24D
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Geralt. Arbolnavidad. Dominio Público |
Nuestro
hombre salió de su acogedora casa a eso de las nueve de la noche, perfectamente
abrigado y peripuesto para dar un largo paseo por la Avenida Principal. Había
estado nevando casi todo el día y, en consecuencia, la calle ofrecía un aspecto
inocentemente blanco, que de forma grosera era alterado por las pisadas de los
transeúntes y las huellas de los neumáticos. La temperatura estaba varios
grados bajo cero, a pesar de que apenas corría el aire. Lo que no dejaba de ser
normal por aquellas fechas. Como normal era la apariencia, propia de una postal
turística, de la gran avenida: nervudos abetos cuyas empolvadas ramas se
hallaban aderezadas de multitud de adornos, desde manzanas, campanas,
estrellas, figuras de niños, hasta luces de todos los colores y formas; casas y
edificios de fachadas engalanadas con rollizos muñecos de vestimenta carmesí,
que simulaban ascender a las ventanas; orondas esculturas realizadas con nieve,
posiblemente por manos infantiles, provistas de probóscides que eran simples zanahorias;
y la costosa y radiante iluminación, colocada por los operarios municipales,
que enarbolaba sus mensajes de felicitación y alegría. Además, cada veinte o
treinta metros se habían dispuesto, en farolas y árboles, unos rudimentarios
altavoces que no paraban de aullar, atronadoramente, unas melodías repetitivas
que versaban sobre el amor, la concordia y la paz. Era, por tanto, un ambiente
que hacía las delicias de las numerosas personas que, como nuestro hombre,
recorrían el blanquecino pavimento, atestando la vía; no todos los días había
una fiesta que celebrar.
No obstante,
a nuestro hombre todas estas cosas, aun agradándole la vista en un primer
momento, terminaron a la postre por agobiarle; toda esa amalgama de sonidos,
luces, gente hablando sin parar y lechigadas de niños correteando de aquí para
allá, le produjo una sensación de hastío, de disgusto. Decidió, entonces,
apartarse un tanto de todos los demás, buscando algo de soledad en la multitud.
Se acercó con paso decidido al escaparate de un comercio de aparatos
electrónicos, muy luminoso, y observó atentamente un televisor, situado en la
parte externa de la tienda, fuera del alcance de la mano. En su interior
aparecía un individuo circunspecto, de tupido y negro mostacho y pobladas
cejas. Vestía con pulcritud e iba peinado a raya. Con rostro riguroso,
inflexible, pétreo, miraba de frente, como tratando de atisbar todo lo que
había fuera de la tienda; se parecía al vigilante hermano del que nos hablara
Orwell en su maravillosa novela. El individuo pronunció unas palabras,
claramente comprensibles para nuestro hombre: «We´re working over:
yesterday, today and tomorrow. Buy your life». Asustado, nuestro hombre
desvió la mirada hacia los otros televisores del escaparate y, para despecho
suyo, aparecía el mismo rostro inexorable repitiendo la misma frase. Algo
martilleaba en la mente de nuestro hombre cada vez que esas insidiosas palabras
irrumpían en sus oídos. No era ese el tipo de descanso que buscaba.
Reinició la marcha por la Avenida Principal, entre los
codazos y los tropiezos con el resto de viandantes, y se detuvo en la primera
bocacalle que encontró. Una imagen llamó su atención. De una oscura puerta,
embellecida con tubos de neón, salieron unos extraños individuos de ojos
opacos, que portaban unos alargados vasos de cristal y unas botellas de whisky.
Cantaban, con voz aguardentosa, unas letras espantosas que sonaban a metal
rechinando, al tiempo que rellenaban sus vasos y brindaban con alborozo. A
duras penas podían mantener el equilibrio, ya que a su avanzado estado de
embriaguez y sus continuos hipos había que añadir las irregularidades de la
calzada; bien lo comprobó uno de ellos, que mientras hipaba y se tambaleaba
como un descosido resbaló con un trozo de papel, aterrizando ridículamente en
el untuoso suelo. Los otros se mofaron de forma cruel del damnificado, y
siguieron con sus cantes y sus brindis. Nada cambiaba para ellos. Nuestro
hombre quedó desconcertado por lo que había visto: otro escenario que era mejor
olvidar. Miró hacia el otro lado de la calle, anhelante; ahí divisó un ingente
edificio de verdosas paredes, forradas de carteles que mostraban bellas mujeres
y grandes números. Sin dudarlo un instante, dirigió sus pasos hacia ese
edificio.
Entró por
una puerta de cristal, que se abrió automáticamente cuando estaba a un par de
metros de la misma, y pudo contemplar una espaciosa sala alumbrada con
minuciosidad y detalle. Filas y filas de estanterías y mostradores estaban
preparados en el interior de la sala, exhibiendo prendas de todos los tipos:
vestidos, chaquetas, camisas, pantalones, calcetines; ropa deportiva, ropa de
niño, ropa de señora; ropa de verano, ropa de invierno; etc, etc. Para
completar un tanto el ambiente, se había equipado a la sala de un equipo de
megafonía. Esta instalación reproducía, entre otras cosas, canciones
machaconas, semejantes a las que se oían en la calle, pero, sobre todo, una
serie de taimados mensajes. «La felicidad está al alcance de su mano:
adquiera dos prendas a un precio inmejorable y llévese tres», escuchó
nuestro hombre con atención; «Gánese el aprecio y cariño de los suyos
comprando nuestros productos. Usted no lo lamentará y ellos se lo agradecerán».
