Esta nueva entrada es parte de un trabajo que presenté para el curso "Teoría del Derecho y Estado Constitucional. La Teoría de la Interpretación y los Derechos Fundamentales", bajo el enriquecedor y valioso magisterio de mi profesor Luis Prieto Sanchís, catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de Castilla-La Mancha. Trata sobre las relaciones, a veces tensas y no percibidas, entre constitución y democracia. En su texto expongo y me apoyo, principalmente, en las tesis de dos trabajos de dos "pesos pesados" (dicho sin ningún tipo de ironía) de la filosofía del derecho: Francisco Laporta y Luis Prieto. Como en otras ocasiones, los fallos que se puedan detectar en la argumentación sólo son responsabilidad mía. Por supuesto, recomiendo a quien esté interesado en el tema la lectura de los mencionados trabajos (debidamente citados en mi texto), que es muy ilustrativa.
CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA: UNA ARMONÍA APARENTE.
PRIMERA OBJECIÓN DEMOCRÁTICA: ¿CONTRA LA SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN O CONTRA SU RIGIDEZ?
Dicho
rápidamente, esta primera objeción cuestiona la capacidad de la Constitución
para imponer limitaciones o restricciones a la agenda de los poderes públicos,
en especial del poder que representa la voluntad general. Si la democracia es
un procedimiento político con el que la voluntad del pueblo suele hallar su
mejor expresión, mediante la regla de la mayoría, no se entiende muy bien por qué
un determinado texto, la Constitución, se empeña en poner tantos obstáculos a
la libre formulación de esa voluntad sobre ciertas materias. Ni siquiera
contando con una Constitución votada democráticamente, con un gran consenso, se
soluciona el contraste, puesto que, como apunta Francisco Laporta, con el paso
del tiempo el documento constitucional se convertiría en una «imposición
externa»[1], en algo ajeno a las
personas que tienen que “sufrir” las imposiciones de la norma suprema. Es
decir, si asumiéramos que la Constitución se justifica por su origen
democrático estaríamos dando preferencia a la voluntad de una generación, la
constituyente, frente a las demás; parecería que esa generación, inspirada por
un poder divino o por el interés general, estuvo tan acertada y fue tan lúcida
y altruista que su voluntad no puede ser menos que sagrada. Como se dice
normalmente, se estaría dando preferencia a los muertos frente a los vivos,
cuando, sencillamente, el mundo pertenece a los vivos[2]. Desde luego, esto no se
corresponde con la igualdad que predica el procedimiento democrático. En este
sentido, José Juan Moreso resalta el fenómeno conocido como “paradoja de la
democracia”, en razón de la cual «Cada generación desea ser libre de atar a su
sucesora, sin estar atada a sus predecesoras»[3], lo que promueve la
incompatibilidad entre democracia y primacía de la Constitución. A mayor
abundamiento, el profesor Laporta agrega que la expresión “democracia
constitucional” puede ser un oxímoron[4], lo que hace a ambas
palabras mutuamente excluyentes.
De este modo, en un primer momento parece
que el irresoluble divorcio entre estos dos conflictos sólo puede salvarse a
favor de uno de ellos. Así, desde las filas de los partidarios de la Constitución
se recurre a la teoría de los “mecanismos de precompromiso”, en razón de la
cual la Constitución supone un gran pacto objetivo entre todas las fuerzas
sociales, cuya misión es evitar que, en un futuro, algunas decisiones
irracionales (principalmente democráticas) puedan acabar con todo el proyecto
político, haciendo peligrar gravemente la convivencia[5]. En particular, se suele
comparar este precompromiso que es la Constitución con el acto de Ulises ante
las sirenas que, como es bien sabido, decide encadenarse para no sucumbir a los
seductores cantos de estos seres mitológicos. José Juan Moreso define este
mecanismo como “atarse a sí mismo”, recalcando que estos mecanismos de
precompromiso son usados por las personas en “momentos de debilidad”: «atarse a
sí mismo en estas situaciones consiste en excluir determinadas decisiones del
futuro, para preservar una decisión del pasado que se valora positivamente»[6]. Este precompromiso, añade
Moreso, es una idea «adecuadamente expresada en el ideal de la democracia
constitucional»[7],
que da pie a la distinción entre poder constituyente y poderes constituidos y
que explica por sí mismo que determinadas materias, como los derechos
fundamentales, estén “atrincheradas”[8], sobreprotegidas frente a
ulteriores decisiones. Sin embargo, Francisco Laporta ha demostrado que el
precompromiso tipo Ulises es difícilmente trasladable al terreno de la
Constitución, siendo un argumento pobre en la justificación de esas
