domingo, 29 de junio de 2014

Ateísmo esencial total

         
Señala el filósofo Gustavo Bueno en su obra La Fe del Ateo[1] (cuya lectura humildemente se recomienda a quien esté interesado en estos temas) que los términos “fe” y “ateísmo” no son conceptos unívocos, claramente determinados, a pesar de que ordinariamente se emplean como si su significado fuera nítido, sin ambages ni despistes. Este uso coloquial es el que provoca que expresiones como «la fe del ateo», a la que se refiere el título del libro, se contemplen como paradojas graciosas, ingeniosas, como juegos de palabras sutiles y perspicaces; «la fe de los ateos es el ateísmo», y todos a reír con la frase chistosa, supuestamente cargada de originalidad. Para nada es ésa la situación. Así, el creador del materialismo filosófico expone que a la hora de hablar de “fe” como confianza en alguien o algo[2], podemos realizar esta clasificación: por un lado, la fe personal o en sentido estricto, que a su vez se puede subdividir en fe natural o humana (esto es, confianza en personas humanas) y fe religiosa o sobrenatural (que es la que se da con personas divinas o no humanas); por otro, la fe impersonal o en sentido amplio, como, por ejemplo, la fe en las leyes de la dinámica de Isaac Newton o la fe en que mi casa va a resistir los embates del paso del tiempo. Parece obvio que el ateo lo que niega con rotundidad, lo que no posee, es fe religiosa, fe en los dioses o en algún dios de una religión monoteísta; pero muy bien puede tener, y de hecho tiene (como todas las personas), fe natural o humana, y también fe impersonal. El ateo puede tener fe en sus amigos, en sus padres, en su médico, en su grupo de música favorito, en los descubrimientos de las ciencias, en los avances tecnológicos, en unos principios éticos, en unas instituciones políticas, etc. De ahí la crítica que Fernando Savater hace a libros como ¿En qué creen los que no creen?[3], de Umberto Eco y el cardenal Martini, en los que se sobreentiende que tener fe o confianza siempre va relacionado o asociado a algún contenido o creencia estrictamente religioso, cuando eso no tiene por qué ser así[4].

Openclips. Zeus. Dominio Público.

Pero es que, como se apunto más arriba, el término ateísmo tampoco es pacífico y asume diversas acepciones. El profesor Gustavo Bueno indica que no es lo mismo negar la existencia de un dios del panteón griego o egipcio (lo que sería ateísmo politeísta) que negar la existencia del dios de una religión monoteísta (ateísmo monoteísta), que es como hoy en día se entiende el ateísmo. En este sentido, los primeros cristianos fueron llamados ateos, puesto que negaban la existencia de los dioses paganos en nombre del dios que ellos consideraban verdadero, único[5]. Otra distinción que muestra este notable filósofo es la que depende de cada religión; de modo que no es lo mismo ser ateo católico que ateo judío o ateo musulmán. No se parte del mismo marco. No es lo mismo, por ejemplo, el dios trinitario del catolicismo que el unitario (aristotélico) del islamismo.

jueves, 19 de junio de 2014

24D

24D


Geralt. Arbolnavidad. Dominio Público


Nuestro hombre salió de su acogedora casa a eso de las nueve de la noche, perfectamente abrigado y peripuesto para dar un largo paseo por la Avenida Principal. Había estado nevando casi todo el día y, en consecuencia, la calle ofrecía un aspecto inocentemente blanco, que de forma grosera era alterado por las pisadas de los transeúntes y las huellas de los neumáticos. La temperatura estaba varios grados bajo cero, a pesar de que apenas corría el aire. Lo que no dejaba de ser normal por aquellas fechas. Como normal era la apariencia, propia de una postal turística, de la gran avenida: nervudos abetos cuyas empolvadas ramas se hallaban aderezadas de multitud de adornos, desde manzanas, campanas, estrellas, figuras de niños, hasta luces de todos los colores y formas; casas y edificios de fachadas engalanadas con rollizos muñecos de vestimenta carmesí, que simulaban ascender a las ventanas; orondas esculturas realizadas con nieve, posiblemente por manos infantiles, provistas de probóscides que eran simples zanahorias; y la costosa y radiante iluminación, colocada por los operarios municipales, que enarbolaba sus mensajes de felicitación y alegría. Además, cada veinte o treinta metros se habían dispuesto, en farolas y árboles, unos rudimentarios altavoces que no paraban de aullar, atronadoramente, unas melodías repetitivas que versaban sobre el amor, la concordia y la paz. Era, por tanto, un ambiente que hacía las delicias de las numerosas personas que, como nuestro hombre, recorrían el blanquecino pavimento, atestando la vía; no todos los días había una fiesta que celebrar.

