martes, 27 de mayo de 2014

El vigía luminoso

EL VIGÍA LUMINOSO.


Skimejon0717. Faro. Dominio Público.


NOTA PREVIA. El manuscrito que tengo el honor de presentar a continuación fue hallado por la expedición Quinlan-Caydan el pasado 22 de agosto de 2003. Durante el transcurso de sus investigaciones a lo largo de la costa norte de Egipto estos oceanógrafos, entre los que orgullosamente me incluía, descubrimos, casi por casualidad, una vieja arca en el fondo marino, a unos veinte metros de profundidad. Sus dimensiones eran regulares, aproximadamente un metro tanto de ancho, largo y alto. El material del que estaba compuesta era una extraña mezcolanza de diversos metales, nunca vista hasta entonces, que le daban un peso extraordinario. Decidimos, ante la imposibilidad de acceder a sus prístinos secretos, trasladar la caja inmediatamente a la ciudad de Marsa-Matruh, donde, por mediación de nuestro colega egipcio y codirector, Hosni Caydan, expertos en cerrajería nos revelarían su preciado contenido.

Así se hizo, y lo que encontramos fue una serie de pergaminos, algunos de ellos muy deteriorados y estropeados, escritos en griego clásico. Como ninguno de nosotros sabíamos hablar tan antigua e ilustre lengua, nuevamente nos tuvimos que poner en marcha, esta vez rumbo a la Universidad de El Cairo, en busca del inestimable magisterio del Catedrático en Filología Griega Robert Chester. Desgraciadamente, perdimos la caja durante el viaje; unos desarrapados de la zona tuvieron la perspicacia de creer que el llamativo objeto albergaba en su interior un legendario tesoro, y, sin ningún ápice de duda, nos sustrajeron el arca. Aunque, afortunadamente, no se llevaron los escritos, ya que no cometimos la imprudencia de dejarlos dentro de su milenario receptáculo.

El profesor Chester tradujo en total diez pergaminos, y no sin grandes dificultades, puesto que el griego que había en ellos escrito, a pesar de datar del siglo I antes de Cristo, era prolijo en arcaísmos. En su mayoría, estas pieles eran anotaciones de lo que parecía ser el registro de una biblioteca; sólo un escrito, el que aquí nos ocupa, despertó la curiosidad entre todos nosotros. Este pergamino en cuestión, el menos malogrado de todos, recogía, en unos caracteres trazados de forma frenética y precipitada, una especie de breve relato donde se describían las últimas peripecias de su protagonista. No pretendo desvelar su insólito argumento, que a todos nos dejó boquiabiertos, pero sí diré, como dato curioso, que la isla a la que alude debió guardar una simetría de distancias respecto a los puntos terrestres más cercanos. En efecto, a juzgar por los escasos datos que aporta el manuscrito, distaba unos 220 kilómetros (118 millas náuticas, más o menos) tanto de Creta, en dirección sureste, como de Cárpatos y Rodas, en dirección sur-sureste; no siendo menos sorprendente los aproximadamente 300 kilómetros que la separaban tanto de Finike, en la costa turca (en su momento la región de Licia), como de la costa egipcia. Los cartógrafos a los que consultamos reseñaron, con tenaz insistencia, esta noticia típica de novelas de misterio. Ignoramos, eso sí, la relevancia que, más allá de la mera curiosidad, pueda despertar esta constatación.

Y, sin nada más que añadir, dejo paso a la lectura del manuscrito, esperando, con furtiva ansiedad, que quien lo lea pueda arrojar algo de luz sobre su inquietante misterio. Doy sinceramente las gracias al profesor Chester por su adecuada traducción. 

