué quiero conocer gente, si en la tele aparece todo el mundo? ¿Para qué quiero a un fofo, torpe y viejo Papá Noel, que no eres tú, si mi padre me compra lo que yo quiero cuando quiero? Con todo lo que quiero se puede ser feliz.

            ─ Enriquito, eso no es cierto, tesoro. Las personas, los seres humanos, son los únicos que te pueden dar la verdadera felicidad, y no ninguna cosa. Y todos tus juguetes, tus diversiones, te deben servir para acercarte a los demás, no para alejarte de ellos. Los móviles, las consolas, los muñecos, todas las cosas, no pueden darte cariño, comprensión y amistad; una persona, un amigo, sí.

          ─ No te rindes, ¿eh? – y descendió al salón, desde donde se encaminó a su habitación, tomando una escopeta que le regaló, precisamente, Papá Noel el año anterior.

            Lo que siguió en las siguientes horas fue tremendo. Enriquito, que había visto en la tele mucha gente perversa, algunos disfrazados de personas entrañables, dio su merecido a tan ilustre sinvergüenza. Con la furibunda escopeta se dedicó a agujerear el trasero de Santa, donde penetraba el humeante plomo. ¡Todo era como un juego de consola, a los que Enriquito estaba tan acostumbrado!

            El alba despuntaba en el horizonte, y Papá Noel continuaba sufriendo las aberraciones del maquiavélico muchacho: golpes con un cepillo, pelotazos… Incluso llegó el niño a encender la chimenea; eso sí, con unos pocos papeles nada más. Es increíble lo que puede pergeñar una mente infantil de estos tiempos tan desconfiados, mancillando el honor de quien se interponga a su paso.

            El padre de Enriquito se despertó muy temprano. No pudo reprimir una sonrisa al descubrir a su hijo de esa guisa.

            ─ ¿Qué haces, hijo? – le inquirió, frunciendo el ceño de forma cómica.

            ─ Pues que he pillado a un ladrón, de esos que secuestran y torturan, en la chimenea. Le he tenido en jaque toda la noche. No os he querido despertar por esta tontería- argumentó Enriquito, colocando la escopeta en el suelo. – Me quería engañar diciéndome que era Papá Noel. ¡Cómo si yo fuera idiota!

            ─ ¡Muy bien, chico! – bostezó el padre. – Voy a llamar a la policía.

            La autoridad se presentó en quince minutos. Lograron, con titánico esfuerzo, desatascar a Papá Noel, el cual, para ser sinceros, estaba hecho un asco: su cara estaba cubierta de quemaduras; su piel y su barba eran multicolores; su traje estaba ensuciado por unas sustancias viscosas. En fin, un desastre.

            Papá Noel fue condenado por allanamiento de morada a un año y medio de prisión (artículo 202 del Código Penal). Se le decomisó el trineo, los renos y los juguetes. Además, carecía de documentación y, entre otras cosas, se probó que no cumplía con el fisco, por lo que tiene pendientes otros procesos. Por supuesto, Papá Noel negó todas estas acusaciones.

           La moraleja de esta historia, si es que existe, es que, en un mundo sin valores, sin sentimientos, adornado simplemente de materialismo, donde poseer es lo principal, ¿qué futuro tienen las personas de buena fe? Deleznable porvenir en una sociedad cada vez más implacable, más competitiva. Yo me solidarizo con Papá Noel y con todos los que, como él, hacen que pervivan los buenos sentimientos.

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