sábado, 10 de enero de 2015

Breves notas sobre el neoconstitucionalismo

Actualmente, casi todos los sistemas jurídicos presentan o están dotados de una norma fundamental llamada Constitución. Dicha norma jurídica, que se sitúa en la cúspide del ordenamiento, tiene como cometido principal regular la estructura básica de la organización política junto con los llamados derechos fundamentales, propios de cada ciudadano, que, además, se encuentran fuertemente garantizados por vía jurisdiccional frente a cualquier conculcación, incluida la de los poderes públicos. Aunque, bien es cierto, no siempre ha sido así. Este modelo de Constitución, que es el presente en España, en realidad es el resultado de la confluencia de dos tradiciones constitucionales que, en un primer momento, caminaron separadas: a saber, la, digamos, tradición norteamericana, que postula una constitución parca en derechos pero firmemente protegida por vía judicial; y, por otro lado, la tradición europea, que sigue el camino inverso: constituciones densas en contenido normativo pero «huérfanas» de protección[i]. Ambas tendencias han dado lugar a que la Constitución se contemple como una auténtica norma jurídica[ii], como genuina fuente de derechos y obligaciones para todos los sujetos, públicos y privados (esto es, una norma con un denso contenido material), y, en consecuencia, como una norma cuya vigencia y supremacía debe ser vigilada por algún mecanismo, preferentemente judicial.

Openclips. Juez. Dominio Público.


De este modelo de Constitución ha surgido un fenómeno político y jurídico denominado constitucionalismo contemporáneo. Ni que decir tiene que este constitucionalismo no ha sido el único que se ha dado en la Historia[iii], pero, para lo que aquí nos interesa, se trata del modelo de teoría del Derecho[iv] ligado a la experiencia estatal de nuestro tiempo: el Estado Constitucional Contemporáneo. No pretendo enlazar ningún tipo de razonamiento circular, por lo que, seguidamente, esbozaré unas breves notas sobre este constitucionalismo y sobre el tipo de Estado que le sirve de referencia. Así, el profesor Francisco Laporta destaca como esta «concepción política y ética» bautizada con el nombre de constitucionalismo incorpora lo que él llama «dos grandes ideas-fuerza»[v], a saber:

a) Relativa a la estructura del ordenamiento jurídico. La Constitución actual, «rematerializada», aparece como la norma suprema del sistema, superior a todas las demás normas, incluidas las derivadas de la actuación del legislador democrático. Tanto es así que este poder, el legislativo, no es totalmente libre a la hora de acometer sus tareas, sino que, de algún modo, se encuentra condicionado en su trabajo por la Constitución, ya sea formalmente, en cuanto al procedimiento de elaboración de las leyes, ya sea materialmente, en cuanto al contenido de esas leyes; es más, ni siquiera el legislativo puede emprender con facilidad la reforma constitucional, puesto que las constituciones son textos normativos «dotados de un mayor o menor grado de rigidez»[vi], que exigen, para determinadas reformas, unas mayorías cualificadas que superan ampliamente el consenso requerido para la aprobación de las leyes[vii]. Por tanto, y esto es fácilmente deducible, de aquí se desprende una primera tensión (una «lógica tensión», para Luis Prieto[viii]) entre el procedimiento democrático, típico de nuestros días en lo tocante a la toma de decisiones colectivas, y la norma constitucional que, a pesar de tener normalmente un origen democrático indiscutible[ix], en la práctica condiciona de tal modo el desarrollo de la democracia que alguna de sus disposiciones, como apunta Francisco Laporta, «parecen estar redactadas ‘contra la ley’»[x], es decir, contra la voluntad democrática. Esta es una de las novedades que para el profesor Luis Prieto presenta el Estado Constitucional y que denomina «muerte de la ley», siendo el punto de partida de esta “muerte” la «sustancialización» o «rematerialización» de la Constitución[xi].