EL MANUSCRITO. «Cuando el gélido invierno deposite su tupida siembra en la tierra, sabrás, con certeza, que los dioses han salido de su inmemorial letargo. Entonces ellos te mostrarán un albino sendero que conduce a la morada ancestral donde no existe la fatiga ni el trabajo, y donde la felicidad y el regocijo son eternos. Síguelo sin titubear, pobre mortal. Que tus piernas sean robustas y tu voluntad pétrea, o la silenciosa tierra de Ádelos verá satisfecha su ansia de saber con el mérito de su nombre.» Así rezaba uno de los múltiples oráculos que versaban sobre la oculta isla de Ádelos, mi patria, que yo, con la insensata torpeza del infame Epimeteo, azote para los hombres que se alimentan de pan, no fui capaz de comprender. Lastimosa e invisible Ádelos, ya nadie te podrá socorrer; aparte de tus condenados hijos, pocos hombres te han contemplado en plenitud. Y si lo han hecho, no podrán venir a tiempo: ni los valientes cretenses, puesto que el estéril ponto interpone más de mil doscientos estadios entre nuestras islas, en la dirección que sopla Argestes; ni los fatuos rodenses, que nos congratulan con sus cereales y frutas, ya que Bóreas debe recorrer la misma distancia sobre el azulado mar para viajar desde esa isla a la nuestra. Pero sólo pierdo el tiempo lamentándome vanamente por lo que vendrá, que ya no me concierne. No obstante, y ya que la cólera divina me lo permite, escribiré como pueda el trágico itinerario que mi desdichada alma recorrió en esta última jornada, para que sirva de advertencia y escarnio al resto de mortales.

Me encontraba esta mañana, como es habitual en mi, trabajando en la suntuosa biblioteca de la pólis, tesoro del saber y único orgullo de la diminuta Ádelos. Estaba organizando y colocando los valiosos escritos que había traído de mi último viaje a Atenas, a esa Atenas dominada y sojuzgada por el bárbaro poder de los ausonios del Lacio. Llevaría, poco más o menos, unas tres horas trabajando con los volúmenes cuando, impetuosamente, mi vista empezó a nublarse. Atolondrado como estaba, decidí que lo mejor era salir a dar una vuelta por el ágora, en busca de alguna distracción o compañía. No hallé ni lo uno ni lo otro; el glacial frío que anidaba en cada recoveco invitaba a todos los habitantes a permanecer en algún sitio cerrado, a buen cobijo. Agarrando firmemente mi manto, para cubrir herméticamente el cuerpo, dirigí mis pasos a una pequeña casita a las afueras de la ciudad, donde solía ir para relajarme y apartarme de los pensamientos tempestuosos. Pensé que esto sería lo mejor; no deseaba, para nada, recibir la diatriba de insulsas pláticas que, provenientes tanto de mujer como de esclavos, me aguardaban en mi casa de la pólis. Además, había cumplido con los sacrificios y demás ritos religiosos, por lo que no había nada, a excepción del trabajo en la biblioteca, bastante avanzado, que me obligaba a permanecer en ese lugar.

Salí por la puerta oriental, custodiada por dos fornidos guardianes, no sin antes admirar la desafiante y enorme torre que regía la pólis, desde la que se podía escrutar todo el mar circundante. Esta arcaica construcción, de casi doscientos pies, había sido erigida en un atávico pasado donde apenas alcanza la memoria; varios libros de la biblioteca, como la recopilación de nuestro sabio local Menígenes, afirmaban que fue obra de los conspicuos vecinos del sur, los egipcios. A medida que, con invariable resolución, me alejaba de la pólis, podía comprobar como los remolinos y turbulencias que se estaban formando en lo alto del cielo ocultaban lentamente el alto torreón. Asombrado, empecé a sospechar que se avecinaba una nevada, espectáculo novedoso en una isla que se caracterizaba por la bonanza de sus temperaturas. En toda mi vida, que no ha sido precisamente corta, jamás había visto algo igual y, por lo que puedo recordar, tampoco había leído en la biblioteca alguna información que corroborara lo contrario.

Tras recorrer unos trescientos pies desde la muralla, el camino comenzaba a descender. Rodeado de espesos arbustos y algún que otro olivo, el camino serpenteaba graciosamente por la ladera que descendía hasta terminar en el amplio valle donde se ubicaba mi casa de recreo. Un furibundo viento soplaba de frente, acompañado por el tétrico roce de las ramas. No me amilané y seguí caminando. Cuando percibí los gañidos de los perros de las casas colindantes a la mía, comprendí que el trayecto estaba llegando a su final. Enseguida, pensé, la hierática estatua de Palas Atenea, de ojos glaucos, aparecerá en todo su esplendor. Y así fue. Situada en la encrucijada inmediatamente anterior al conjunto de casas campestres, la diosa hija del Tonante levantaba, con gesto adusto, su mano izquierda, apuntando directamente en dirección a la torre que presidía la silenciosa ciudad de Ádelos. Pasé respetuosamente, sin detenerme, y en poco tiempo divisé mi humilde casa.

