martes, 25 de febrero de 2014

Cultura basura en la televisión: libertad a pesar de todo

Este artículo fue recogido en el número 6, de mayo de 2004, de la ya desaparecida revista Zona libre, una revista juvenil editada por la Concejalía de Cultura y Juventud del Ayuntamiento de Yepes. Hay algunas cosas que me corregiría hoy, pero en líneas generales mantengo lo escrito entonces.

CULTURA BASURA EN LA TELEVISIÓN: LIBERTAD A PESAR DE TODO.

    Desde hace un tiempo existe en la televisión concretamente, en La 2 un programa de debates que aborda temas de candente actualidad y llamativo interés. En este artículo voy a  centrar la atención en un debate que tuvo como cuestión a discutir la fama, tal y como hoy es entendida; fue, todo hay que reconocerlo, una de las pocas ocasiones en las que el medio televisivo se torna reflexivo y crítico consigo mismo y con los demás medios. A grandes rasgos, el punto principal del coloquio giró en torno a los famosillos de medio pelo, esos personajillos que, sin destacar a ningún nivel ni profesional, ni artístico, ni humano siquiera pueblan o copan de forma insidiosa la mayor parte de los contenidos en televisión y prensa. Se afirmó, o se reconoció, por algún contertulio, que antes, hace unas décadas, la gente se formaba un nombre en la sociedad por sobresalir en algo (música, cine, literatura...), mientras que ahora, para ser famoso, tan sólo basta alimentar la frivolidad o el morbo del respetable; en otras palabras, que ahora perfectamente se puede sostener aquello de que «la fama es fácil conseguirla; lo difícil es merecerla».

     Sin embargo, no es mi intención dilucidar si esta última aseveración es solo aplicable a nuestro tiempo algo dudoso, por supuesto, sino, más bien, apuntar qué origina este tipo de fama, esta clase de famoso-casposo, para entendernos mejor. Y, sin pretender ser dogmático, estimo que la respuesta se encamina hacia lo que ahora se conoce como cultura basura, una cultura muy ligada al consumismo y al neoliberalismo imperantes en la actualidad. De sobra es conocida la cantidad de veces que aparece esta palabra en diversos aspectos de lo que, podríamos denominar, es nuestra realidad cotidiana: contratos basura, comida basura, telebasura, etc; en consecuencia, todas estas manifestaciones, relativas a costumbres, leyes y hábitos, conforman, a mi juicio, una cultura. Y una cultura no es algo que hagan unos cuantos señores con mucho poder e influencia desde sus despachos, sino que es algo mucho más complejo, algo que, desde luego, requiere la participación de los demás miembros (o de un buen número de ellos) de una sociedad. Así, y teniendo en cuenta únicamente la vertiente mediático-social, estos señores pueden, y están en su derecho, idear ciertos programas y ciertos contenidos, que luego calificamos de basura por su vulgaridad y pobreza, pero esto no basta para que estos programas, y los famosetes que los protagonizan, se consagren automáticamente; es necesario, cómo no, la aceptación del público, que es quién verdaderamente los aupa al estrellato, los convierte en parte de su vida, una parte, las más de las veces, muy importante. Sociedad y cultura van unidas, aunque no sean exactamente lo mismo. Ahí tenemos los datos, en millones de espectadores, de programas tan deleznables como Gran Hermano o la Selva de los Famosos, o las cifras, en millones de ejemplares, de las revistas del corazón que se venden semanalmente. En este sentido, tiene toda la razón del mundo el filósofo Gustavo Bueno que, por cierto, participó en el programa de La 2, cuando dice que «cada sociedad tiene los famosos que se merece»; es decir, cada sociedad comparte una cultura, y producto de esa cultura en este caso, cultura basura es el tipo de famoso al que se quiere seguir y emular. En nuestro afán de consumir, invadidos por la publicidad, consumimos de todo, y las vidas de los demás no van a ser una excepción que nos detenga. Por eso, guiados por este consumismo y por una alarmante falta de valores, no tenemos ningún reparo en compartir y consagrar esta cultura, peyorativamente llamada cultura basura, y todas sus consecuencias.

     No obstante, una cultura no es algo que permanezca inalterable por el resto de los tiempos. Aunque para muchas personas la cultura es algo parecido a lo inevitable, a lo que es así porque así es, lo cierto es que nada ha cambiado, ha variado, tanto en este mundo como la sociedad y la cultura. No hay más que ver el profundo cambio que ha dado nuestro país en los últimos veinticinco años para darse cuenta de lo que estoy hablando. Como bien dice otro filósofo español, «lo “natural” entre los humanos es producir cultura»; el hombre, en contacto libre con otros hombres, genera cultura. Por eso hay que admitir que somos responsables del tipo de cultura que predomina en nuestra sociedad; es decir, no es algo que nos venga impuesto desde arriba, por narices, sino que, como ya dije antes, requiere nuestra aceptación, nuestro consentimiento (a nadie se le obliga por ley a ver la tele o a comprar una revista), de modo que yo no considero inevitable que millones de personas vean cierto programilla. En efecto, en el uso de nuestra libertad de elegir, nosotros decidimos si vemos o no un programa en cuestión (y ahí están la gran cantidad de programas y series que no duran más de una semana porque la gente, sencillamente, no los ve), con lo que la famosa excusa «es que no hay otra cosa en la tele» no tiene validez alguna. Así, en vez de quejarse amargamente sobre nuestra televisión y nuestra prensa (echándole la culpa a las cadenas o a quien sea), lo que debemos hacer, si queremos desterrar la basura, es reclamar, con el uso de nuestra libertad, otro tipo de televisión, otro tipo de contenidos; esto es, otro tipo de cultura. Tenemos otras muchas opciones para dedicar nuestro tiempo; en caso contrario, parecería que, tras siglos de civilización, la única alternativa del hombre actual es telebasura o telebasura. Esto es una simpleza intolerable. Yo, personalmente, no creo que nuestra libertad esté en tan paupérrimo estado.

Nace un nuevo blog...

En Una noche en la ópera (A night at the opera), sexta película de los Hermanos Marx, primera en la Metro, podemos disfrutar de una de las escenas legendarias en la historia del cine: la escena del camarote. El caradura de Otis B. Driftwood (Groucho Marx) queda en su camarote con la señora Claypool (Margaret Dumont), para renegociar (una vez más) los términos de su contrato, sin saber que la soledad del "amor" (a la señora Claypool, a la vida cómoda...) va a ser imposible. Al final el camarote, poco más que una jaula de pájaro, se llena de los más variopintos personajes, hasta que finalmente llega la señora Claypool y se produce una especie de avalancha humana. En toda situación apretujada no falta quien diga "esto parece el camarote de los hermanos Marx".
Pues bien, este blog, recuperando un poco la capacidad de almacenamiento del camarote de los hermanos Marx, va a contener en su interior artículos de lo más variado: sobre ética, religión, literatura, cine, temas educativos, filosofía política... Todo un tótum revolútum (o eso se pretende).
A continuación, homenaje al camarote: la escena. "Y dos huevos duros".