No obstante, a nuestro hombre todas estas cosas, aun agradándole la vista en un primer momento, terminaron a la postre por agobiarle; toda esa amalgama de sonidos, luces, gente hablando sin parar y lechigadas de niños correteando de aquí para allá, le produjo una sensación de hastío, de disgusto. Decidió, entonces, apartarse un tanto de todos los demás, buscando algo de soledad en la multitud. Se acercó con paso decidido al escaparate de un comercio de aparatos electrónicos, muy luminoso, y observó atentamente un televisor, situado en la parte externa de la tienda, fuera del alcance de la mano. En su interior aparecía un individuo circunspecto, de tupido y negro mostacho y pobladas cejas. Vestía con pulcritud e iba peinado a raya. Con rostro riguroso, inflexible, pétreo, miraba de frente, como tratando de atisbar todo lo que había fuera de la tienda; se parecía al vigilante hermano del que nos hablara Orwell en su maravillosa novela. El individuo pronunció unas palabras, claramente comprensibles para nuestro hombre: «We´re working over: yesterday, today and tomorrow. Buy your life». Asustado, nuestro hombre desvió la mirada hacia los otros televisores del escaparate y, para despecho suyo, aparecía el mismo rostro inexorable repitiendo la misma frase. Algo martilleaba en la mente de nuestro hombre cada vez que esas insidiosas palabras irrumpían en sus oídos. No era ese el tipo de descanso que buscaba.

Reinició la marcha por la Avenida Principal, entre los codazos y los tropiezos con el resto de viandantes, y se detuvo en la primera bocacalle que encontró. Una imagen llamó su atención. De una oscura puerta, embellecida con tubos de neón, salieron unos extraños individuos de ojos opacos, que portaban unos alargados vasos de cristal y unas botellas de whisky. Cantaban, con voz aguardentosa, unas letras espantosas que sonaban a metal rechinando, al tiempo que rellenaban sus vasos y brindaban con alborozo. A duras penas podían mantener el equilibrio, ya que a su avanzado estado de embriaguez y sus continuos hipos había que añadir las irregularidades de la calzada; bien lo comprobó uno de ellos, que mientras hipaba y se tambaleaba como un descosido resbaló con un trozo de papel, aterrizando ridículamente en el untuoso suelo. Los otros se mofaron de forma cruel del damnificado, y siguieron con sus cantes y sus brindis. Nada cambiaba para ellos. Nuestro hombre quedó desconcertado por lo que había visto: otro escenario que era mejor olvidar. Miró hacia el otro lado de la calle, anhelante; ahí divisó un ingente edificio de verdosas paredes, forradas de carteles que mostraban bellas mujeres y grandes números. Sin dudarlo un instante, dirigió sus pasos hacia ese edificio.