El ritmo era constante: una canción y después un mensaje. Embotado por los
mensajes, nuestro hombre deambuló, perdido y desorientado, por los pasillos,
examinando las prendas con una mirada vacía. Entonces se dio de bruces con un
mostrador azulado, situado en el centro del pasillo, sobre el que había un
monitor; la pantalla mostraba una familiar imagen: el individuo bigotudo, el
vigilante de pérfidas intenciones, y su consabida frase: «We´re working
over… Buy your life». Nuestro hombre emitió un gruñido de desagrado e hizo
un llamativo mohín, huyendo de la sala. Tomó unas escaleras mecánicas, accediendo
a la planta superior. Allí se topó con más hileras de estanterías, que, esta
vez, albergaban una mercancía diferente: juguetes de todas las clases. Había
barcos, aviones, coches, robots, muñecos, juegos de mesa, consolas, bicicletas,
y un sinfín de cachivaches y artilugios de lo más variado; la mayor parte de
esos aparatos emitían unos ruidos espeluznantes, atroces. Y también había
mensajes por megafonía: «Niño, esta es tu oportunidad. Pide al Hombre de
Blanca Barba tus regalos, que te lo has ganado. En estas fechas tan señaladas
puedes ser feliz». Era lo mismo que en la anterior planta. Nuestro hombre
no podía aguantar más en ese edificio; su resistencia disminuía paulatinamente.
Se marchó lo más rápido que pudo, no sin chocar antes con un rubio niño lloroso
que estaba enfurruñado con su cachazudo padre.
Nuevamente
en la calle, nuestro hombre se sumergió entre la multitud; esperaba que el aire
fresco de finales de diciembre le aclarara un poco el cerebro. Durante un
momento así fue, aunque las imágenes que le fueron saliendo al paso le
volvieron a turbar. A medida que avanzaba por la Avenida Principal, nuestro
hombre comprobó como aumentaba el número de individuos harapientos, astrosos,
de rostro amoratado y barba rala. Hombres derrengados, segregados del resto de
la sociedad, que pasaba al lado de ellos sin percatarse de su existencia;
habían sido expulsados del paraíso porque no eran compradores. La mayoría de
ellos estaban recostados sobre cartones, lo que les servía para librarse del
gélido contacto con el suelo espolvoreado de nieve. En esa pose, se les podía
ver extraer de sus raídos abrigos botellas de licor, que se llevaban a la boca
con gran avidez. Cuando nuestro hombre se aproximó, curioso, a uno de ellos,
rozando con sus limpios zapatos su asiento de cartones, fue abordado por otro
colega, que insistentemente le pedía dinero para un trago. Estupefacto, nuestro
hombre sacó la cartera con la intención de atender esa demanda, pero fue
frenado en su intento. Unos fornidos policías irrumpieron en la calle desde un
furgón, deteniendo al instante a todos los individuos harapientos, que casi no
ofrecieron oposición. Minutos después, los policías introdujeron a los
desaliñados hombres en el interior del furgón policial, entre increpaciones y
empujones; los demás viandantes aplaudieron la heroica acción. Nuestro hombre
no comprendió del todo la escena, y con gran esfuerzo consiguió hacerse paso
entre la muchedumbre entusiasta, para poder continuar su camino.
Tras comprar
unas castañas asadas a una lenguaraz vendedora de moño empingorotado y cabellos
azafranados, nuestro hombre vagó unos minutos por la calle, cerrando los ojos
muy de vez en cuando. De repente, de un antiguo edificio de marmóreos muros
salió una extraña comitiva compuesta por elegantes y altaneros hombres, a cuya
cabeza se situaba un individuo vestido con ropajes estrafalarios. En un tono
atiplado, ese individuo proclamaba que el ser humano era el principal problema,
que todo lo estropeaba con sus viles acciones, que la culpa era suya. Afirmaba,
con su voz aguda pero firme, que si todo dependía del hombre, entonces todo era
relativo; y si todo era relativo, entonces nada era seguro. «El yugo de la
razón ha convertido al hombre en un pigmeo, y todo es vanidad», concluyó
ese melifluo individuo, impetrando el perdón. Sus fieles seguidores acompañaban
cada frase con un gesto de asentimiento, mientras lanzaban acusadoras miradas
al resto de personas que pasaban por ahí. En un primer momento, nuestro hombre
se mostró azorado ante esas misteriosas palabras; pero, posteriormente, empezó
a sentirse mal, con un malestar desagradable que le encogía el corazón. Se
sentía culpable. Prácticamente todo lo que había presenciado le había dejado un
regusto amargo, y pensaba que algo tenía él que ver en ello. Ya no quedaba otra
opción: debía volver a casa, a descansar.
Con gran
pesadumbre, retomó su marcha al hogar, pululando como un fantasma entre la gran
multitud que abarrotaba la calle. Todo el mundo le veía, pero nadie se fijaba
en él, en su cara triste y pesarosa. Fue un consuelo para nuestro hombre abrir
la puerta de su casa y experimentar la calidez entrañable de su personal
interior. Regresaban la paz y la tranquilidad a su estado de ánimo. Una vez
dentro del hogar, nuestro hombre pensó en recuperar las energías perdidas en el
paseo; un humeante vaso de leche y unas galletas se encargarían de ello. Lo
dejó todo preparado en una bandeja, al lado de su sillón predilecto, mas no
pudo reprimir echar un último vistazo a la Avenida Principal. Acercó la frente
al cristal de la ventana: algo había cambiado, porque ya no estaba él ahí, pero
todo seguía igual. Quizá eso no tenía remedio. Se sentó en su sillón y se bebió
su leche. Gradualmente, de forma placentera, fue cerrando los ojos, hasta
quedarse dormido.
Y soñó,
soñó…