restricciones constitucionales. Ulises muestra un tipo de racionalidad que,
aunque imperfecta[9],
es válida y útil para el individuo en sí mismo considerado, pero que en el
aspecto colectivo no funciona correctamente. Como escribe Francisco Laporta,
Ulises es, tanto antes como después de escuchar a las sirenas, la misma
persona, mientras que, con el paso del tiempo, las personas que deberán
obedecer la Constitución no serán las mismas que la aprobaron; y, en segundo
lugar, Ulises toma esa decisión porque sabe con toda certeza que al oír la
sensual voz de las sirenas dejará de ser un hombre racional, caerá en un total
atolondramiento, algo que, referido a las generaciones futuras que sucederán a
la constituyente, sólo puede calificarse como «un gigantesco acto de
paternalismo»[10]
absolutamente injustificado[11]. Es más, esta fórmula de
precompromiso solo ofrece una “explicación contextual” de la primacía
constitucional, y no conceptual, como dice José Juan Moreso; esto es,
«pertenece a las circunstancias en que es posible referirse a la
primacía de la Constitución», por lo que «estas circunstancias no forman parte
de una explicación conceptual»[12] de lo que es esa
primacía. Por ello, una vez que esas circunstancias cambian o evolucionan, es
lógico preguntarse por qué ese documento, la Constitución, ostenta esa primacía
y, en definitiva, por qué impone esos límites a las mayorías del futuro.
Y esto es lo que debe hacerse porque,
según lo expuesto, parece que tendríamos que decantarnos por el respeto a la
democracia y a la voluntad general en lugar del respeto a la Constitución y a
sus normas. En este punto, hay que realizar un análisis sobre el contenido de
la Constitución y, lo más fundamental, sobre los motivos que pueden aducirse a
favor de esa regulación constitucional y de su primacía sobre el resto de
normas jurídicas, incluidas las del legislador democrático. El profesor
Laporta, en su trabajo El ámbito de la
Constitución[13],
lo hace, y llega a la conclusión de que son los “derechos individuales
básicos”, los derechos fundamentales o derechos humanos, los que justifican la supremacía
de la Constitución sobre la ley democrática. La Constitución es un documento
que garantiza, que “atrinchera”, una serie de derechos individuales básicos de
toda persona, derechos que son anteriores al surgimiento de la estructura
política, en pocas palabras, al nacimiento del Estado y que, por apelación a la
Justicia[14], merecen ese
reconocimiento y esa superprotección. Ciertamente, esta idea, típica del
iusnaturalismo, nos recuerda la teoría del Contrato Social y del origen
artificial de las instituciones políticas y, como escribe el profesor Luis
Prieto, «evoca por igual el fundamento democrático del poder político y su
limitación por los derechos naturales»[15]. Y es que, por paradójico
que pueda resultar, tanto la Constitución como la democracia tal y como ha sido
entendida en el mundo moderno (para no alargarme, la democracia representativa)
se alimentan «de una misma filosofía política»[16], la ya mencionada del
Contrato Social. Así, Francisco Laporta, tomando como referencia la obra de
Jeremy Waldron, pone de manifiesto como tanto la idea de democracia como la de
los derechos básicos descansan en la consideración del individuo como un sujeto
reflexivo, racional, dotado de capacidad para elaborar una concepción propia de
la justicia y de velar por el interés general, de modo imparcial[17].
El profesor Luis Prieto, a quien ya he
citado en la explicación anterior, llega a conclusiones parecidas en su trabajo
Constitución y Democracia. Para este
autor la objeción democrática surge o está ligada a la idea de soberanía como
«poder absoluto, ilimitado e inagotable»[18], de esa vieja soberanía
que, transmitida de los monarcas ilustrados al pueblo, se erige en una forma de
poder que no tiene parangón alguno (legibus solutus). En virtud de este
poder absoluto, el soberano gozaba de la «cualidad de no venir sometido o
condicionado por las leyes civiles que él mismo había dictado», por lo que
«ninguna Constitución es capaz de vincular a su propio autor, el pueblo»[19]. En consecuencia, nuestro
profesor subraya como en los albores del Estado Liberal las constituciones
solían consignar en sus textos los plazos exactos en los que debía iniciarse la
reforma constitucional, «como si de esa manera la generación constituyente
quisiera confesar desde el principio su falta de legitimidad para atar las
manos de los ciudadanos del futuro»[20]. Pero, dejando de lado
los rasgos definidores de ese primer constitucionalismo, lo cierto es que la
soberanía del pueblo, en la práctica, no se presenta como un poder ilimitado.