Entró por una puerta de cristal, que se abrió automáticamente cuando estaba a un par de metros de la misma, y pudo contemplar una espaciosa sala alumbrada con minuciosidad y detalle. Filas y filas de estanterías y mostradores estaban preparados en el interior de la sala, exhibiendo prendas de todos los tipos: vestidos, chaquetas, camisas, pantalones, calcetines; ropa deportiva, ropa de niño, ropa de señora; ropa de verano, ropa de invierno; etc, etc. Para completar un tanto el ambiente, se había equipado a la sala de un equipo de megafonía. Esta instalación reproducía, entre otras cosas, canciones machaconas, semejantes a las que se oían en la calle, pero, sobre todo, una serie de taimados mensajes. «La felicidad está al alcance de su mano: adquiera dos prendas a un precio inmejorable y llévese tres», escuchó nuestro hombre con atención; «Gánese el aprecio y cariño de los suyos comprando nuestros productos. Usted no lo lamentará y ellos se lo agradecerán». El ritmo era constante: una canción y después un mensaje. Embotado por los mensajes, nuestro hombre deambuló, perdido y desorientado, por los pasillos, examinando las prendas con una mirada vacía. Entonces se dio de bruces con un mostrador azulado, situado en el centro del pasillo, sobre el que había un monitor; la pantalla mostraba una familiar imagen: el individuo bigotudo, el vigilante de pérfidas intenciones, y su consabida frase: «We´re working over… Buy your life». Nuestro hombre emitió un gruñido de desagrado e hizo un llamativo mohín, huyendo de la sala. Tomó unas escaleras mecánicas, accediendo a la planta superior. Allí se topó con más hileras de estanterías, que, esta vez, albergaban una mercancía diferente: juguetes de todas las clases. Había barcos, aviones, coches, robots, muñecos, juegos de mesa, consolas, bicicletas, y un sinfín de cachivaches y artilugios de lo más variado; la mayor parte de esos aparatos emitían unos ruidos espeluznantes, atroces. Y también había mensajes por megafonía: «Niño, esta es tu oportunidad. Pide al Hombre de Blanca Barba tus regalos, que te lo has ganado. En estas fechas tan señaladas puedes ser feliz». Era lo mismo que en la anterior planta. Nuestro hombre no podía aguantar más en ese edificio; su resistencia disminuía paulatinamente. Se marchó lo más rápido que pudo, no sin chocar antes con un rubio niño lloroso que estaba enfurruñado con su cachazudo padre.

Nuevamente en la calle, nuestro hombre se sumergió entre la multitud; esperaba que el aire fresco de finales de diciembre le aclarara un poco el cerebro. Durante un momento así fue, aunque las imágenes que le fueron saliendo al paso le volvieron a turbar. A medida que avanzaba por la Avenida Principal, nuestro hombre comprobó como aumentaba el número de individuos harapientos, astrosos, de rostro amoratado y barba rala. Hombres derrengados, segregados del resto de la sociedad, que pasaba al lado de ellos sin percatarse de su existencia; habían sido expulsados del paraíso porque no eran compradores. La mayoría de ellos estaban recostados sobre cartones, lo que les servía para librarse del gélido contacto con el suelo espolvoreado de nieve. En esa pose, se les podía ver extraer de sus raídos abrigos botellas de licor, que se llevaban a la boca con gran avidez. Cuando nuestro hombre se aproximó, curioso, a uno de ellos, rozando con sus limpios zapatos su asiento de cartones, fue abordado por otro colega, que insistentemente le pedía dinero para un trago. Estupefacto, nuestro hombre sacó la cartera con la intención de atender esa demanda, pero fue frenado en su intento. Unos fornidos policías irrumpieron en la calle desde un furgón, deteniendo al instante a todos los individuos harapientos, que casi no ofrecieron oposición. Minutos después, los policías introdujeron a los desaliñados hombres en el interior del furgón policial, entre increpaciones y empujones; los demás viandantes aplaudieron la heroica acción. Nuestro hombre no comprendió del todo la escena, y con gran esfuerzo consiguió hacerse paso entre la muchedumbre entusiasta, para poder continuar su camino.

Tras comprar unas castañas asadas a una lenguaraz vendedora de moño empingorotado y cabellos azafranados, nuestro hombre vagó unos minutos por la calle, cerrando los ojos muy de vez en cuando. De repente, de un antiguo edificio de marmóreos muros salió una extraña comitiva compuesta por elegantes y altaneros hombres, a cuya cabeza se situaba un individuo vestido con ropajes estrafalarios. En un tono atiplado, ese individuo proclamaba que el ser humano era el principal problema, que todo lo estropeaba con sus viles acciones, que la culpa era suya. Afirmaba, con su voz aguda pero firme, que si todo dependía del hombre, entonces todo era relativo; y si todo era relativo, entonces nada era seguro. «El yugo de la razón ha convertido al hombre en un pigmeo, y todo es vanidad», concluyó ese melifluo individuo, impetrando el perdón. Sus fieles seguidores acompañaban cada frase con un gesto de asentimiento, mientras lanzaban acusadoras miradas al resto de personas que pasaban por ahí. En un primer momento, nuestro hombre se mostró azorado ante esas misteriosas palabras; pero, posteriormente, empezó a sentirse mal, con un malestar desagradable que le encogía el corazón. Se sentía culpable. Prácticamente todo lo que había presenciado le había dejado un regusto amargo, y pensaba que algo tenía él que ver en ello. Ya no quedaba otra opción: debía volver a casa, a descansar.