Sin embargo, para el primer constitucionalismo la realidad fue muy distinta. Como señala Gustavo Zagrebelsky, durante el periodo en el que se desarrolló el Estado Liberal de Derecho, en la época posrevolucionaria, una de los principios máximos de esta organización política era el «imperio de la ley», la consideración de la ley como «acto normativo supremo e irresistible»[xii], que no podía claudicar ante nada ni ante nadie y que constituía, por sí mismo, todo el fenómeno jurídico; algo, sin duda, relacionado con otro pilar del Estado de Derecho legislativo, que no es otro que la soberanía entendida como poder inagotable, absoluto[xiii]. La ley era la norma con la que se articulaba la soberanía del pueblo, lo que le insuflaba un alto grado de legitimidad y su carácter superior, aunque concretamente fuera el instrumento de la clase social dominante, la burguesía[xiv]. En este contexto la Constitución, como el resto de actos jurídicos, se situaba en un nivel inferior a la ley y, como asevera el propio Zagrebelsky, podía ser modificada por vía legislativa puesto que la ley era la voz de la soberanía, la voz de la voluntad general; era un tipo de Constitución muy flexible y adaptable a las nuevas circunstancias o preferencias del momento. Ahora, en cambio, la Constitución, como norma superior a la ley, ha operado una mutación en la idea de soberanía, puesto que permite que tanto a nivel interno como externo haya varios centros de producción de normas, dando lugar a una situación conocida como «pluralismo legal»[xv]. Piénsese, teniendo en cuenta el caso español, en la existencia de las Comunidades Autónomas o en la Unión Europea como entidades creadoras de Derecho que conviven con el Parlamento estatal, único capacitado para dictar leyes en el vetusto Estado de Derecho. La situación actual no es la de una «soberanía de la Constitución» sino la de una «Constitución sin soberano»[xvi].

b) Relativa a la interpretación y aplicación del Derecho. Esta «idea-fuerza» puede dividirse en dos cuestiones: primera, existencia de un control constitucional de las leyes[xvii], llevado a cabo por órganos judiciales (jueces ordinarios o tribunales constitucionales) que, merced a las normas materiales de la Constitución, pueden hacer prevalecer sus consideraciones sobre las del legislador democrático[xviii]; y una segunda concerniente a la estructura de las normas constitucionales, que, en el caso de los principios y los valores, no reproducen la disposición típica de las normas legales (las reglas) y, por ello, reivindican un nuevo tipo de razonamiento jurídico (ponderación en lugar de subsunción)[xix]. Si no me equivoco, creo que estas dos cuestiones tienen muchas implicaciones mutuas, puesto que el control constitucional de la ley conlleva una interpretación de las normas constitucionales, interpretación que, debido a la estructura de los principios y valores, no puede apoyarse en la clásica subsunción de reglas. La importancia de la interpretación de la Constitución, de sus principios y valores, es evidente, ya que se trata de saber si este nuevo tipo de razonamiento jurídico, esta ponderación, fomenta de algún modo la discrecionalidad judicial y, en suma, otorga un poder decisorio (desorbitado poder decisorio se podría pensar) a los jueces encargados de velar por la constitucionalidad de las leyes. No hay que pasar por alto el hecho de que los principios y valores, aparte de su diferente estructura, contribuyen decisivamente a la «rematerialización» de la Constitución, es decir, son normas con contenido (contenido moral, además) y no meramente formales o procedimentales y pueden fomentar razonamientos judiciales que, inspirados en la Constitución, únicamente encubran una posición ideológica del intérprete. En definitiva, se trata de saber si los jueces constitucionales cuentan con algún tipo de legitimidad para afrontar su labor; o, lo que es lo mismo, para superar las críticas que, desde el punto de vista de la democracia, suscita la existencia de esta jurisdicción constitucional que tiene como cometido principal la revisión de las normas dictadas por el legislador democrático a la luz de una interpretación del texto constitucional.