Una vez dentro del hogar, encendí un fuego y preparé una frugal comida; con tanta sobriedad, cualquier conciudadano me podría haber dicho que parecía uno de esos incultos romanos comedores de gachas. Terminé rápidamente el refrigerio y me dispuse a leer varios libros de filosofía. Me recosté en un confortable lecho y, de forma gradual, fui cayendo en una dulce ensoñación; podía sentir unos extraños ruidos, como de proyectiles que golpearan vivamente el techo. Me dormí profundamente.

Un terrorífico estruendo me devolvió, sobresaltado, a la vigilia. Torpemente, con vacilación, logré salir de mi habitáculo y, con el vello erizado, pude contemplar el níveo manto que el cielo, ahora calmado, había arrojado sobre nuestra isla. Todo era tan extraño... No se oía nada, ni tan siquiera el balido del ganado. Parecía como si el blancuzco paisaje se lo hubiera tragado todo. Llamé excitadamente a algunas casas, pero no obtuve ninguna respuesta. Con los miembros ateridos por el inusual frió, inicié una tortuosa marcha hacia la ciudad, introduciendo pesadamente los pies en la nieve.

Al volver a cruzarme con la rutilante figura de Atenea observé como, con ojos inyectados, la belicosa diosa me seguía indicando la posición de la torre. Entonces, oteando hacia lo alto de la ladera, contemplé, absorto, una flamígera fortificación. Apesadumbrado, estimé que se trataba de la insigne torre, que había sido incendiada. Sin embargo, ardía con un fuego pálido, casi tan blanquecino como la nieve que cubría la muralla y las casas. Armándome de valor, continué reptando, como pude, por el ascendente camino, sin importarme mi integridad física. En mi hipnótico caminar, me desplomé multitud de veces sobre el congelado elemento, que me provocó, al contactar con mis manos, una agobiante quemazón en ambas palmas.

Unos oscuros pájaros comenzaron a surcar el grisáceo cielo mientras, a mi espalda, el ensordecedor murmullo de lo que parecía ser una gigantesca ola se extendía por todas partes. Me sentí azorado, aturdido; mi ingenua mente no podía dosificar todo este cúmulo de experiencias. Y así ocurrió lo inevitable, ya que, picado por una insana curiosidad, me di la vuelta para observar ese magno acontecimiento, al tiempo que un trueno en forma de lamento restalló desde la llameante torre. No vi ninguna ola, pero sí agua, mucho agua. Todo el valle estaba inundado por un líquido verdoso, putrefacto, del que emergieron, ante mis desorbitados ojos, los tres hijos de Gea y Urano «cuyo nombre no debe pronunciarse», esos tres «monstruosos engendros» de los que nos hablara Hesíodo en su Teogonía, cuyas palabras reproduzco. Cada una de estas criaturas infernales, poderosa arma del Tonante, emprendió, con su centenar de brazos, la destrucción de la isla; su implacable proceder era mimético y calculado, dirigido, sin duda, por el padre de dioses y hombres. Entonces, ¡oh, divina providencia!, el enigma se aclaró. De forma diáfana el viejo oráculo se apareció en mi mente, tan sencillo como una adivinanza infantil. Pero ya nada podía hacer, porque, con mi ruinosa constatación, comprendía las señales divinas cuando éstas ya se habían producido y no antes, como es propio de los seres inteligentes y astutos. Desolado, retomé mi camino ante la vorágine destructiva de los uránidas. Mi tiempo se acababa.