Siguiendo las palabras de Luis Prieto, «cuando el sujeto soberano enmudece (se
constituye) se abre una alternativa: o bien dejar el gobierno en manos de
representantes...; o bien reservarse una cuota de poder intangible para los
representantes, cuota que cristaliza en un texto constitucional inmune frente a
quienes ejercen el gobierno ordinario»[21]; y añade: «ante esta
segunda alternativa... se alza la objeción contramayoritaria»[22]. No obstante, y
precisando algo más, hay que constatar que todo este juego de poder constituyente
y expresión democrática de la voluntad del pueblo se asienta en un par de
ficciones que, a mi juicio, se reducen a una sola: presumir que tanto la
Constitución como la ley son la «expresión de la voz del pueblo soberano»[23]; es decir, tanto los
partidarios del constitucionalismo como los paladines del carácter democrático
de la ley ven, en los respectivos textos que defienden, la indiscutible
voluntad del pueblo soberano, y con este mismo argumento revisten de fuerza su
posición. Sin embargo, como escribe el profesor Luis Prieto, a quien sigo en
esta explicación, «ni es cierto que en la Constitución cristalice de verdad el
poder constituyente del pueblo, ni es cierto tampoco que los gobiernos o las
mayorías parlamentarias sean sin más equivalentes a la soberanía de ese pueblo
a quien se quiere reconocer como inagotable fuente del Derecho»[24]. Por consiguiente, si
rechazamos que la Constitución haya sido aprobada por el pueblo, con la misma
lógica deberemos rechazar que la ley sea un auténtico producto de ese pueblo.
Aunque, más bien, la cuestión no se reduce a repudiar estas dos ficciones (o
única ficción), sino a reconocer, como ya se dijo anteriormente, que ambas
encuentran su acomodo en una misma filosofía política, la filosofía de la
democracia y de los derechos humanos.
Sin embargo, llegados a este punto nos
topamos con un contrasentido, del que se percata agudamente Francisco Laporta:
si la Constitución tiene su mejor justificación en una serie de derechos
básicos para toda persona, el célebre “coto vedado” de Garzón Valdés, y uno de
esos derechos básicos individuales es el derecho a decidir mediante un proceso
democrático, que respete la dignidad y la igualdad de todos, entonces ¿por qué
la Constitución limita o restringe, sobre algunas materias, esa capacidad de
decidir de todos los individuos? ¿No menoscaba esto los derechos básicos de las
personas? Esto es, la consagración de los derechos básicos supone, como se dijo
más arriba, considerar al individuo como un ser dialogante, reflexivo, pero la
Constitución al mismo tiempo que consagra estos derechos impide algunas
decisiones que afecten a esos derechos básicos, lo que no se corresponde con la
idea del hombre como ser racional, equitativo, capaz de comprender las
necesidades de todos, etc. Lo expresa mucho mejor el profesor Laporta:
«¿Podemos afirmar los derechos básicos mediante el expediente de poner en
cuestión el fundamento mismo de esos derechos al ‘atrincherarlos’ frente a la
reflexión y la decisión de ese mismo individuo al que se los reconocemos?»[25]. Según este razonamiento,
y continúo con las palabras de Laporta, «la respuesta parece que tiene que ser
que el “coto vedado” es la negación de la capacidad de cada individuo de
reflexionar y decidir sobre el propio “coto vedado”, y ello supone tratarle
como un menor o un incompetente, pero si es un menor o u incompetente ¿por qué
le atribuimos todos los derechos del “coto vedado”[26]?». Ante esta paradoja, la
balanza parece decantarse del lado de la objeción democrática, que se muestra
más respetuosa con la idea de los derechos básicos en cuanto no cercena la
capacidad de decisión de los individuos sobre esos mismos derechos[27].