Estas son, pues, las principales características que incorpora el constitucionalismo contemporáneo, esta concepción política y ética aparejada al nuevo tipo de Constitución y al modelo de Estado vigente en nuestros días. Naturalmente, existen más características, que aquí no serán detalladas[xx]. No obstante, creo que lo dicho hasta ahora basta para presentar una serie de problemas o dificultades que se derivan de la existencia de estas Constituciones actuales. El primero atañe a las conflictivas relaciones que en la práctica se dan entre Constitución y democracia, y pueden ser descritas en dos bloques: primero, referido a la actuación del legislador democrático que, como ya se dijo más arriba, se encuentra constreñida por la Constitución al obligarle a respetar ciertas normas materiales presentes en la misma e imponerle severas restricciones en lo tocante a la reforma constitucional; el otro problema hace hincapié en la presencia de la justicia constitucional en el diseño institucional que moldea la Constitución, y que tiene como punto de referencia el control de la ley, votada democráticamente, por unos sujetos (los jueces) cuya vertiente democrática es discutida, esto es, cuya legitimidad para enjuiciar el texto legal, fruto de la voluntad general, es puesta, valga la redundancia, en tela de juicio. La otra cuestión a dilucidar hace mella en el positivismo jurídico, en la concepción a propósito del Derecho que ha sido dominante en los últimos siglos y que, en virtud del movimiento constitucional de nuestro tiempo, está siendo sometido a revisión en todos sus postulados. De este modo, y como escribe el profesor Luis Prieto, «no es aventurado decir que hoy el positivismo se bate en retirada» y que «uno de los últimos sucesos que anuncian su crisis o muerte es precisamente el triunfo del constitucionalismo o del Estado constitucional democrático»[xxi]. Ciertamente, las constituciones presentes, con su carácter supremo, con la transformación que han operado en ideas como la soberanía o el «imperio de la ley», han puesto en entredicho la pervivencia de aquel Estado (el Estado de Derecho legislativo) en cuya sede vio luz el positivismo jurídico. Que esto sirva también para considerar superadas todas las tesis de éste último es algo que debe analizarse detenidamente, ya que el positivismo, en el terreno del Derecho, no es un concepto unívoco, uniforme[xxii].



