Aquí presento una de mis incursiones en la literatura, en forma de relato breve. Lo presenté al concurso de cuentos del Ayuntamiento de Yepes, hace ya unos cuantos años (creo que fue en 2001), y el jurado tuvo la desfachatez de darme el primer premio. Por lo menos intenté que fuera divertido.
Falco. Santaclaus. Dominio Público. |
¿PLACENTERA NAVIDAD?
Papá
Noel no podía imaginar, ni mucho menos, lo que le iba a ocurrir aquel día. Como
cada navidad acometía con la más amplia de sus sonrisas su loable tarea; había
estado todo un año preparando este momento concienzudamente. Los juguetes, los
ansiados juguetes, ya se encontraban en las alforjas y sacas de su lujoso
trineo. Los briosos renos estaban dispuestos a partir en aras de lograr la
mayor felicidad del colectivo infantil. En sus casas, los bondadosos niños
aguardaban con impaciencia el fruto de esta interminable labor. Todo tenía que
salir bien, o desde arriba le podían echar una reprimenda.
Después
de que su esposa le despidiera con maternal cariño, partió, a las doce en
punto. El cielo se hallaba calmado, despejado; ni una sola nube se interponía a
su paso. Le embargaba la filantropía y, escrutando en lontananza, podía
vislumbrar en su alma todo el amor y afecto que iba a despertar en los efebos
corazones de toda la chiquillería mundial. No se podía pedir más. ¡Qué agradable
resultaba todo!
El
reparto se estaba llevando a cabo según lo planeado, conforme a una tradición
que abarcaba enormes siglos: primero, Asia; después África – se tardaba poco –
y América, donde había más necesitados que en ningún otro sitio; más tarde, Oceanía,
el continente de las islas; y, por último, los privilegiados niños de Europa,
la cumbre de la civilización. ¡Hay tantos niños lastimosos y menesterosos a
quienes ayudar en su anodina vida! ¡Y tanta la diversión y cariño que hay que
proporcionarles!
Al
arribar España hizo una pequeña pausa; también Papá Noel tiene derecho a un
pequeño, aunque muy pequeño, descanso. Eran las tres y cuarto de la noche, y la
distribución de juguetes no había sufrido ningún retraso; todo iba perfecto.
Otros años, recordaba con nostalgia, alguna torcedura de pata de los renos le
había hecho temer por su justa misión. Pero esta vez no ocurriría nada de eso,
ya que los renos se habían nutrido magníficamente e irradiaban una gallardía
inusual. Miró otra vez su antiquísimo reloj: las tres y treinta y cinco
minutos. ¡Había que retomar la tarea nuevamente, y con la misma ilusión de
siempre!
Cuando
repiquetearon la cuatro Papá Noel aterrizó en un pueblecito de la geografía
castellana – no es el que pensáis – y comenzaba a notar algo de agotamiento. Un
incómodo sudorcillo le recorría la espalda. Algunas casas de otros pueblos le
habían reportado un trabajo colosal, con docenas y docenas de juguetes, y de
ello se resentía agudamente su tremendo corpachón. Pero una costumbre es una costumbre,
y ya sabemos lo poderosas que son las costumbres. No cesó de pensar en la
posible idea de perder algo de peso para los próximos años; había que digerir
menos carne y hacer algo de ejercicio.
Aparcó
el trineo en la plaza del pueblo, dejando a los renos beber algo de fresca y
cristalina agua de la fuente. Sacó su libreta de pedidos y comprobó una serie
de datos: Calle Capullada, número trece; un móvil, un juego de combates para la
consola y un Action Man; Enrique Navarro Díaz, diez años, he sido muy
bueno y te quiero mucho, Papá Noel.
─ ¡Jou, jou, jou, jou! – exclamó
Santa, bonachón. Y añadió: – ¡Hay que ver cómo son estos
querubines! ¿Calle Capullada? ¡Qué cosa más rara!¡Menos mal que estoy cerca de
ese sitio¡ ¡Allá voy¡ – y se lanzó en pos de la felicidad de otro niño más,
extrayendo previamente de una saca los regalos solicitados por el muchachillo,
e introduciéndolos en un saquito rojo.