Ahora bien, aquí sería lícito plantearse o
cuestionarse el alcance del procedimiento democrático, para saber si, fehacientemente,
constituye una instancia capaz de refutar toda prohibición de la norma suprema;
y, precisamente, es en este punto donde encuentra el profesor Laporta la
justificación del contenido y de los límites de la Constitución. Porque el
procedimiento democrático deja varias cosas sin resolver, como, por ejemplo,
«el ámbito para el que la decisión se va a tomar y el universo de aquellos que
han de tomar parte en el procedimiento, es decir, la identificación de quienes
han de votar y decidir»[28]. Estas cuestiones son,
como dice Laporta, anteriores al propio proceso y no pueden ser resueltas
satisfactoriamente por este mismo proceso. Intentar resolver estos problemas
desde una perspectiva democrática llevaría a un absurdo: deberíamos votar para
saber sobre qué debemos votar y para saber quién debe votar. Este no es el
camino idóneo. Si algo sabemos es que vota aquella persona que tiene derecho al
voto, lo que equivale a tomar en consideración un texto, una instancia, que
determina previamente al proceso democrático estas cuestiones. Y ese texto o
instancia no es otro que la Constitución, que debe prevalecer por encima de la
democracia precisamente para desechar cualquier duda de este género sobre la
participación en las decisiones colectivas[29].
Pero es que, por otro lado, la objeción
democrática, como apunta Francisco Laporta, «puede ir demasiado lejos»[30]. Ello es así porque la
defensa a ultranza de ese derecho a decidir o ‘derecho a participar’ que
comporta la democracia nos llevaría nuevamente a una situación absurda; nos
demandaría mantener constantemente abierto el proceso decisorio. Porque si la
objeción democrática, al fin y al cabo, lo que reclama es la plena
participación en todas las decisiones colectivas (sea la Constitución o las
propias leyes) de todos aquellos que se van a ver involucrados, entonces nos
encontraremos con que cada día alguien accede a ese derecho a decidir, y, en
consecuencia, si no queremos ser injustos con él deberemos reabrir el proceso
para que su voz sea tenida en cuenta, con lo que el proceso nunca concluiría y
esas decisiones nunca se podrían tomar[31]. Dicho de otro modo, la
objeción democrática terminaría siendo «presa de su propia lógica»[32], lo que la convierte en
algo inútil desde un punto de vista práctico[33]. Para salir de este atolladero
se recurre a la Constitución, como instancia que resguarda, que aísla, de la
decisión democrática estas cuestiones que la convierten en un dilema sin
solución. En definitiva, la Constitución debe verse, no como una entidad
malintencionada que se impone por la fuerza a los poderes constituidos, sino
como una garantía de esos poderes, en especial de aquel que se expresa mediante
la democracia; la Constitución, en suma, posibilita el inicio del procedimiento
democrático, con el elenco de derechos sustantivos en los que reposa, y lo
garantiza incluso frente a sí mismo[34].
Por su
parte, el profesor Luis Prieto opina que la objeción democrática está mal
enfocada, y ello porque, para nuestro profesor, el mismo basamento de
democracia y constitucionalismo (la filosofía de la democracia y los derechos
humanos a la que aludimos más arriba) sirve para verificar la supremacía
constitucional[35].
El mal enfoque o encuadre de las críticas de la objeción sobreviene porque,
desde estas filas, se ataca la supremacía de la Constitución en nombre de la
democracia cuando, en realidad, se debería arremeter contra la rigidez
constitucional. Y estas dos realidades, supremacía y rigidez constitucionales,
son distintas: la supremacía significa «que la Constitución no puede ser
violada por los poderes públicos»[36], mientras que la rigidez
se refiere a la posibilidad de reforma constitucional. En principio, la
supremacía constitucional no colisiona con la democracia[37], algo que, sin embargo,
sí hace la rigidez, puesto que en virtud de esta cualidad una Constitución
exige para su reforma unos requisitos que superan ampliamente el criterio
mayoritario del proceso democrático. Por eso la objeción democrática está mal
orientada, porque esta objeción no opera «en contra de la existencia de normas
superiores que limiten el poder de los órganos del Estado, sino en contra de la
existencia de normas inmodificables por la mayoría»[38]. A este respecto, Luis
Prieto hace una interesante proposición, abogando por una Constitución que
permita su revisión con cierta periodicidad[39], manteniendo, por
supuesto, el carácter «expreso y solemne» que todo acto constituyente debe
tener[40]. Esta opción no es, a mi
juicio, descabellada, pues, respetando la supremacía de la Constitución y la
solemnidad de los actos constituyentes, se muestra más acorde con la objeción
democrática y con el respeto a las mayorías del presente.
[1] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, Doxa, 24, 2001,
citado página 11.