Con gran pesadumbre, retomó su marcha al hogar, pululando como un fantasma entre la gran multitud que abarrotaba la calle. Todo el mundo le veía, pero nadie se fijaba en él, en su cara triste y pesarosa. Fue un consuelo para nuestro hombre abrir la puerta de su casa y experimentar la calidez entrañable de su personal interior. Regresaban la paz y la tranquilidad a su estado de ánimo. Una vez dentro del hogar, nuestro hombre pensó en recuperar las energías perdidas en el paseo; un humeante vaso de leche y unas galletas se encargarían de ello. Lo dejó todo preparado en una bandeja, al lado de su sillón predilecto, mas no pudo reprimir echar un último vistazo a la Avenida Principal. Acercó la frente al cristal de la ventana: algo había cambiado, porque ya no estaba él ahí, pero todo seguía igual. Quizá eso no tenía remedio. Se sentó en su sillón y se bebió su leche. Gradualmente, de forma placentera, fue cerrando los ojos, hasta quedarse dormido.

Y soñó, soñó…
                   
  


miércoles, 4 de junio de 2014

Los comicios por centurias

Una nueva entrega del trabajo "Derecho y sociedad en Roma: una visión a través de sus clásicos", bajo la dirección de la Doctora Alicia Valmaña, gran docente y mejor persona.

LOS COMICIOS POR CENTURIAS (COMITIA CENTURIATA).


Durante el reinado de Servio Tulio el pueblo romano experimentó una nueva distribución, esta vez en centurias y en clases. Tal división pretendía superar el antiguo sistema en tribus y curias en aras a la obtención de una nueva organización militar capaz de responder a las nuevas necesidades, guiándose por la aplicación de un parámetro timocrático (basado en la riqueza) a la hora de situar a cada ciudadano dentro de la clase y centuria correspondiente. Todo esto redundaría en la creación de un ejército de hoplitas, de inspiración etrusca, en el que los ciudadanos más enriquecidos asumían un papel central.


Daba. Foro Romano. Dominio Público.


Naturalmente, esta distribución en clases y centurias según la riqueza sirvió para fortalecer los intereses de los ricos propietarios, puesto que de las 193 centurias constituidas sólo la primera clase y los equites sumaban un total de 98. El resto de la población, aun siendo mucho mayor en número, paradójicamente quedaba en minoría, por lo que las votaciones en los comicios por centurias, en las que se llamaba a las centurias según el orden de las clases, siempre estaban en manos de un pequeño grupo de ciudadanos privilegiados. Esto hoy en día puede parecer escandaloso y antidemocrático, pero no hay que olvidar que para muchos pensadores de la antigüedad todo aquello que sonara a democracia, a exceso de libertad para el pueblo, para la masa, era sinónimo de desgracia, de consecuencias funestas para todo Estado que se precie de serlo. Cicerón llega a decir que «no hay bestia más monstruosa que la que toma la apariencia y el nombre del pueblo»[i], motivo por el cual en La República, cuando se explaya sobre la “constitución serviana” se muestra completamente conforme con ella, añadiendo que se procuró «algo que siempre se ha de tener presente en política: que la mayoría no disponga del mayor poder»[ii].

Los comicios centuriados consistieron, desde sus orígenes, en una asamblea del pueblo en armas, subrayando sus funciones militares. Varrón, al escribir sobre los precitados “Registros de los censores”, describe una convocatoria de la asamblea del pueblo, en la que se llamaba «a todos los ciudadanos, de caballería, de infantería, pertrechados con sus armas»[iii], asamblea que tenía lugar fueran de la ciudad[iv]. Además, este autor, al referirse a los comicios centuriados, lo hace en términos de “ejército ciudadano” (exercitum urbanum). Consecuentemente, como asamblea militar al comicio por centurias le correspondía realizar formalmente la declaración de guerra[v], a través de la lex de bello iudicendo.