Recorrió
en tiempo record la distancia que separaba el trineo de la casa, que no tardó
en reconocer. No era una casa ostentosa, pero en ella había algo de postín y de
grandeza: su fachada era lisa y de un color beige; las ventanas, grandes y muy
sofisticadas, con unos bordes plateados y doble cristal; y el tejado era de una
teja muy oscura, robusta, con una chimenea alta y magnificente. Una vez delante
de la casa, ascendió acrobáticamente en dos minutos hasta el tejado, y en tres
ya se hallaba junto a la vetusta chimenea, ayudándose de unos escalones que
deberían comunicar, pensó Santa, alguna terraza o balcón con la chimenea. Se
introdujo en el interior de la misma y, ¡zas!, quedó atrapado cual alimaña,
cual presa indefensa. No lo podía creer, pero era cierto: se había quedado
encajado en mitad de la chimenea, inmóvil, y no podía pedir socorro, ya que
sería descubierto. Con desesperación intentó zafarse de esa “encerrona”, mas en
vano. Su anciano cuerpo le traicionaba y, con el contoneo, no pudo evitar
producir una serie de ruidos, algunos muy estridentes.
Con
tanto ajetreo Enriquito acabó por desvelarse. Los rumores que lo sacaron de la
cama despertaron su punzante curiosidad, por lo que puso rumbo hacia el salón
de la casa, decorado con su típico árbol de navidad, su portal de Belén, sus
lucecitas y adornos y, por supuesto, sus calcetines. ¡Había que averiguar que
estaba ocurriendo!
─
¿Quién anda ahí? – preguntó el niño, al tiempo que escudriñaba con cautela la
estancia.
─
Soy Papá Noel, niño. Lo lamento en el corazón, pero me he atascado en tu
chimenea.
─
¡Sí, hombre, vas a ser tú Papá Noel! ¡Tú eres un ladrón!
─
¡Qué no, querubín! ¡Nada más lejos de mi intención! No te miento: soy Papá
Noel. Ayúdame a salir de aquí, por favor, y te daré tus juguetes, más unos
dulces si te portas bien conmigo.
─
¡No digas chorradas, mentiroso secuestrador de niños! Papá Noel no es más que
una escaramuza de las tiendas y los centros comerciales para poder vender más,
que es de lo que se trata. Y tú, so capullo, te aprovechas de ese mito para
robar en las casas, pensando que la gente no te hará nada, porque eres un ser caritativo.
¡Y un cuerno! – y, tras unos segundos de meditación, añadió el receptivo niño:
– Pero, respecto a la ayuda, sí que voy a hacer algo por ti – y se marchó.
Cuando
Enriquito regresó, a los cinco minutos, portaba una cazoleta de medio litro
repleta de agua hirviendo, y los bolsillos a punto de reventar de unos objetos
misteriosos. Se equipó con guantes, gorro, orejeras y un buen abrigo, abrió la
puerta de la terraza y tomó por una escalera que daba con el negruzco tejado.
Caminó acompasadamente por los escalones, sin ninguna impaciencia y con un gran
dominio de sí mismo. Al llegar al borde de la chimenea llamó al ladrón, digo, a
Papá Noel, que estaba nerviosamente excitado, y lanzó, paulatinamente, unas
bombas fétidas. Santa aclamó al cielo, pero éste no atendió sus peticiones;
tenían mucho trabajo en la empresa. Por si fuera poco, extrajo Enrique de sus
bolsillos unos botes de mermelada, tomate y otras porquerías, vertiendo el
pringoso contenido en la cabeza de Papá Noel.
─
¿Qué guarrería es esto? ¡Qué asco! – se quejó Santa, indignado.
─
No te gusta la suciedad, ¿eh? ¿Quieres lavarte? ¡Pues toma! – y agarró la
cazoleta de agua caliente, derramando el fulgente líquido. Papá Noel aguantó
con dignidad la tortura.