[2] Víctor Ferreres cita las palabras de Jefferson en contra de la
vinculación a las generaciones pasadas: «la tierra pertenece a los vivos, no a
los muertos», «los muertos no tienen derechos; no son nada» o «por las leyes de
la naturaleza, una generación es a otra como una nación independiente a otra»,
ver Víctor Ferreres Comella, Justicia Constitucional y Democracia,
Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 1997, citado página
108. En el mismo sentido, Víctor Ferreres recoge la opinión de Thomas Paine.
También ver Luis Prieto, Constitución y Democracia,
recogido en el volumen Justicia
Constitucional y Derechos Fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, Pág. 140.
[3] Ver José Juan Moreso, La Indeterminación del Derecho y la
Interpretación de la Constitución, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales,
Madrid, 1998, citado página 165.
[4] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, Pág. 10: «si un sistema político es democrático
entonces no admite la limitación constitucional, y si es constitucional
no admite la decisión democrática sobre algunas materias importantes.» Otra
figura que se suele emplear para ilustrar las tensas relaciones entre
democracia y Constitución es la del flujo y reflujo de las mareas, referida a
la ley: «las relaciones reciprocas entre ley y Constitución podrían ser
descritas adecuadamente mediante la metáfora del flujo y reflujo de las mareas,
de forma tal que el avance de la ley implique el retroceso de la Constitución,
y el incremento del protagonismo de la Constitución suponga de algún modo la
bajamar de la ley.», Francisco Laporta, El
ámbito de la Constitución, citado página 7.
[5] Esta es, si no me equivoco, la postura de Gustavo Zagrebelsky, para
quien el “momento constituyente” es una situación en la que distintas fuerzas
sociales y políticas, para asegurar una convivencia pacífica, deciden pactar
sobre determinados principios, aun pasando por alto eventuales intereses
particulares.
[6] José Juan Moreso, La Indeterminación del Derecho y la
Interpretación de la Constitución, citado página 166.
[7] Idem, citado página 167.
[8] Esta es la traducción literal que Francisco Laporta hace del verbo to
entrench, El ámbito de la
Constitución, Pág. 13.
[9] Según las palabras de Elster, citadas por José Juan Moreso en La
Indeterminación del Derecho y la Interpretación de la Constitución, Pág.
166.
[10] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, citado página 15.
[11] No existen razones de peso que justifiquen que una generación, la
constituyente, es, por el mero hecho de serlo, una generación lúcida,
altruista, y las siguientes todo lo contrario. Esto tiene que ver claramente
con el llamado “momento constituyente”. A este respecto, Francisco Laporta
escribe que «El momento constituyente no es necesariamente, como se ha
pretendido, un ejercicio de imparcialidad inspirado por el interés general.
Puede muy bien ser –de hecho suele ser- un periodo en el que las fuerzas
sociales, políticas y económicas más relevantes forcejean para introducir en el
texto constitucional la garantía rígida de sus intereses y prejuicios en el contexto
de una gran turbulencia política.», El ámbito
de la Constitución, citado página 13.
[12] Para todas las citas, José Juan Moreso, La indeterminación del
Derecho y la interpretación de la Constitución, citado página 167.
[13] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, Págs. 37 y ss.
[14] Para el profesor Laporta esa Justicia debe ser entendida como
«segmento de la moralidad o de la ética que se expresa a través de derechos
morales individuales anteriores a cualquier establecimiento o incorporación al
derecho positivo», ver El ámbito de la
Constitución, citado página 38.
[15] Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado Pág. 147.
[16] Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado Pág. 147.
[17] Ver Francisco Laporta, El ámbito
de la Constitución, Págs. 43 y ss.
[18] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado página 138.
[19] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado página 141.
[20] Idem, citado página 140. En esta misma página Luis Prieto
recoge unas palabras de Paine, de su obra Derechos del Hombre, en las
que dice «los derechos del Hombre son los derechos de todas las generaciones de
los hombres, y nadie puede monopolizarlos. Lo que merecer continuar, continuará
por su propio mérito, y en ello reside su seguridad, y no en condición alguna
con la que se pretenda revestirlo». En este sentido, también se expresó George
Washington en una carta de 1787: «No creo que nosotros estemos más inspirados,
tengamos más sabiduría, o poseamos mayor virtud, que quienes vendrán después de
nosotros.» He tomado esta cita del libro de Víctor Ferreres Justicia
Constitucional y Democracia, Pág. 112. Por último, quisiera anotar lo
prescrito por el artículo 28 de la segunda Declaración Francesa, de 24 de junio
de 1793: «un pueblo tiene siempre el derecho de revisar, reformar y cambiar su
Constitución. Una generación no puede sujetar a las generaciones
futuras a sus leyes.»