Entré en la desértica polis; la antigua torre, antes llameante como un faro, ahora era tan solo un montón de escombros. Me dirigí a la biblioteca donde, en estos momentos, termino de escribir, tembloroso, estas líneas. Espero tener tiempo suficiente para guardar este escrito en el arca, a salvo, quiéralo Zeus, de la destrucción y del olvido.… Porque, ¿quién conoce la voluntad divina?… No hemos superado la prueba de los dioses, y, por eso, ellos castigan nuestra vanidad: primero, el Tonante con la destrucción; y, después, Mnemósine con el olvido, enemigo de toda certeza. Nuestra única riqueza y motivo de arrogancia, la biblioteca, se perderá para siempre; los poemas del divino Homero, los diálogos de Platón, las obras del estagirita, las tragedias de Esquilo, las comedias de Aristófanes, la Historia de Heródoto, los tratados del recientemente fallecido Cicerón.…  El oráculo se ha cumplido, ingrata isla. Pronto te ocultarás entre las viscosas aguas, invisible para los mortales, como presagiara tu calamitoso nombre…

(fin del manuscrito)


viernes, 16 de mayo de 2014

Objeción democrática a la justicia constitucional

En esta entrada presento la segunda objeción democrática hacia el neoconstitucionalismo, que forma parte de un trabajo de doctorado elaborado para el área de Filosofía del Derecho de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, del que ya publiqué una parte hace un mes. Ahora los dardos se dirigen hacia una institución que siempre da que hablar en la arena política: el Tribunal Constitucional. Para mi siempre será incalculable el valor de las clases de mis maestros: Luis Prieto y Santiago Sastre. A ellos les debo el interés en estas cuestiones.


Openclips. Justicia. Dominio Público.


SEGUNDA OBJECIÓN DEMOCRÁTICA: CONTRA EL CARÁCTER CONTRAMAYORITARIO DE LA JUSTICIA CONSTITUCIONAL.


Esta segunda objeción, o “versión de la objeción”, dirige sus fuerzas hacia uno de los rasgos característicos del constitucionalismo moderno: la presencia en los sistemas jurídicos de unos órganos, de corte judicial, encargados de preservar la Constitución y su contenido. Estos órganos, ya sean los tribunales ordinarios o un tribunal constitucional, realizan, en su defensa de la Constitución, una función de depuración del ordenamiento jurídico que choca irremediablemente con el producto del poder legislativo, la ley[1]. Es decir, los jueces constitucionales tienen como misión principal expulsar del ordenamiento aquellas leyes que infrinjan o violen la Constitución, que es una norma jerárquicamente superior a la ley. Y, si bien puede admitirse sin problemas que la Constitución sea un texto superior a la ley, lo que esta segunda objeción no acepta de buen grado es que se confíe en un órgano judicial (esos jueces ordinarios o ese tribunal constitucional) tan tamaña labor (la expulsión de una ley), principalmente porque, por lo general, este órgano no es elegido democráticamente, al contrario de lo que sucede con el órgano que aprueba la ley; resumiendo, como dice el profesor Laporta: «lo que nos demanda esta segunda pregunta o segunda versión de la objeción democrática son las razones que abonan que sea un grupo de jueces no elegido democráticamente, un grupo de sabios, el que imponga sobre el órgano legislativo una decisión»[2].

En principio, cabría preguntarse por qué las constituciones actuales pergeñan una justicia constitucional con tan amplio poder[3]. Sin duda, podría pensarse que esto es una consecuencia natural del carácter supremo que ostenta la Constitución; pero, como bien apunta Luis Prieto, «esta no es una opinión pacífica»[4]. Así, Francisco Laporta entiende que la presencia de un procedimiento de control constitucional no se deduce “necesariamente” de la primacía de la Constitución[5]; es más, el propio Luis Prieto alude al hecho de que existen sistemas jurídicos donde la Constitución, sin perder su jerarquía, no se encuentra garantizada por una justicia constitucional, «bien porque se prescinda de todo sistema de control, bien porque éste se encomiende o articule a través de órganos políticos.»[6] Sin embargo, la rematerialización operada en la Constitución, la introducción en los textos constitucionales de un amplio catálogo de derechos (los derechos fundamentales), ha producido una “mutación” en la Constitución, cuya consecuencia inmediata ya fue anotada al principio de este trabajo, que no es otra que la contemplación de la misma como una norma jurídica más del sistema, aunque superior a las demás. Por ello, «si la Constitución es una norma jurídica que impone derechos y obligaciones, parece del todo indispensable un sistema efectivo de tutela jurisdiccional, de modo no muy distinto a como nos parece indispensable en relación con el resto de las leyes.»[7] En este sentido, podría dar la impresión de que, sin esta garantía jurisdiccional, todo el esquema trazado por la Constitución queda truncado, inacabado, como bien recuerda Luis Prieto.