─
Pero, ¿qué te he hecho yo, que todos los años vengo a traerte tus juguetes? –
Intentó convencer al niño. – Yo soy tu amigo, angelito.
─
¡Qué vas a ser tú mi amigo, ladrón! Yo no tengo amigos. ¿Para qué quiero amigos
aburridos y tristones, si tengo mi consola y mi ordenador, que me proporcionan
mucha más diversión, y sin objetar nada? ¿Para qué quiero conocer gente, si en
la tele aparece todo el mundo? ¿Para qué quiero a un fofo, torpe y viejo Papá
Noel, que no eres tú, si mi padre me compra lo que yo quiero cuando quiero? Con
todo lo que quiero se puede ser feliz.
─
Enriquito, eso no es cierto, tesoro. Las personas, los seres humanos, son los
únicos que te pueden dar la verdadera felicidad, y no ninguna cosa. Y todos tus
juguetes, tus diversiones, te deben servir para acercarte a los demás, no para
alejarte de ellos. Los móviles, las consolas, los muñecos, todas las cosas, no
pueden darte cariño, comprensión y amistad; una persona, un amigo, sí.
─
No te rindes, ¿eh? – y descendió al salón, desde donde se encaminó a su
habitación, tomando una escopeta que le regaló, precisamente, Papá Noel el año
anterior.
Lo
que siguió en las siguientes horas fue tremendo. Enriquito, que había visto en
la tele mucha gente perversa, algunos disfrazados de personas entrañables, dio
su merecido a tan ilustre sinvergüenza. Con la furibunda escopeta se dedicó a
agujerear el trasero de Santa, donde penetraba el humeante plomo. ¡Todo era
como un juego de consola, a los que Enriquito estaba tan acostumbrado!
El
alba despuntaba en el horizonte, y Papá Noel continuaba sufriendo las
aberraciones del maquiavélico muchacho: golpes con un cepillo, pelotazos…
Incluso llegó el niño a encender la chimenea; eso sí, con unos pocos papeles
nada más. Es increíble lo que puede pergeñar una mente infantil de estos
tiempos tan desconfiados, mancillando el honor de quien se interponga a su
paso.
El
padre de Enriquito se despertó muy temprano. No pudo reprimir una sonrisa al
descubrir a su hijo de esa guisa.
─
¿Qué haces, hijo? – le inquirió, frunciendo el ceño de forma cómica.
─
Pues que he pillado a un ladrón, de esos que secuestran y torturan, en la
chimenea. Le he tenido en jaque toda la noche. No os he querido despertar por
esta tontería- argumentó Enriquito, colocando la escopeta en el suelo. – Me
quería engañar diciéndome que era Papá Noel. ¡Cómo si yo fuera idiota!
─
¡Muy bien, chico! – bostezó el padre. – Voy a llamar a la policía.
La
autoridad se presentó en quince minutos. Lograron, con titánico esfuerzo,
desatascar a Papá Noel, el cual, para ser sinceros, estaba hecho un asco: su
cara estaba cubierta de quemaduras; su piel y su barba eran multicolores; su
traje estaba ensuciado por unas sustancias viscosas. En fin, un desastre.
Papá
Noel fue condenado por allanamiento de morada a un año y medio de prisión
(artículo 202 del Código Penal). Se le decomisó el trineo, los renos y los
juguetes. Además, carecía de documentación y, entre otras cosas, se probó que
no cumplía con el fisco, por lo que tiene pendientes otros procesos. Por
supuesto, Papá Noel negó todas estas acusaciones.
La
moraleja de esta historia, si es que existe, es que, en un mundo sin valores,
sin sentimientos, adornado simplemente de materialismo, donde poseer es lo
principal, ¿qué futuro tienen las personas de buena fe? Deleznable porvenir en
una sociedad cada vez más implacable, más competitiva. Yo me solidarizo con
Papá Noel y con todos los que, como él, hacen que pervivan los buenos
sentimientos.