[i]Luis Prieto Sanchís, Neoconstitucionalismo y Ponderación Judicial, incluido en el volumen Neoconstitucionalismo(s), Trotta, Madrid, 2005, edición a cargo de Miguel Carbonell, páginas 124 y siguientes. 
[ii] Ver Santiago Sastre Ariza, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, McGraw-Hill, Madrid, 1999, págs. 130 y ss.
[iii] Y tengo que precisar que, para el modesto objeto de este trabajo, apenas se harán unas escuetas alusiones al primer constitucionalismo.
[iv] Si bien para el profesor Luis Prieto se trata de una dogmática constitucional, más exactamente de una dogmática constitucional comprometida con la norma suprema. Ver Luis Prieto Sanchís, Constitucionalismo y Positivismo, Fontamara, México, 1999, págs. 49-58. Se intentará profundizar en esta cuestión cuando analicemos las relaciones entre constitucionalismo y positivismo metodológico. 
[v] Las expresiones entrecomilladas así como los puntos que se van a exponer están extraídos de su trabajo El ámbito de la Constitución, Doxa, 24, 2001, pág. 8. 
[vi] Ver Francisco Laporta El Ámbito de la Constitución, citado pág. 10.
[vii] Para el profesor Laporta estas dos características, limitación al legislativo y rigidez, son típicas de las constituciones actuales y sirven para explicar la primacía de la Constitución. Y para reforzar su tesis cita unas palabras de Bryce, en las que este autor sostiene que el texto constitucional, en relación a las leyes, «es promulgado por procedimiento distinto y posee mayor fuerza. Su proclamación no corresponde a la autoridad legislativa ordinaria, sino a alguna persona o corporación superior o con poder especial. Si es susceptible de cambio, éste se llevará a efecto únicamente por dicha autoridad, persona o corporación especial», Ver El Ámbito de la Constitución, pág. 10. La cursiva es mía. No obstante, el profesor Luis Prieto entiende que es conveniente no confundir supremacía de la Constitución con rigidez de la Constitución. La primera equivale a afirmar que la Constitución no puede ser violada en tanto en cuanto es la norma superior; la segunda afecta solamente a la capacidad de reforma de la Constitución. Una no debe llevar indefectiblemente a la otra, puesto que es perfectamente plausible que la Constitución, aun siendo la norma suprema, que lo es, pueda presentarse como una norma flexible, como una norma que no ofrezca una resistencia férrea a los cambios e innovaciones. Ver Luis Prieto Sanchís, Constitución y Democracia, incluido en el volumen Justicia Constitucional y Derechos Fundamentales, Trotta, Madrid, 2003, págs. 149 y ss. Sin embargo, el profesor Luis Prieto también se hace eco de la postura contraria, por ejemplo de Juan Carlos Bayón, que mantiene que «no hay supremacía sin rigidez».
[viii] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia, citado pág. 138.
[ix] Sin ir más lejos podemos citar el ejemplo de la Constitución Española, que contó con un inmenso respaldo tanto de los grupos políticos como de los ciudadanos, convocados a referéndum para su ratificación. Aunque, desde luego, el origen democrático de la Constitución no es una garantía sobrada de que, en ningún caso, establecerá algún tipo de barrera o filtro a determinadas decisiones que deben tomarse democráticamente.
[x] Francisco Laporta, El Ámbito de la Constitución, citado página 10.
[xi] Ver Luis Prieto, Constitucionalismo y Positivismo, págs. 15 y ss. Este autor llega a decir que «el legislador ya no es la viva voz del soberano, legitimado para dictar normas con cualquier contenido, sino que, sin convertirse tampoco en un autómata ejecutor de la Constitución, ha de acomodar su política a las amplísimas (también ambiguas y contradictorias) exigencias constitucionales», citado página 17. Hay que precisar que esta novedad del Estado Constitucional se produce en relación al antiguo Estado de Derecho.
[xii] Gustavo Zagrebelsky, El Derecho Dúctil, Trotta, Madrid, 1995, traducción de Marina Gascón de la edición italiana Il Diritto Mitte.
[xiii] Ver Luis Prieto, Constitución y Democracia, págs. 141 y ss. También ver del mismo autor  Constitucionalismo y Positivismo, pág. 8, donde se exponen los rasgos prototípicos del Estado de Derecho decimonónico, entre los que sobresale «un concepto fuerte de soberanía». 
[xiv] G. Zagrebelsky afirma que durante el Estado Liberal de Derecho la ley era la «expresión jurídica de la hegemonía de la burguesía». La ley era el vehículo de los planteamientos ideológicos de esta clase social, por lo que su contenido era muy homogéneo.
[xv] Ver G. Zagrebelsky, El Derecho Dúctil, pág. 53 y ss. De este fenómeno también se ocupa Luis Prieto en Constitucionalismo y Positivismo, págs. 18-19. Conviene destacar como patologías de este fenómeno la pérdida de generalidad y abstracción de las leyes, junto con otros “síntomas”, como la «contractualización de las leyes» y la «reglamentación de las leyes». A esto hay que añadir lo dicho en la nota 11, «el legislador ya no es la viva voz del soberano».
[xvi] Ver Santiago Sastre, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, págs. 133-134.
[xvii] Para el profesor Luis Prieto este es el rasgo más sobresaliente del constitucionalismo, ver Constitucionalismo y Positivismo, pág. 15. 
[xviii] Lo que plantea una nueva tensión entre democracia y Constitución.
[xix] Ver Luis Prieto Constitucionalismo y Positivismo, págs. 19 y ss. 
[xx] Para un examen más detenido, véase Santiago Sastre, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, págs. 130-137, donde este autor expone las tesis de Manuel García Pelayo y Gustavo Zagrebelsky.
[xxi] Ver Luis Prieto, Constitucionalismo y Positivismo, citado página 8.
[xxii] El profesor Santiago Sastre cita las opiniones de varios autores, como la de Carrió, que considera que la expresión “positivismo” es «intolerablemente ambigua», o la de Alf Ross, todavía más contundente, puesto que dice que «prácticamente no ha sido jamás definida con precisión», ver Santiago Sastre, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, citado página 137. Sobre los distintos tipos de positivismo, véase Luis Prieto, Constitucionalismo y Positivismo, págs. 11-15, y Santiago Sastre, Ciencia Jurídica Positivista y Neoconstitucionalismo, págs. 137-143.  


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