[21] Idem, citado páginas 142-143. El paréntesis es mío.
[22] Idem, citado página 143.
[23] Idem, citado página 143. El profesor Prieto distingue dos
ficciones: una relativa a la Constitución («existe una primera ficción en
suponer que la Constitución es la expresión de la voz del pueblo soberano»); y
una segunda, definida como “ficción de la voluntad popular” o “ficción de la
santidad de la ley”, según la cual «los ciudadanos deben obedecer las leyes
como si fueran expresión de la voluntad general, pero de hecho son obra del
legislador.» La primera hace del pueblo el poder constituyente; la segunda, lo
convierte en el legislador. Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia, Págs. 143 y ss, y Constitucionalismo
y Positivismo, Fontamara, México, 1997, Pág. 35.
[24] Idem, citado página 146. En la página siguiente nuestro
profesor escribe «si desde el legalismo o el parlamentarismo se puede objetar
que la Constitución no es la encarnación de aquel poder ilimitado, absoluto e
inagotable que el pueblo heredó de los soberanos absolutos, otro tanto puede
decirse de la propia ley, que pretende, sin embargo, recabar su justificación
precisamente de las mismas fuentes, esto es, que pretende ser la voz de la
generación viva del pueblo».
[25] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, citado página 45.
[26] Idem, citado páginas 45-46.
[27] Como escribe el profesor Laporta, «solo la decisión democrática en la
que todos participan respeta los fundamentos en que se basan los derechos
individuales. Por tanto, sobreproteger y atrincherar los derechos en una
constitución inflexible inaccesible al voto ciudadano es contrario al propio
fundamento de esos derechos». El ámbito
de la Constitución, citado Pág. 46.
[28] Francisco Laporta, El ámbito de
la Constitución, citado página 48.
[29] El profesor Laporta entiende que sólo se pueden aducir razones
sustantivas para responder a los interrogantes sobre el ámbito de la
democracia, razones como «la autonomía de la persona, la igualdad de todos, la
pertenencia a la comunidad como ciudadano, los derechos a aceptar o rechazar
normas que me van a ser impuestas, etc.», razones sustantivas que, además,
deben estar protegidas del propio procedimiento para que, curiosamente, éste
pueda subsistir. Ver El ámbito de la
Constitución, citado página 49-50. Sobre esta cuestión se incidirá a
continuación.
[30] Idem, citado página 50.
[31] En este caso, se tiene en cuenta al individuo en sí mismo, y no como
parte de una “generación”, término, por otro lado, que no puede acotarse
fácilmente. Por esto mismo, Francisco Laporta considera que la objeción
democrática debe plantearse individualmente. Ver El ámbito de la Constitución, Pág. 51.
[32] Idem, citado página 50.
[33] En la página 54 Laporta añade: «nada podría articularse como
‘constituyente’ ni como ‘legislador’ si sus decisiones hubieran de ser
reabiertas incesantemente.»
[34] Ver El ámbito de la Constitución,
Págs. 48 y ss.
[35] En la página 138 de Constitución
y Democracia, el profesor Prieto justifica la supremacía constitucional «en
la necesidad de preservar los derechos fundamentales... así como de asegurar la
propia formación democrática de la decisiones políticas.»
[36] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado página 149.
[37] Luis Prieto señala que «una Constitución flexible sigue siendo –o
puede seguir siendo- una norma suprema que debe ser respetada. Una cosa es
violar la Constitución y otra reformarla.», ver Luis Prieto, Constitución y Democracia, Pág. 150.
[38] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia,
citado página 154.
[39] Víctor Ferreres, en su interesante libro Justicia Constitucional y
Democracia, recoge la opinión de Jefferson, que «calculó que cada 18 años y
8 meses se produce un cambio de generación. En consecuencia, propuso que cada
19 años se celebraran plebiscitos para que la nueva generación pudiera decidir
si aceptar o revisar las leyes fundamentales.», citado página 108.
[40] Luis Prieto, Constitución y Democracia,
Págs. 151 y 154. La reforma constitucional debe incorporar todos aquellos
requisitos que se tuvieron en cuenta en el momento de la aprobación, para que,
de este modo, la generación de los “vivos” se exprese en igualdad de
condiciones respecto a la de los “muertos”.
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